En medio de la pura alegría que experimentaba el capitán español, saboreando el insólito placer de practicar el bien, y de convertir en misión de paz y perdón su misión de sangre y exterminio, una inquietud secreta persistía en atormentarle. Las instrucciones que Ovando le remitiera a Lago Dulce eran tan terminantes como severas. El riguroso Gobernador sólo había previsto un caso: el de forzar a los indios en sus posiciones; perseguirlos sin tregua ni descanso, y castigar ejemplarmente a todos los rebeldes. Nunca admitió la hipótesis de una rendición a partido, ni menos de una gestión pacífica por parte de su teniente. Esto último, en las ideas dominantes de Ovando, no podía ser considerado sino como una monstruosidad. Los naturales o indígenas eran numerosos; los españoles, aunque armados y fuertes, eran muy pocos, y su imperio sólo podía sustentarse por un prestigio que cualquier acto de clemencia intempestiva había de comprometer. Este era el raciocinio natural de los conquistadores, y Diego Velázquez estaba demasiado imbuido en la doctrina del saludable terror para poder sustraerse al recelo de haber cometido, al transigir con los indios, una falta imperdonable en el concepto del Gobernador. Las Casas, a quien comunicó sus escrúpulos, le tranquilizó con reflexiones elocuentes, sugeridas por su magnánimo corazón; y tal era su confianza en que Ovando no podría menos de darse por satisfecho del éxito obtenido con los rebeldes, que se ofreció a llevarle personalmente la noticia, aún no comunicada por el indeciso Velázquez. El expediente pareció a éste muy acertado; escribió sus despachos al Comendador en términos breves, refiriéndose absolutamente al relato verbal que de los sucesos debía hacer Las Casas. Partió, pues, el buen Licenciado contento, y seguro de dejar en pos de sí la paz y la concordia en vez de la desolación y los furores de la guerra. De acuerdo con Velázquez se llevó a Tamayo y al niño, a fin de que no se demorara el bautizo de éste: Velázquez reiteró su propósito de proteger al agraciado caciquillo, sintiendo que el deber le privara de servirle de padrino en el acto de recibir la iniciación en la fe del Cristo. Hizose la travesía por mar con próspero tiempo y muy en breve. Tan pronto como puso el pie en la ribera de Yaguana, acudió el celoso Licenciado a la presencia de Ovando, a cumplir su comisión. Fue recibido, con perfecta cortesía por el Comendador, quien de veras le estimaba; pero en la reserva de su actitud, en el ceño de su semblante, echó de ver Las Casas que no era día de gracias. Efectivamente, Ovando estaba de pésimo humor, porque hacía dos días que el heroico y honrado Diego Méndez, el leal amigo del Almirante Don Cristóbal Colón, había llegado a Jaragua, enviado por el ilustre descubridor desde Jamaica, en demanda de auxilios por hallarse náufrago y privado de todo recurso en aquella isla. El viaje de Méndez y sus cuatro compañeros, en una frágil canoa desde una a otra Antilla, tiene su página brillante y de eterna duración en el libro de oro del descubrimiento, como un prodigio de abnegación y energía. Ovando, resuelto a no suministrar los socorros pedidos, sentía sin embargo dentro del pecho el torcedor que acompaña siempre a las malas acciones, a los sentimientos malignos. Mordíale como una serpiente el convencimiento de que su proceder inicuo, abandonando a una muerte cierta al grande hombre y a sus compañeros en la costa de un país salvaje, le había de atraer la execración de la posteridad. La presencia de Méndez, el acto heroico llevado a cabo por aquel dechado de nobleza y fidelidad, era a sus propios ojos un reproche mudo de su baja envidia, de su menguada y gratuita enemistad hacia el que le había dado la tierra que pisaba y la autoridad que indignamente ejercía35. En medio de esta mortificación moral y de tan cruel fluctuación de ánimo le halló Las Casas cuando fue a darle cuenta de la pacificación del Bahoruco, y así predispuesto contra todo lo bueno, vio en la benéfica intervención del Licenciado y en la clemencia de Diego Velázquez el más punzante sarcasmo, la condenación más acerba de sus malos impulsos, y por lo mismo una violenta cólera se apoderó de él, estallando como desordenada tempestad. — ¿A esto fuisteis, señor retórico, al Bahoruco? — dijo encarándose con Las Casas— ¿Qué ideas tenéis sobre la autoridad y el servicio de sus Altezas los Reyes? ¿Habéis aprendido en vuestros libros a ir como suplicante a pedir la paz a salvajes rebeldes, a gente que sólo entiende de rigor, y que de hoy más quedará engreída con la infame debilidad que ha visto en los españoles? ¡Esto es fiar en letrados! ¡Oh! Yo os aseguro que no me volverá a acontecer; y en cuanto a Velázquez, ya le enseñaré a cumplir mejor con las instrucciones de sus superiores. —Señor Gobernador —dijo en tono firme Las Casas—, Diego Velázquez no tiene culpa alguna: prestó el crédito que debía a mis palabras, a la recomendación con que Vuestra Señoría se sirvió honrarme; y sea cual fuere el concepto que os merezcan a vos, hombre de guerra, mis letras y mis estudios, ellos me dicen que lo hecho, bien hecho está; y sólo el demonio puede sugeriros ese pesar y despecho que demostráis porque se haya estancado la efusión de sangre humana. —Retiraos en mal hora, Licenciado —repuso el irritado Gobernador—, y estad listo para embarcaros para Santo Domingo mañana mismo. ¡No hacéis falta aquí! Las Casas se inclinó ligeramente, y salió con paso tranquilo y continente sereno. En cuanto Ovando quedó solo, escribió una vehemente carta a Diego Velázquez, reprendiéndole por haberse excedido de sus instrucciones, y ordenándole que sin demora se pusiera en campaña para exterminar los indios que hubieran permanecido alzados. Un correo llevó aceleradamente esta carta a Pedernales, atravesando las montañas. El mismo día, Las Casas condujo al niño Guarocuya al naciente convento de Padres Franciscanos, un vasto barracón de madera y paja que provisionalmente fue habilitado por orden de Ovando en la Vera Paz, mientras se construía el monasterio de cal y canto. Los buenos franciscanos recibieron con grandes muestras de amistad a Las Casas, y gustosos se encargaron del niño con arreglo a las recomendaciones del Licenciado, hechas por sí y a nombre de Diego Velázquez, quien proveería a todas las necesidades del caciquillo. En el mismo acto procedieron a administrarle el bautismo, y, por elección de Las Casas, se le impuso el nombre de Enrique, destinado a hacerse ilustre y glorioso en los an*les de La Española. Tamayo quedó también en el convento al servicio del caciquillo, a quien amaba con ternura. Cumplidas estas piadosas atenciones, el Licenciado Las Casas hizo sus cortos preparativos de viaje, y al amanecer del siguiente día, impelida su nave por las auras de la tierra, se alejó de aquella costa siempre hermosa y risueña, aunque manchada con los crímenes y la feroz tiranía del Comendador Frey Nicolás de Ovando.