Diego Velázquez recibió la terrible orden del Gobernador cuando menos la esperaba. Inmensa pesadumbre embargó su ánimo al ver que había incurrido en el enojo de su jefe; y atento sólo a desagraviarle, puso en pie su gente, y al favor de la luna entró otra vez en las montañas, muy de madrugada, en busca de Guaroa y los demás indios que aún no se le habían sometido personalmente. El capitán español llevaba guías indios expertos, a quienes se había ofrecido una gran recompensa si se lograba capturar a los alzados, prometiéndose a dichos guías que no se quería otra cosa que apoderarse de aquellos obstinados rebeldes, para tratarlos tan bien como a los que se habían presentado voluntariamente. Creyeron los pobres indios esta engañosa promesa, juzgando por su propia experiencia la bondad y mansedumbre de Velázquez y sus soldados; y a las tres horas de marcha advirtieron al jefe español que habían llegado al pie de la montaña que servía de albergue a Guaroa. Amanecía plenamente: de los ranchos o cabañas cubiertas de ramas de árboles, que servían de viviendas a los confiados y perezosos indios, se escapaba ese humo azulado y leve que denuncia los primeros cuidados con que el hombre acude a las más imperiosas necesidades de su existencia: algunos vagaban con aire distraído alrededor de la ranchería, o yucuyagua, llevando en la boca el grosero túbano. Distinguías e a primera vista la figura escultural de su caudillo, que abismado en honda meditación se reclinaba, con el abandono propio de las grandes tristezas, en el tronco de un alto y robusto córvano, de cuya trémula copa, que el sol hacia brillar con sus primeros rayos, enviaba el ruiseñor sus trinos a los ecos apacibles de la montaña: los árboles, meciendo en blanco susurro el flexible follaje, respondían armónicamente al sordo rumor del mar, cuyas olas azules y argentadas se divisaban a lo lejos desde aquellas alturas, formando una orla espléndida al extenso y grandioso panorama. Avenase con tan magnífica escena aquella quietud, aquel absoluto descuido de los indios: es de presumir que, cerciorados por sus espías de que no se había hecho daño alguno a los presentados por Las Casas, los rezagados estuvieran meditando llevar también a efecto su completa sumisión, y de aquí provinieran su confianza y negligencia. De improviso, el estridente sonido de un clarín rasgó los aíres, partiendo de un ángulo de la meseta; y apenas se hubo extinguido la última nota de su bélica tocata, otro clarín y otro contestaron desde los dos ámbitos opuestos, apareciendo por los tres puntos a la vez la hueste española, precedida del fragor de sus arcabuces, del áspero ladrido de sus perros de presa, y al grito en Granada poco antes glorioso, de ¡cierra España! intempestivo y profano en aquel monte, cargando con ciega furia a salvajes inofensivos e indefensos. Atónitos, sorprendidos y aterrados los infelices indios con la brusca acometida de los guerreros españoles, prorrumpieron en clamores lastimeros y trataron de huir; pero la muerte les salió al paso por todas partes en el filo de los aceros castellanos: la sangre de las víctimas enrojeció el suelo: el incendio no tardó en asociarse a la obra de exterminio, y las pajizas cabañas, convertidas en ardiente hoguera, abrazaron los cuerpos de los que, paralizados por el terror, permanecieron a su pérfido abrigo: los que, medio chamuscados ya, huyeron del fuego, rematados por el furor de los hombres, y sólo consiguieron una muerte más pronta en las puntas de las lanzas. Por todo aquel campo reinaba la desolación y el estrago. Un guerrero indio, sin embargo, uno solo, hizo frente con ánimo varonil a la ruda embestida de los desatados agresores, y esgrimiendo una fulgurante espada castellana sorprendió a su vez, por el extraordinario arrojo y la fuerza de sus golpes, a los soldados, que no esperaban hallar un ánimo tan brioso en medio de tantos consternados fugitivos, un león formidable entre aquellos tímidos corderos. Tres muertos y cinco heridos yacían en tierra, al rigor de los golpes del bizarro indio, y los soldados cargaban nuevamente sobre él, resueltos a exterminarlo, cuando una voz imperiosa los contuvo, diciendo: — ¡Teneos! ¡No le matéis! Era Diego Velázquez, que acudía con la espada desnuda. Desde lejos había visto al denodado combatiente defender su vida del modo heroico que se ha dicho; y su índole generosa volvió a preponderar, inspirándole el deseo de salvar aquel valiente. —Ríndete —le dijo-; y yo seré tu amigo, y nadie te hará mal. — ¿Quién cree en tus palabras? —contestó con desprecio Guaroa (que no era otro el esforzado indio>—. Cuando nos habías ofrecido la paz, y contábamos con ella, vienes con los tuyos a asesinarnos a traición: ¡sois falsos y malvados! —¡Ríndete! —repuso Velázquez, haciendo un rápido movimiento de avance, y dirigiendo la punta de su espada al pecho de Guaroa. Este retrocedió vivamente, descargando al mismo tiempo un tajó furioso que el capitán español paró con magistral habilidad. El combate se trabó entonces entre los dos, no permitiendo el caballero Velázquez que ninguno de los suyos le ayudara. Llovían las cuchilladas de Guaroa como atropellado granizo; pero todas se estrellaban en el arte y la imperturbable sangre fría de su adversa- río, el cual cien veces pudo atravesar el corazón del impetuoso indio, pero no aspiraba sino a desarmarlo; como lo consiguió al cabo, mediante un diestro movimiento de desquite. Precipitóse Guaroa a recobrar su espada, y habiéndose adelantado a impedírselo un español, el contrariado guerrero sacó la daga que llevaba pendiente de la cintura, y después de haber hecho ademán de herir con ella al que estorbaba su acción, viéndose cercado por todas partes, se la hundió repentinamente en su propio seno. ¡Muero libre! dijo; y cayó en tierra exhalando un momento después el último suspiro. Así acabó gloriosamente, sin doblar la altiva cerviz al yugo extranjero, el noble y valeroso Guaroa; legando a su linaje un ejemplo de indómita bravura y de amor a la libertad, que había de ser dignamente imitado en no lejano día. El caudillo español, movido a respetuosa compasión ante aquel inmerecido infortunio, derramó una lágrima sincera sobre el cadáver del jefe indio, al que hizo dar honrosa sepultura en el mismo sitio de su muerte. La semilla del bien, depositada por el ilustre Las Casas en el ánimo de Diego Velázquez, no podía ser ahogada, y comenzaba a germinar en aquel joven militar, de índole bondadosa, aunque extraviada por las viciosas ideas de su tiempo, y por los hábitos de su ruda carrera.