Cuando la nave que conducía a Cristóbal de Cuéllar y su hija aportó a Las Palmas encontrábase Diego Velázquez todavía en Santiago de Cuba. Llevóle allá un correo los pliegos que le anunciaban tan fausta nueva, y enterado de ella el afortunado caudillo, reunió a los capitanes y principales caballeros que de ordinario le acompañaban, diciéndoles jovialmente: —¡Ea, amigos míos! Llegó mi día. Enjaezad inmediatamente vuestros caballos, y preparaos a acompañarme esta misma tarde a Puerto Santo,81 donde es llegada mi prometida novia. Todos estáis invitados a mis bodas. Estas razones fueron recibidas con alborozo y vítores de todos los circunstantes, excepto un joven caballero, que a tiempo que Velázquez recibía los plácemes de los demás, se inmutó visiblemente, y fue a sentarse en un sitio apartado. Velázquez observó aquella turbación, y supo desde luego a qué atribuirla. Adelantóse hacia el joven, y tendiéndole con franco ademán la diestra le dijo: —Vos, señor Juan de Grijalva, ¿no me felicitáis? Ved que os tengo por buen amigo mío. —Perdonad, señor –contestó Grijalva reponiéndose–; os deseo todo género de felicidades, y pido ocasiones de probaros mi amistad. —Ya se os ofrece una –replicó vivamente Velázquez–. Mientras que todos estos caballeros van a holgar conmigo en mis bodas, vos, Grijalva, quedaréis aquí con todos los afanes y cuidados del mando, que os confiero y delego en mi ausencia. Ved que no es corto el sacrificio que os impongo. —Yo lo acepto con reconocimiento, Don Diego: dejadme vuestras instrucciones. —Se reducen a esta consigna, amigo Don Juan: orden y actividad. Orden, en que toda la gente que quedáis gobernando cumpla cada cual con su deber. Actividad en que las obras públicas continúen sin interrupción; especialmente la casa de gobierno, el almacén para víveres, la fortaleza del puerto y la construcción de las pequeñas embarcaciones para explorar los ríos. —Espero que quedaréis complacido, señor Don Diego –dijo Grijalva con acento humilde y melancólico. Velázquez lo miró fijamente, y le estrechó otra vez la mano. Después, como herido de una idea repentina, se dirigió a Las Casas: —Mucho gusto tendría, padre Las Casas, en que vos fuerais quien me diera la bendición nupcial, pero nadie como vos sabe atraer y sacar partido de estos indios. Renuncio, pues, a mi deseo, y os ruego que permanezcáis aquí ayudando con vuestros consejos al señor Juan de Grijalva. —Con toda el alma, señor –contestó Las Casas–: me place infinito el arreglo, y no quedaréis por ello menos bien casado. Rogaré al cielo por vuestra dicha. Y dos horas más tarde Velázquez corría a caballo, seguido de Cortés, Narváez, y casi todos los hidalgos de la colonia, en dirección a Baracoa.