Los caballeros acreditaron su puntualidad, y apenas se extinguió en los aires la última vibración de la campana que tañía las nueve desde la almenada torre de la Fortaleza, cuando entraron en el jardín, por la puerta que daba al Ozama, Diego Velázquez y su inseparable Pedro de Mojica, envueltos ambos en sendas capas conforme a la usanza de aquel tiempo. Dirigiéronse sin precaución ni rodeos al punto céntrico del recinto; una especie de templete o cenador circundado de arbustos odoríferos y de vasos de arcilla primorosamente labrados, que también contenían plantas aromáticas y flores de Europa, conservadas a fuerza de esmerado cultivo. Dos escaños de piedra uno frente al otro, se destacaban en mitad del circuito, alumbrado por seis u ocho fan*les cuya luz se difundía débilmente por los espacios del jardín, dejándolos sumidos en esa semioscuridad que expone el sentido de la vista a todos los extravíos de las apariencias fantásticas. Mojica había dicho a Diego Velázquez, a punto de salir con éste acompañándole desde su alojamiento: “Grijalva no faltará a la cita”. Y al entrar en el jardín de la fortaleza, abarcando con su mirada perspicaz todos los ámbitos de aquel espacio, volvió a decir en voz baja a su patrono: “Grijalva está en su puesto”. —¿Y cuál es su puesto? –le preguntó Velázquez en el mismo tono. —Aquel rincón oscuro que está en dirección de nuestra izquierda. Mirad con disimulo, ¡vive Dios! que si no, lo echáis todo a perder. —Está bien –dijo Velázquez sentándose con tranquilidad. Mojica, que siguió escudriñando, volvió a decir: —Grijalva no está solo: le acompaña sin duda algún amigo. Voy a tratar de acercármeles para observarlos mejor. Y se retiró. Apenas quedó solo Velázquez en el centro del jardín cuando una puerta de la Fortaleza que le daba casi al frente se abrió con violencia, y apareció en su dintel, alumbrado por dos pajes con antorchas, el Almirante Don Diego; al mismo tiempo entraron por la puerta que daba a la marina hasta ocho guardas armados de relucientes partesanas, que se colocaron en correcta formación delante de dicha puerta, como cubriéndola para impedir el paso a los que intentaran salir de aquel recinto. Diego Colón se adelantó con desembarazo, sin precipitación ni recelo, hacia el lugar que ocupaba Velázquez. Éste se puso en pie, y trató de encubrir con su actitud respetuosa y el ademán cortés con que se quitó el sombrero, la turbación que repentinamente había embargado el ánimo al percibir al dueño de la casa. —Buenas noches, señor Don Diego Velázquez –dijo el Almirante con la mayor naturalidad–. A estas horas no es lo más sano el aire que corre en este vergel. —Señor –contestó afectando tranquilidad Velázquez–, no he venido meramente por tomar fresco, sino a cumplir con un llamamiento que no podía desatender. —¿Y no tenéis inconveniente en decirme quién os llamó a este sitio y en tal hora? –preguntó Diego Colón, dejando traslucir alguna ironía en su acento. —Ningún inconveniente –respondió Velázquez– puede haber para mí tratándose de satisfacer la justa curiosidad de vuestra señoría. Mi prometida, Doña María de Cuéllar, me escribió que tenía que comunicarme algo importante; y yo he venido sin reserva ni misterio de ninguna especie; porque, habiendo recibido los plácemes de vuestra señoría por mi concertado enlace, no he creído faltar al respeto que os tributo, con obedecer la indicación de mi prometida esposa. De otra suerte jamás hubiera puesto los pies en este recinto, que por ser vuestro es un santuario para mí. —Don Diego –dijo gravemente el Almirante–, sincero sois, y esto me place. Sabía todo lo que me habéis dicho, y es exacto. He aquí mi mano; ahora tengo interés en trocar ese papel que recibisteis esta tarde conteniendo el llamamiento a este sitio, por el billete que aquí os presento, que contiene la expresión de los deseos de vuestra prometida, y la excusa de no poder venir personalmente a recibiros. Diego Velázquez vaciló un tanto: le sorprendía ver a todo un potentado como el Almirante y Gobernador de la colonia tan avenido a desempeñar un papel nada airoso, por cierto, ni digno de su persona. —¿Dudáis, Don Diego? –añadió el Almirante con alguna severidad. —No dudo nada de vos, señor –respondió Velázquez–. Estoy solamente confundido por vuestra bondad. —Ella es efecto de la alta estimación en que os tengo, Velázquez. Otro cualquiera no hubiera entrado impunemente aquí como vos lo habéis hecho; con sana intención, sin duda, pero incurriendo, como vuestra prometida, en un grave yerro al efectuar esta cita. Por este mismo incidente y por la amistad con que os distingo a vos, y mi esposa distingue a María de Cuéllar, tengo mayor interés en que la boda quede concertada, si bien diferida por algún tiempo; y esto es precisamente lo que os dice la novia en este billete que yo, el Almirante Gobernador, pongo en vuestras manos. Velázquez tomó el papel sin saber si debía objetar algo o dar las gracias; y Diego Colón dijo sonriendo: —Advertid que es cambio y no dádiva: devolvedme el otro de esta tarde. —Señor, yo… yo quisiera que lo dejarais en mi poder hasta mañana –replicó Velázquez. —De ningún modo, amigo mío: seamos buenos amigos, como yo lo deseo y os conviene –dijo el Almirante en tono enérgico y resuelto–. Dadme ese papel, pues qué ganáis en el cambio: si persistís en negármelo, yo lo habré de tomar sobre vuestro cadáver. —Señor –dijo Velázquez con altivez–, la amenaza es el único medio que podríais emplear para ser desobedecido, por quien, como yo, se honra con ser vuestro. —Oíd, Velázquez; ofrecí a María de Cuéllar llevarle ese papel, en señal de haberos entregado el de ahora. No se trata de sorprender ningún secreto, pues que yo sé que el tal billete sólo contiene sobre poco más o menos estas palabras: ¡ea!, memoria, ayúdame… Conviene que oigáis explicaciones mías sobre asunto que toca a vuestra dicha… ¿Es eso, Don Diego? –preguntó el Almirante interrumpiéndose. —Sí, señor; adelante –contestó Velázquez. —Pues prosigo: por tratarse de vuestra comenzada empresa esta noche os aguardo en el jardín, por la puerta que da al río… ¿Es esto? –volvió a preguntar Diego Colón. —Sí, señor –dijo sonriendo Velázquez–; con muy poca diferencia. Tiene Vueseñoría felicísima memoria; y en premio, aquí está el papel que deseáis. ¿Qué puedo yo negaros? Diego Colón se acercó a la luz del más próximo farol, desdobló el papel, y a un somero examen de la letra reconoció que era la prenda que deseaba rescatar. Tendió, pues, complacido la diestra a Velázquez diciéndole: —Podéis retiraros seguro de que no tenéis mejor amigo que yo: os lo probaré muy pronto. ¡Adiós! Y el Almirante se volvió con sus dos pajes por donde mismo había hecho su entrada en el jardín. Los soldados de la puerta del río desfilaron silenciosamente, dejando el paso tranco; y Mojica abandonó la penumbra donde estaba medio oculto, y acudió a reunirse con Velázquez, diciendo: —¡Vámonos, señor, cuanto antes: buen susto he tenido! Es una fortuna que el Almirante sea tan bonachón. —¡Nos hemos lucido! –le contestó Velázquez apesarado–. ¿Creéis que Grijalva habrá oído…? —Supongo que sí –replicó Mojica–, porque hablabais sin precaución, y yo por mi parte lo oí todo: no sé si será privilegio de mis grandes orejas. —Podrá ser –dijo maquinalmente Velázquez, dirigiéndose a la puerta. Pero antes de salir del redondel en que se hallaban, se les presentó bruscamente Grijalva, a quien juzgaban interesado en no dejarse ver de ellos. Velázquez llevó la mano a la empuñadura de su espada, sorprendido con la repentina aparición de su rival. —Escuchad, Don Diego –le dijo Grijalva conteniéndole con el ademán–; no se trata de eso. ¿Sabíais que yo amaba a Doña María de Cuéllar? —No, por cierto, joven –replicó Velázquez–. Me puse en actitud de defenderme porque no os reconocí al presentaros de repente… —Pues bien –replicó Grijalva–: sabed que yo amaba a esa dama; y os lo digo con esta sinceridad para tener derecho a ser creído en lo que voy a añadir; si ese papel que os ha entregado el Almirante, y cuya sustancia os ha referido según lo escuché desde aquel rincón, dice efectivamente lo que el Almirante os ha dicho, yo os ofrezco solemnemente, no sólo dejar de ser vuestro rival, sino serviros con mi persona, con mi espada y con mi aliento, como vuestro más obligado deudo. ¿Consentís en mostrármelo? Irresoluto, Velázquez volvió la vista a Mojica, que, comprendiendo que le pedía consejo, fue en su auxilio con estas palabras: —Creo que vale la pena y está muy puesto en razón lo que pide el caballero Grijalva, señor Don Diego. —Pues bien, leamos juntos, Don Juan –dijo Velázquez. Y los dos se aproximaron a un fan*l, seguidos de Mojica, que todo lo quería palpar y oler por sí mismo. Velázquez leyó en alta voz, mientras Grijalva devoraba los caracteres del papel con la vista. “Sabed, señor Don Diego –decía el billete– que no puedo ir en persona al jardín, como os había ofrecido. El objeto del llamamiento que os hice fue para pediros encarecidamente que en las vistas que celebraremos mañana, en presencia de mi padre, aplacéis para de aquí a un año nuestra concertada boda. Es un voto que tengo que cumplir en ese tiempo. Os agradeceré que así lo hagáis por amor mío. Soy muy respetuosamente vuestra prometida–María de Cuéllar”. —¡Bendita sea!– exclamó entusiasmado Mojica, que había leído el billete por entre los hombros de Grijalva y Velázquez. —¿Estáis satisfecho, señor Don Juan? –preguntó el último. —Sí –dijo con voz ahogada el infeliz Grijalva–; y os cumpliré lo que os tengo ofrecido. Vuestro soy. Velázquez le tendió afectuosamente la mano, y salió del jardín seguido de Mojica. Juan de Grijalva se dejó caer con profundo abandono sobre uno de los asientos, y se cubrió el rostro con ambas manos. Viéndole en aquella actitud, su amigo Don García de Aguilar, que efectivamente lo acompañaba, y se mantenía en observación al amparo del tupido cortinaje de verdura, acudió a él y le dijo con afectuosa solicitud: —Vamos, Grijalva, ¡ánimo! Cruel ha sido el desengaño; pero fácil te será consolarte con otro amor… Perdona, caro amigo; ni sé lo que estoy diciendo; pero mis labios, exentos de artificio, traducen, quizá torpemente, las inspiraciones de mi fiel amistad. Grijalva no contestó; se puso en pie, y a su vez salieron ambos jóvenes, triste y silenciosamente, del jardín de la Fortaleza.