Todo el empeño de Diego Velázquez y su séquito por hacer con rapidez el viaje desde Vera Paz a Santo Domingo resultó inútil. El huracán, obstruyendo los caminos y engrosando las aguas de los ríos y torrentes, hizo sumamente penosas y lentas las jornadas de los viajeros, que al cabo de doce días llegaron a la capital molidos, hambrientos y muy despojados ya del lucimiento y gallardía con que salieron de Jaragua. Aposentóse Velázquez con su gente en una de las casas del Comendador Ovando, pues había hecho construir varias muy hermosas durante su gobierno. Hizo pasar respetuoso aviso de su llegada aquella misma tarde al nuevo Gobernador, pidiendo ser admitido a su presencia en la mañana del siguiente día, y excusándose de no hacer su visita de homenaje inmediatamente, por el mal estado de todo su equipaje. El Virrey contestó defiriendo a la demanda, y absolviendo a Velázquez de los rigores de la etiqueta oficial. Aquella noche se habló ampliamente de los recién llegados viajeros en los salones de la fortaleza, donde residía Don Diego Colón con toda su familia. Desde España venía sabiendo el joven Almirante cuánta era la importancia de Diego Velázquez en la colonia; como que éste y Juan Esquivel eran los tenientes de Ovando que sobresaliendo en habilidad y fortuna habían domado la fiereza de los indio! rebeldes de la isla, aunque con notoria diferencia en sus procedimientos; pues Velázquez, más sagaz y mejor político que Esquivel, había realizado la pacificación del Oeste haciendo todo lo posible por conservar la raza india; y en sus campañas de Bahoruco y Haniguayagua no había dado cabida a la ferocidad que desplegara el famoso capitán de la guerra de Higüey. Escuchaba el Almirante con vivo interés los informes que sobre todas aquellas personas, conocidas en La Española, le suministraba un señor anciano, de aspecto respetable por su blanca y luenga barba y fisonomía benévola. Era éste Don Francisco de Valenzuela, hidalgo y colono principal, que había pasado a la isla con el Descubridor en su segundo viaje, y avecindado en San Juan de la Maguana, donde poseía ricos hatos de ganado vacuno y caballar, se había mantenido fiel y consecuente amigo de la familia de Colón, en su buena como en su mala fortuna. Se hallaba en la capital casualmente, a la sazón que llegó el nuevo Gobernador. Habló de Diego Velázquez con encomio, y luego pasó revista uno por uno a los individuos más distinguidos de las comarcas meridionales y occidentales que acompañaban al vencedor de Guaroa y de Hatuey; intercalando en sus disertaciones sobre cada uno curiosas noticias relativas al estado de la isla y a los pasados sucesos. —Con el capitán Don Diego, decía, viene Valdenebro, uno de los dos caballeros que más corridos quedaron en la guerra de Higüey, cuando el primer alzamiento de Cotubanamá. Ni él ni su compañero Pontevedra volvieron a presentarse en esta ciudad desde aquel suceso, a consecuencia del cual se fue Valdenebro a vivir a la Maguana, y Pontevedra se embarcó para España, huyendo de la rechifla de sus compañeros de armas. Figúrense vuesas mercedes que esos dos hidalgos, muy preciados de valientes y diestros en toda suerte de esgrima, al comenzarse una facción en aquella guerra, estando los dos a caballo, vieron a un indio que estaba contemplándolos a campo raso, con aire desdeñoso y de desafío. —“Dejadme ir a matarle”, dijo Valdenebro a su amigo; y lanzó su caballo en la dirección del indio. Éste se enfrentó al jinete y le disparó una flecha, a tiempo que el castellano le atravesó el cuerpo con su lanza; y el herido, sin dar muestra de dolor, se corrió por la misma lanza hasta asir las riendas de manos de Valdenebro. Al verse éste sin su lanza, sacó la espada y también la metió por el cuerpo al indio, que de igual modo se la quitó de las manos, teniéndola envasada en el cuerpo: sacó entonces el caballero su puñal, y lo hundió en el pecho al indio, que se lo quitó de las manos igualmente, quedando Valdenebro completamente desarmado. Acudió Pontevedra, que veía el caso, a herir al prodigioso indio con la lanza, y punto por punto repitió el herido la proeza, quitando al segundo combatiente lanza, espada y puñal, y dejando a ambos desarmados y confusos a la vista de todo el campo castellano: el heroico indio, como si desdeñara tomar venganza de sus agresores, se retiró entonces con todas las armas que tan esforzadamente conquistó, y fue a caer exangüe entre los suyos, que le aplaudieron con entusiastas alaridos. Pocos instantes después rindió el espíritu, orgulloso y satisfecho. —Notable caso —dijo Don Diego Colón—; y valor digno de los mejores días de Esparta. Más, decidme: ¿no se averiguó el nombre de aquel bizarro higüeyano? —Se hicieron diligencias infructuosas. Supe el caso de boca del mismo capitán Esquivel, que deploraba la terquedad o estupidez de aquellos salvajes, de quienes nunca pudo obtener noticia sobre un nombre tan digno de eterna memoria. —Volviendo a Valdenebro, jamás ha podido consolarse de haber perdido feamente sus armas, a vista de los dos campos fronteros; ni había querido salir de la Maguana, adonde lo condujo su vergüenza, hasta ahora que, según acaba de decirme Don Diego Velázquez, ha conseguido éste vencer sus escrúpulos y reducirlo a que venga a besar las manos a los señores Virreyes. —Además, trae consigo el capitán Velázquez a un mozo notable por su despejo y travesura, llamado Don Hernando Cortés, que se incorporó a la comitiva en Compostela de Azua, donde reside ha más de cinco años desempeñando la escribanía de aquel Ayuntamiento. Es hombre de gran talento y que promete ser de mucho provecho, aunque manirroto, pendenciero a veces, y muy atrevido con las mujeres ajenas. Ejerce gran predominio en cuantos llegan a tratarle de cerca, y parece nacido con un sello de superioridad, como si toda su vida hubiera acostumbrado mandar a los demás. —También verán ustedes a un sujeto de cara y talle muy extraños, de ésos que vistos una vez no pueden olvidarse nunca. Este es un hidalgo que se ha enriquecido administrando los bienes de una señora india viuda de Hernando de Guevara...” —Conozco la viuda y la historia—interrumpió Diego Colón—: mí buen padre me recomendó mucho, al tiempo de morir, la protección de esa señora y su hija: Don Bartolomé de Las Casas me ha hecho saber interesantes pormenores de ese asunto, y de qué pie cojea el tal administrador, Mojica de apellido, si mal no recuerdo. —Precisamente. Pues entonces sólo me falta hablaros de un muchacho indio ahijado de Velázquez, que lo trae muy mimado, y tiene por nombre Enriquillo. —También tengo noticia de ese joven cacique, y lo veré con mucho gusto —repuso Don Diego —Me han dicho que es pariente de la viuda de Guevara, y que ambos pertenecen a la familia que reinaba en Jaragua. Deseo conocer esos lugares y la gente que los puebla, que se asegura es la más hermosa y distinguida de estos indígenas. Por lo que respecta a Enriquillo, Don Bartolomé dice que sus preceptores, los frailes franciscanos, escriben de él que su inteligencia extraordinaria hace honor a la raza india. Pronto lo veré por mí mismo, y compartiré gustoso con Velázquez la obligación de protegerle. —Me alegro de que tenga Usía tan buenas disposiciones para con él: ese muchacho, como el indio que desarmó a Valdenebro y Pontevedra, como Cotubanamá, y otros muchos, son la prueba más concluyente de que la raza indígena de estas regiones es tan aventajada en razón y facultades morales como cualquiera de las más privilegiadas de Europa o de Asia. —Lo creo como vos, señor Valenzuela —dijo gravemente Don Diego-, y me propongo proceder en mi gobierno con arreglo a tan juicioso y bien fundado dictamen.