Las Casas por su parte, no estando ya retenido en la capital por el noble interés de ayudar a Méndez en su ardua empresa de hacer entrar en razón al Comendador, pidió a éste licencia para ir a Higüey a compartir los trabajos de la expedición contra los indios sublevados. Bien recordó Ovando la solicitud idéntica que le hizo el Licenciado en Jaragua, cuando quiso asistir a la guerra del Bahoruco; pero esta vez estaba completamente seguro de que los esfuerzos caritativos de Las Casas serían estériles, y que sus sanguinarias instrucciones a Esquivel tendrían puntual ejecución al pie de la letra. Por consiguiente, concedió de buen grado y con sarcástica sonrisa la licencia que se le pedía, contento en su interior de los trabajos que el generoso joven iba a arrostrar en Higüey, para recoger el amargo desengaño de que nadie le hiciera caso. Efectivamente, Las Casas no hizo en aquella guerra de devastación y exterminio sino el papel, nada grato para su compasivo corazón, de espectador y testigo de las más sangrientas escenas de crueldad, contra las que en vano levantaba su elocuente voz para evitarías o atemperar el furor implacable de Esquivel y sus soldados. Todo se llevó a sangre y fuego: la espada y la horca exterminaron a porfía millares y millares de indios de todas clases y s**os. Inútilmente se ilustró aquella raza infeliz con actos de sublime abnegación inspirados por el valor y el patriotismo. El caudillo español, con sus cuatrocientos hombres cubiertos de acero, y algunas milicias de indios escogidos en la sumisa e inmediata provincia de Icayagua, no menos valerosos y aguerridos que los higüeyanos, todo lo arrolló y devastó en aquel territorio, que ofrecía además pocas escarpaduras inaccesibles y lugares defendidos. El jefe rebelde Cotubanamá, cuya intrepidez heroica asombraba a los españoles, reducido al último extremo, habiendo visto caer a su lado a casi todos sus guerreros, se refugió en la isla Saona, contigua a la costa de Higüey; permaneció allí oculto algunos días, y al cabo fue sorprendido y preso por los soldados de Esquivel, a pesar de la desesperada resistencia que les opuso. Conducido a Santo Domingo, no valió la empeñada recomendación de su vencedor, movido sin duda por un resto de la antigua amistad que profesaba al valeroso cacique, para que se le perdonara la vida; y el inexorable Ovando lo hizo ahorcar públicamente. Las Casas había regresado a la capital, no bien terminó la campaña, con el alma enferma y llena de horror por las atrocidades indecibles que había presenciado en la llamada guerra de Higüey. —Buenas cosas habréis visto, señor Las Casas—dijo el Comendador con cruel ironía al presentársele el Licenciado. —Ya las contaré a quien conviene—respondió el filántropo. — ¿A quién?—repuso altivamente Ovando. — ¡A la posteridad!—replicó mirándole fijamente Las Casas.