La ambición deprava el ánimo, y como que se nutre a expensas de los demás afectos que exaltan y embellecen el corazón humano. Noble o rastrera; ya la excite un objeto grande y elevado, ya tomando el carácter vil de la avaricia sea provocada por un fin puramente sórdido y material, el primer efecto de la ambición es subordinar y avasallar a su imperio todos los sentimientos del hombre que llega a aceptarla como el móvil de sus acciones; arrollando sin piedad o abandonando con desdén cualquier consideración generosa que pueda servir de obstáculo a las aspiraciones preconcebidas. No era vulgar la ambición de Diego Velázquez, de muy temprano acostumbrado a empresas arduas, a cargos de representación e importancia. Había sido Velázquez, bajo el gobierno de Ovando, el verdadero fundador de las villas y poblaciones del Sud-Oeste de La Española; era el más rico de los conquistadores, y el que más renombre había adquirido como organizador y administrador de los territorios que su pericia y su esfuerzo habían pacificado en pocos meses. En rededor suyo, a su vista, Juan de Esquivel solicitaba del joven Almirante el cargo de poblar y gobernar la isla de Jamaica; Ponce de León, protegido del ex Gobernador Ovando, obtenía el gobierno de la bella isla de Puerto Rico; Alonso de Ojeda y Diego de Nicuesa organizaban en el puerto de Santo Domingo sus tan ruidosas cuanto desgraciadas expediciones al Continente; mientras que otros hombres de corazón igualmente intrépido y de imaginación ardiente, un Vasco Núñez, un Hernán Cortés y muchos más rumiaban en sus proféticos ensueños de gloria y de grandezas, proyectos inverosímiles, brillantes quimeras con que entretenían sus ocios, esperando la ocasión propicia para ejercitar su espíritu aventurero en las empresas que debían conducirles a la muerte, o al pináculo de la fortuna. ¿Había de permanecer Velázquez ajeno a este orden de ideas, conformándose con la fama y los laureles adquiridos, y dando por terminada su carrera como conquistador? Ni lo permitían sus años, que no llegaban a la edad madura, ni mucho menos el temple de su carácter, ya avezado a las emociones de la lucha, y a los goces del éxito, tan a propósito para desarrollar esa hidropesía del alma que se denomina la ambición. Era, pues, ambicioso Diego Velázquez, por más que, como acabamos de decir, sus pensamientos se alzaran a no vulgares esferas. Pero de cualquier modo, esa pasión bastaba para desnaturalizar los buenos impulsos del corazón de Velázquez, y el amor llegaba algo tarde a tocar a sus puertas. Fue esto una desgracia: si ese amor se hubiera enseñoreado como soberano de aquel pecho varonil, ahogando o excluyendo todo otro afecto que pudiera oponérsele, indudablemente la abnegación habría compartido su dominio, matando al nacer cualquier proyecto encaminado a destruir la felicidad de la hermosa e inocente María de Cuéllar. Pero el egoísmo despiadado estaba en vela, y la voz de las especulaciones positivas se dejó oír. Para eso estaba allí el odioso Pedro de Mojica, siempre astuto, siempre en acecho y a caza de favor o de lucro. Él tomó a su cargo combinar el amor y la ambición en los planes y proyectos de Velázquez. La posición, las riquezas del codicioso hidalgo estaban en juego; le era preciso asegurar la tutela de su sobrina Mencía, continuar con la provechosa administración de sus bienes patrimoniales: la influencia del comandante de Jaragua le interesaba por todo extremo; ¿qué le importaba lo demás? A todo trance quería granjearse un poderoso protector. Conoció a primera vista, con su mirada perspicaz y penetrante, la naciente pasión de Velázquez por María de Cuéllar: vio el partido que de este incidente podía sacar para sus intereses, e inmediatamente se puso en campaña con la actividad que lo caracterizaba. En pocos días improvisó estrecha amistad con Don Cristóbal, el Contador real, padre de la linda doncella; sedujo diestramente la imaginación del incauto viejo con la perspectiva de un enlace por todos títulos adecuado y ventajoso, entre la joven dama y un hombre de tan magnífica posición y carrera como era Don Diego; y consiguió, a fuerza de maña y artificio, la venia paterna y casi una comisión expresa para sondear los sentimientos de Velázquez y abrir camino a una negociación matrimonial. Así provisto de una facultad tan extensa, Mojica se fue en derechura a Velázquez, que le acordaba alguna distinción amistosa, y le dijo con familiar volubilidad: —Señor Don Diego: vuestra merced es rico; es valiente, bien reputado, de todos bien quisto, guapo mozo...; y sin embargo no es feliz. ¿Qué le falta para serlo? Lo que le faltaba a Adán cuando estaba solo en el paraíso; una compañera. —Puede que tengáis razón, Don Pedro —respondió Velázquez sonriendo. —Estoy segurísimo, señor —repuso Mojica—; y en vuestra mano está el remedio. Podéis hacer elección entre las bellas damas que rodean a la Virreina36 y yo os respondo que cualquiera que sea la escogida, será vuestra. —Voy a haceros ver, señor Mojica, que no es eso tan fácil como lo pintáis —dijo lentamente Velázquez—: mi elección está hecha; y sin embargo, la elegida no será mía: su corazón pertenece a otro. —¿De quién se trata, señor? —insistió con vivacidad Mojica—. Quiero ser vuestro confidente; soy todo vuestro, y de antemano os respondo del éxito de vuestras pretensiones. —Pues bien, amigo mío, os lo diré todo: hace días que suspiro por la bella, la hechicera, la divina María de Cuéllar: la amé desde el día que la vi por primera vez en la Fortaleza; pero ella ama a otro: su corazón pertenece a Juan de Grijalva; tengo de ello la triste certidumbre. —Tranquilizaos, señor; no es posible que ese mozalbete imberbe, sin nombre ni porvenir, sea el rival de un hombre como vos, ni se atreva a aspirar a la mano de la hija del Contador real, el mejor partido de toda La Española. Dejadme obrar, y os repito que Doña Maria de Cuéllar será vuestra esposa. —Sin embargo —objetó Don Diego—; yo no querría la mano de esa niña sin su corazón; y ya os dije que ella lo ha dado a ese mozalbete imberbe que os parece tan insignificante. —¿Qué decís? ¡Señor Don Diego! —exclamó con vehemencia Mojica—. A los diez y ocho años una niña no tiene voluntad seria, sino caprichos... ¿En qué fundáis vuestra creencia de que Grijalva sea el posesor afortunado del amor de esa joven? Tomad la mano y estad seguro de que, en pos de la mano, el corazón será vuestro. —Yo los he visto mirarse de un modo tan expresivo..., sonreír el uno al otro con aire tal de inteligencia, que... —insistió Don Diego como destilando las palabras, y en tono de vacilación y de duda, en el que evidentemente se notaba su deseo de ser derrotado por la vivaz argumentación de su interlocutor. —En suma —concluyó Mojica—; con un poco de astucia todo se arreglará, y por meras sospechas y aprensiones basadas en apariencias engañosas tal vez, no debéis renunciar a la posesión de la criatura más bella y agraciada de toda la colonia, y a la alianza de familia con un hombre como el Contador, cuyas riquezas, unidas a las vuestras, os han de hacer el más poderoso de todos los pobladores de Indias, poniéndoos en aptitud de levantar vuestro nombre a la esfera de los más celebrados en las historias... —Bien está, Mojica —interrumpió Velázquez con resolución—cedo a vuestra elocuencia. Si tan fácil os parece que Doña María llegue a ser mi esposa, os confío mi suerte; emplead los medios que vuestra discreción os sugiera como más oportunos, y logrado el éxito, contad con que no soy un ingrato. Así, el pacto quedaba hecho: los escrúpulos de delicadeza hacían lugar en el ánimo del enamorado Velázquez a la vanidad y a las especulaciones ambiciosas, que falseando su carácter, le habían de empeñar en una vía donde le aguardaban no pocas espinas y remordimientos. Desde aquel punto, la pretensión amorosa del comandante de Jaragua descendió a la categoría de un negocio: se calcularon fríamente las probabilidades en pro y en contra, se hizo cuenta de los obstáculos que podrían presentarse, y se trazó el modo de eliminarlos, arrollarlos o suprimirlos... Por supuesto, que Mojica, cuyo espíritu de intriga y travesura hacia de él un precioso confidente para casos tales, se calló lo que ya sabía sobre las excelentes disposiciones que abrigaba el padre de Doña Maria de Cuéllar respecto a Velázquez. En cambio, proveyó a todos los detalles del plan de campaña que tenía por objeto la conquista de la mano, con, o sin el corazón, de la interesante doncella.