Ya estaba también en Cuba el padre Las Casas, después de haber pasado de propósito por la Maguana, donde permaneció una semana en compañía de sus amigos, al dirigirse a Salvatierra, que era el punto de embarque para todos los rezagados de la expedición de Velásquez, y en el que se acopiaban los repuestos de animales, vitualla y otros elementos necesarios para la colonización de la grande antilla occidental. En este tránsito y visita del sacerdote, Enriquillo tuvo doble causa de satisfacción: una fue la presencia de su amado protector, y otra ver a Tamayo en su séquito, y saber que el padre Las Casas llevaba la intención de dejárselo viviendo en la Maguana, confiado al señor de Valenzuela. Cordialmente reconciliado con el padre Espinal, que se había vuelto a su convento desde España, a poco de haberle convertido fray Antonio de Montesino a la buena causa. Las Casas pidió y obtuvo del contrito superior de los franciscanos que le entregara a Tamayo como prenda de paz, ya que había sido el motivo de la pasada desavenencia. Quiso el filántropo templar con este consuelo a Enriquillo el pesar de la despedida, que muy grande lo manifestó el sensible joven. —Os vais –dijo a Las Casas tristemente–, y quizá no volveré a veros nunca, padre y señor mío. Voy a quedar sin saber cómo… Cuando mi prima acabe de crecer ¿quién va a hacer por ella y por mí lo que vos haríais? ¿Quién cuidará de que se cumpla la voluntad de mi tía Higuemota? —No veo causa para esa aflicción, hijo mío; –contestó el sacerdote:– ¿Qué dudas, quedando aquí mi amigo Don Francisco y allá en Santo Domingo los señores Virreyes? Cuba tampoco está lejos, y presiento que más de una vez has de volver a verme por acá, antes de que llegue la época de tu matrimonio. —Bien quisiera ir yo con vos mientras tanto –dijo Enriquillo. —¿Piensas lo que dices? –replicó Las Casas–. ¿No me ha dicho en tu presencia Don Francisco que ya tú entiendes más que él mismo de sus notas y sus cuentas como de los indios que le están encomendados, y que sin ti no sabría cómo valerse, porque su hijo no lo ayuda? —He aquí, señor –repuso Enriquillo–, que me sucede una cosa extraña con el señor Andrés. El no me da motivo de queja; me muestra amor, y siento que su padre le vitupere su negligencia, y siempre le ponga por ejemplo mi conducta, dándole en ojos conmigo. —¿Temes acaso que Andrés se resienta y tenga celos de ti? –preguntó Las Casas. —Os diré, señor. Hace pocos días que elogiando mi actividad, como acostumbraba, acabó por mirarme riéndose de un modo singular, y me dijo: ”Creo que mi padre te quiere más que a mí, y que si puede, te dejará al morir todo lo suyo, y aun a mí de criado para servirte”. Esta chanza me apesadumbró, y desde entonces tengo la idea de que Don Andrés no me mira bien. —Tal vez –respondió pensativo Las Casas–; pero tú sigue siendo bueno, cumple tus deberes; sé humilde y manso de corazón, y deja lo demás a Dios. El mismo día siguió viaje Las Casas, y embarcándose poco después en Salvatierra pasó sin novedad a Santiago de Cuba, donde a la sazón se hallaba Diego Velázquez. Pronto echó de ver con dolor profundo el engaño que había padecido contando hallar en el conquistador de Cuba al antiguo pacificador del Bahoruco, dócil a sus buenos consejos y accesible a los impulsos humanitarios. En vano trató de templar la crueldad con que procedían los conquistadores en Cuba, representándose a cada instante en aquel nuevo teatro de horrores las escenas más reprochables y odiosas. Aquellos hombres endurecidos y engreídos no le hacían caso, y se complacían en burlar su intervención caritativa, siempre que se trataba de arrollar y reducir a lo que llamaban perros infieles. Velázquez se inclinaba todavía alguna vez a obedecer las piadosas inspiraciones de su buen consejero, y las trasmitía en las órdenes e instrucciones que daba a sus subalternos; pero obrando éstos a distancia de su jefe, se extralimitaban constantemente, bajo fútiles pretextos, en el cumplimiento de lo que les era mandado; y aunque Las Casas acudía exasperado a reclamar contra los desafueros, sus quejas se estrellaban en la escasa rectitud del gobernante, que por debilidad verdadera y so color de razón política disimulaba cuidadosamente su disgusto a los infractores, y se abstenía de castigarlos: con esto crecían las crueldades y los desórdenes, referidos por el severo cuanto verídico Las Casas, en páginas que pueden ser consideradas como el mayor castigo de aquellos malvados, y el mejor escarmiento para los tiranos de todas las edades.