Ya las sombras de la noche tendían su manto de gasa sobre los montes, y obscurecían gradualmente la llanura, cuando Higuemota, con su niña de la mano, regresaba de su paseo triste y reflexiva, habiéndola abandonado aquella fugaz entereza que acababa de ostentar en su brusca despedida de Guarocuya. Salió a recibirla en el dintel de la habitación el oficioso Don Pedro, quien, según su costumbre, le dirigió su más agradable sonrisa con un “buenas tardes, prima”; y tomó en seguida a la niña Mencía en sus membrudos brazos, prodigándole los más cariñosos epítetos. De repente, Don Pedro revolvió su mirada escrutadora en todas direcciones, y como hablando consigo mismo, hizo por lo bajo esta observación. —Pero ¡es extraño! ¿Dónde está ese rapaz de Guarocuya? Al oír este nombre, Doña Ana se estremeció, saliendo de la distracción de que no acertaba el intendente a sacarla con sus zalamerías y exagerados elogios a las gracias de la niña. El arte de mentir era totalmente desconocido a la sencilla y candorosa Higuemota; y así, ni siquiera intentó disimular su turbación al verse en el caso de explicar la ausencia de su sobrino. Por de pronto, comprendió la parte crítica de la situación, que hasta entonces no se había presentado a su poco ejercitaba perspicacia. No se le había ocurrido, al despedir a Guarocuya, que este incidente debía ser notado y ejercer alguna influencia en su posición respecto a la autoridad española. Estaba acostumbrada a mandar en su casa y en los que la rodeaban, con entera libertad, y la intervención de Mojica estaba tan hábilmente velada por formas afables y discretas, que apenas se hacía sentir, ni dejaba entender a la viuda que alguien pudiera tomarle cuenta de sus acciones. Su natural despejo, sin embargo, al oír el nombre de Guarocuya en los labios de Mojica, le advirtió que la situación salía de los términos ordinarios, y que el hecho de la desaparición del niño debía ofrecerse a interpretaciones enojosas. Vaciló un momento; repitió el nombre de su sobrino, y luego dijo con la mayor naturalidad: —Un hombre se lo llevó. —¡Se lo llevó! ¿A dónde? –repuso con extrañeza Don Pedro. —A ver a sus parientes de la montaña –contestó tranquilamente Doña Ana. —¿Sus parientes?… ¿Qué hombre es ese? –insistió vivamente Mojica, que encontraba gran motivo de alarma en esta aventura. Higuemota balbuceó algunas palabras ininteligibles, y ya entonces, perdiendo la serenidad real o fingida que hasta ese punto había conservado, se desconcertó visiblemente, y guardó silencio. Don Pedro también calló, y permaneció muy preocupado durante la cena, que se sirvió a breve rato. Una vez terminada ésta, rompió el tétrico silencio que había reinado en la mesa, y volvió a interpelar a Doña Ana, con acento de mal comprimido enojo, en los términos siguientes: —Preciso es, Señora Prima, que me digáis con toda franqueza adónde ha ido el niño Guarocuya, y quién se lo llevó. —Ya os he dicho que un hombre se lo llevó a la montaña –respondió con resolución la joven–; y creo que basta, pues no estoy obligada a daros cuenta de lo que yo hago. —Es verdad –dijo, conteniéndose trabajosamente Don Pedro–, mas yo debo estar al corriente de todas vuestra relaciones, para cumplir las obligaciones de mi cargo como es debido. —¿Soy yo prisionera acaso, y vos mi alcaide, señor? Decídmelo sin rodeos. —No, señora; pero debo dar cuenta de todo al Gobernador, y lo que está pasando es muy grave para que no se lo refiera con todos sus pormenores. Doña Ana reflexionó antes de dar respuesta; en la réplica de Mojica había una revelación; aunque rodeaba de respecto y señora de su libertad y de su casa, sus acciones estaban sujetas a la vigilancia de la autoridad, y podrían, al par que las de su infortunada madre, ser acriminadas hasta lo infinito, como trascendentales a la tranquilidad y al orden de la colonia. Además, Guaroa no podría ir muy lejos: hacía poco más de dos horas que se había despedido de ella; y cuatro jinetes bien montados podrían fácilmente, a juicio de la joven, darle alcance y traerle preso; y tal vez darle muerte, que todo podía ser. Estas consideraciones inspiraron a Doña Ana la contestación que debía dar a Don Pedro, que con la torva mirada fija en el rostro de la joven parecía espiar sus más recónditos pensamientos. —Señor primo –dijo Higuemota–, no hay nada malo en esto: nada que pueda ofender ni al Gobernador ni a nadie. Mañana os diré quién fue el que se llevó a Guarocuya, y dónde podréis encontrarlo. Don Pedro se conformó muy a su pesar con este aplazamiento; pero él también necesitaba madurar su resolución en una noche de insomnio, antes de dar paso alguno que pudiera comprometer y desbaratar todo el artificio de sus aspiraciones positivistas; y haciendo un esfuerzo, dirigió a su prima una horrible mueca con pretensiones de sonrisa afable, y se despidió de ella diciéndole: —Está bien; buenas noches, y mañana temprano me lo contaréis todo.