Tres años habían transcurrido desde la muerte de Colón. Durante ese trienio, ningún suceso público que interese a nuestra narración hallamos en las crónicas e historias de aquel tiempo. Ovando continuó gobernando a la isla Española, y dando diversión a sus remordimientos—si algunos experimentaba por la ferocidad de sus pasados actos hacia los pobres indios—, en el ensanche y embellecimiento de la ciudad de Santo Domingo; en la construcción de templos y edificios piadosos, y en la fundación de diversas poblaciones, de las que algunas subsisten todavía, como son Puerto Plata y Monte Cristi, y otras han desaparecido sin dejar el menor rastro o vestigio de su existencia: esta última suerte cupo a Santa María de la Vera Paz. Allí prosperaba, más que ningún otro instituto de religión y utilidad pública, el convento de Padres franciscanos que tenían a su cargo la educación de los caciques del antiguo reino de Jaragua; y entre ellos, mimado y atendido más que ninguno, el niño Enrique. Varias causas concurrían a la predilección' de los reverendos frailes hacia el infantil cacique: en primer lugar, la gracia física y la feliz disposición intelectual del niño, que aprendía con asombrosa facilidad cuanto le enseñaban, y manifestaba una extraordinaria ambición de conocimientos literarios y científicos superiores a su edad. Todo llamaba su atención; todo lo inquiría con un interés que era la más sabrosa distracción de los buenos franciscanos. En segundo lugar, las ecomendaciones primitivas del Licenciado Las Casas, frecuentemente reiteradas en cartas llenas de solicitud e interés por el niño que había confiado a aquellos dignos religiosos, de quienes en cambio se había él constituido procurador y agente activo en la capital de la colonia, para todas las diligencias y reclamaciones de su convento ante las autoridades superiores; al mismo tiempo, que bajo la dirección de religiosos también franciscanos, hacia los ejercicios preparatorios para abrazar el estado eclesiástico, al que de veras se había aficionado por el hastío y repugnancia que le inspiraban las maldades que diariamente presenciaba. Por último, Diego Velázquez, teniente de Ovando en Jaragua, seguía por su parte atendiendo solícito al infante indio, y proveyendo con cariñosa liberalidad a todas sus necesidades, como si fuera su propio hijo; no dejando adormecer su celo en este punto las frecuentes misivas del eficaz y perseverante Las Casas, con quien tenía establecida la más amistosa correspondencia. De esta manera, Enrique recibía la mejor educación que podía darse en aquel tiempo: desde la edad de ocho años aprendía la equitación con el diestro picador que tenía a su cargo el hato de su padrino y protector, situado a media legua del convento. Dos años más tarde comenzó a ejercitarse en el arte de la esgrima, al que manifestaba la mayor afición; llegando poco tiempo después a merecer los aplausos del mismo Velázquez, cuya habilidad y maestría en la materia no reconocían superior. Para esta parte de la instrucción de Enrique estaban señalados dos días a la semana, en que el muchacho, discurriendo libremente hasta el hato, seguido de su fiel Tamayo, respiraba con placer el puro ambiente de los bosques. Sin embargo, cuando terminados sus ejercicios volvía por la tarde al convento, al cruzar por la cumbre de una verde colina que cortaba el camino, sus ojos se humedecían, y su semblante, contraído por un pesar visible, tomaba la expresión de la más acerba melancolía. Desde allí se divisaba la casita que había sido de Higuemota, la pradera y el caobo de los paseos vespertinos; y este recuerdo, hiriendo repentinamente la imaginación del niño, le infundía el sentimiento intuitivo de su no comprendida orfandad. Bien había preguntado a Las Casas primero, y a los frailes franciscanos después, por el paradero de Doña Ana y su tierna hija, habiéndose lisonjeado con la esperanza de volver a encontrarlas cuando el Licenciado le tomó consigo para regresar a Yaguana. Se le había dicho y se le repetía siempre que estaban en Santo Domingo, y que algún día se vería a su lado; y Las Casas, que de todo sabía sacar partido para el bien, le mandaba razón de ellas, estimulándole al estudio y a hacerse un hombre de provecho para que pudiera acompañarlas pronto y servirles de apoyo. Esta idea echaba naturalmente hondas raíces en el ánimo de Enrique, y es de creer que influyera mucho en su aplicación y en la temprana seriedad de su carácter. Entre los religiosos que con más placer se dedicaban a la noble tarea de cultivar la inteligencia de los educandos en el convento de Vera Paz, era fray Remigio el que obtenía la predilección de Enrique, y el que con más infatigable paciencia contestaba a sus innumerables preguntas, y resolvía cuantas cuestiones proponía el niño. El padre Remigio era un religioso natural de Picardía en Francia, y su ciencia y la santidad de su vida lo hacían justamente venerable para sus compañeros, que lo trataban con tanto más respeto que al buen superior de la comunidad. En cuanto a éste, era un fraile muy anciano y taciturno, de quien se decía que en el siglo había sido un personaje rico y poderoso; lo que nada tenía de extraño, pues era muy frecuente en aquellos tiempos que príncipes y grandes señores acudieran a encerrar en el claustro, como a un puerto de refugio, la nave de su existencia, combatida y averiada por las borrascas de la vida; o a explicar acaso con las mortificaciones ascéticas algún crimen sugerido por la ambición y las demás pasiones mundanas. Este padre superior conservaba de su real o conjeturada grandeza pasada una afición decidida al estudio de la Historia, y su rostro melancólico y adusto sólo se animaba con la lectura que en las horas del refectorio hacían por turno los jóvenes educandos, de algunos de los altos hechos de la antigüedad griega y romana; alternando con trozos de la Sagrada Escritura, que de rigor estaba prescrita por la regla conventual. Cuando la vez tocaba al joven Enrique, era fácil observar la profunda impresión que en su ánimo causaban los rasgos de abnegación, valor o magnanimidad. Mientras que los demás niños escuchaban con igual indiferente distracción las animadas narraciones de Quinto Curcio, Valerio Máximo, Tito Livio y otros célebres historiadores, el precoz caciquillo del Bahoruco sentía los transportes de un generoso entusiasmo cuando leía las proezas ilustradas en aquellas páginas inmortales. Fray Remigio usaba de este medio como el más a propósito para inculcar en el alma de sus alumnos el amor al bien y la virtud. Había un episodio histórico que conmovía profundamente a Enrique, y sobre el cual prolongaba sus interminables interrogatorios, al paciente profesor. Era la sublevación del lusitano Viriato contra los romanos. ¿Cómo pudo un simple pastor, al frente de unos hombres desarmados, vencer tantas veces a los fuertes y aguerridos ejércitos romanos? ¿Quién enseñó a Viriato el arte de la guerra? ¿Por qué el general romano no lo desafió cuerpo a cuerpo, en vez de hacerlo matar a traición? Estas preguntas y otras muchas por el estilo formulaba aquel niño extraordinario; y el buen padre Remigio, entusiasmado a su vez, las satisfacía con el criterio de la verdad y de la justicia, depositando en el alma privilegiada de su discípulo gérmenes fecundos de honradez y rectitud. De tan plausibles progresos intelectuales y morales se complacía el sabio preceptor en dar cuenta minuciosa, con harta frecuencia, a sus amigos el Licenciado Las Casas y Diego Velázquez. En todas las acciones del joven cacique se reflejaban los nobles sentimientos que tan excelente educación iba desarrollando en su magnánimo pecho. Manso y respetuoso para con sus superiores, compasivo para todos los desgraciados, sólo llegaba a irritarse cuando en su presencia era maltratado algún condiscípulo suyo por otro más fuerte; o cuando veía azotar algún infeliz indio, sobre el que al punto ejercía la protección más enérgica y eficaz, increpando la dureza del injusto agresor, y, en los casos extremos, acudiendo a las vías de hecho con la valentía de un halcón. Siendo considerado por todos como sí fuera hijo de Diego Velázquez, que gobernaba por delegación casi absoluta de Ovando aquella dilatada comarca, el celo impetuoso, y a veces imprudente, del audaz jovencito, en vez de proporcionarle riesgos y enemistades, le granjeaba el respeto de los opresores, que, admirando tanta energía en tan pocos años, acataban sus reproches llenos de razón y dictados por un espíritu de justicia y caridad. Mojica, a quien hemos olvidado un tanto, iba también al convento una vez por semana a visitar a Enrique, a quien manifestaba mucho afecto por lisonjear a su padrino, el teniente gobernador. Una vez que fue a la capital, con objeto de rendir las cuentas de su mayordomía, volvió con recados de Doña Ana y algunos regalillos para el muchacho, que desde entonces sintió borrarse la antipatía que le inspiraba el meloso hidalgo. Este era buen músico, tañía la guzla morisca con mucha habilidad, y llevó su complacencia hasta dar su amiguillo, como llamaba a Enrique, varias lecciones que fueron pronto y bien aprovechadas. Sin embargo, habiendo oído un dia al escudero de Diego Velázquez ejecutar en la trompa de caza un aire marcial, Enrique se aficionó a este instrumento que en poco tiempo tocaba con singular maestría, dándole la preferencia sobre el laúd árabe. Por más que parezcan triviales todos estos pormenores sobre el que primitivamente se llamó Guarocuya, ninguno de ellos es indiferente para el curso de nuestra narración; pues según los testimonios históricos de más autoridad, este esmero con que era educado el infante indio, en los días de la adversidad debía hacer más dolorosa ni feliz condición. Así creemos justificada la amplitud que nos hemos complacido en dar a este capitulo.