Velázquez concluyó rápidamente sus preparativos en el Oeste. Reunió la gente expedicionaria, como trescientos hombres, con los bastimentos necesarios, en el puerto de Salvatierra y se embarcó para Cuba, en noviembre de 1511, llevando a Hernán Cortés y Andrés de Duero como secretarios. Aportaron cerca del cabo Maisí, en un puerto que llamaron de las Palmas o Puerto Santo. Allí, apenas pusieron el pie en tierra, fueron enérgicamente hostilizados por el esforzado Hatuey, cacique haitiano de los que más porfiadamente resistieron a Velázquez en la Guahaba, y una vez vencido pasó a Cuba, donde todos los comarcanos de Maisí lo aceptaron como jefe y señor, reconociendo su valor y superioridad en todos sentidos. Hatuey había conseguido infundir en los indios cubanos su propia intrepidez y el odio inmenso en que ardía su corazón al recuerdo de sus pasados infortunios, y de la implacable fiereza con que lo habían acosado los conquistadores de su patria. Precavido y alerta, supo anticipadamente la expedición de los castellanos a Cuba, por los espías que a él llegaban de la Española; y así, Velázquez lo encontró bien apercibido a la defensa. Dos meses, día, por día combatieron valerosamente los indios contra sus invasores, y al cabo, no pudiendo resistir las armas de éstos, se refugiaron en las montañas, donde continuó la persecución por bastante tiempo aún. En el intervalo, Velázquez escribió a Esquivel dándole noticias de la empresa que traía entre manos, y solicitó de él alguna gente. Volaron allá, ganosos de riquezas y aventuras, muchos hombres de armas de los que habían acabado con Esquivel la pacificación de Jamaica; mandábalos el acreditado capitán Pánfilo de Narváez, y con él fue también nuestro bien conocido y un tanto olvidado Juan de Grijalva, que se creyó en la obligación de asistir con los primeros a su antiguo rival, según se comprometiera a hacerlo en aquella noche funesta, que imprimió decisiva huella en su vida y su destino. Llegaron algo tarde a Cuba para combatir al valiente y desgraciado Hatuey, que acosado de breña en breña fue capturado al fin, y por no encontrarse en la otra vida con sus verdugos, según lo dijo al fraile que le prometía la celeste aventura, se negó a recibir el bautismo, y lo condenaron como impenitente a ser quemado vivo. Se ve que comenzaba temprano a declinar la bondad de Diego Velázquez, y que la corrupción minaba ya los sentimientos que le habían captado la amistad de Las Casas, como este mismo hubo de notarlo en justa acritud en sus inmortales narraciones históricas. Libre ya completamente Velázquez del escaso cuidado que le daban los indígenas de Cuba, espantados por la muerte del caudillo haitiano, convirtió su atención al objeto que le era favorito, de fundar ciudades, y planteó con grande eficacia y regularidad sus primeros establecimientos de Baracoa, nombre indígena del sitio a que abordara con su gente cuando llegó de la Española, y que denominó, como dejamos dicho, Puerto Santo o de las Palmas. Dirigióse después a reconocer otros puntos de la isla, con el fin de elegir el más adecuado para fundar la ciudad capital de la colonia; y este honor cupo al que favorecido por la naturaleza con una prolongada y hermosa bahía, lleva el nombre de Santiago de Cuba, en honor del apóstol patrón de España, que lo era también del fundador. En medio de sus trabajos y ocupaciones como tal, juzgó Velázquez llegado el tiempo de efectuar su tan deseado como demorado matrimonio, y a este fin escribió al Contador Cuéllar una apremiante y sentida carta, invocando todos sus títulos y derechos a que no se dilatara por más tiempo el cumplimiento del solemne compromiso. “Han transcurrido ya (decía en su carta) todos los aplazamientos a que, con más o menos causa, se ha querido someterme, y tendré a injuria que se trate de imponerme una nueva espera. Reclamo que se cumpla lo pactado, señor Don Cristóbal, y que vuestra honrada palabra quede en su lugar, dándome la compañera que tanta falta hace a mi dicha. Si aún sigue enferma, aquí la aguardan, con el rango de señora y esposa mía, a quien todos estarán obligados a tributar homenaje, la salud y el contento”. Increpado el de Cuéllar de un modo tan enérgico y concluyente, seducido por la perspectiva brillante de la nueva posición que ocupaba su futuro yerno, declaró a su hija la resolución de conducirla a Cuba sin más tardanza, y abrevió los preparativos del viaje. En vano hizo la Virreina una postrera tentativa para conmover al anciano, cuando supo la proximidad de la partida. El Contador Mayor mostró la carta de Velázquez, e hizo juez al Almirante Don Diego del caso en que se hallaba, sometiendo a su arbitramento la decisión. –Si vuestro señor esposo –dijo a María de Toledo–, con esta carta del capitán Don Diego Velázquez a la vista, cree que puedo negarme decorosamente a lo que él reclama, y demorar todavía el concertado matrimonio, yo haré lo que el señor Almirante crea más conveniente. Esta era la vía más segura que podía escoger Cristóbal de Cuéllar para desahuciar por completo los deseos de la Virreina en pro de la joven prometida. Ya sabemos que Diego Colón había llegado a ese período de los hombres de gobierno en que la razón política es la soberana razón. Había eludido con el más exquisito cuidado dejar ver a Velázquez su interés por demorar indefinidamente, cuando no por impedir sus bodas, y ahora se le ponía en el compromiso de pronunciar por sí mismo el fallo de este delicado pleito. Dar parecer contrario a las reclamaciones de Velázquez era lo mismo que autorizar al Contador a escudar su negativa con la autoridad del Almirante, y la alianza de éste con el conquistador de Cuba se quebrantaría en seguida, a la sazón que la conquista, marchando bajo los mejores auspicios, halagaba la ambición del joven Gobernador con las más brillantes perspectivas. No vaciló, pues, y puso fin al angustioso incidente diciendo al Contador real: —Velázquez tiene razón de sobra, señor de Cuéllar, en quejarse de su larga espera. Camino lleva de costarle la posesión de su amada novia tanto tiempo y paciencia como hubo de emplear el patriarca Jacob en alcanzar a Raquel; por fortuna, no hay una Lía de por medio... —Vuestra esposa y mi señora la Virreina –respondió con cierta entonación de mal humor el de Cuéllar–, ha sido siempre de parecer opuesto al vuestro en este asunto, señor Almirante; y sus reflexiones han contribuido no poco a que este matrimonio de mis pecados no esté hace tiempo concluido, y yo libre de la confusión en que me hallo. Diego Colón miró a su esposa de un modo que la hizo palidecer, y repuso: —Lo dicho, señor Contador; yo no puedo aprobar que demoréis por más tiempo el cumplimiento de vuestra palabra, y así, pues que la empeñasteis, a toda costa y prisa os conviene redimirla. Júzguese con qué tósigo en el corazón se retiraría el buen Don Cristóbal de la presencia de los Virreyes. Febrilmente aceleró los preparativos del viaje; antes de ocho días volvió on su hija a despedirse de Don Diego Colón y su esposa. María de Cuéllar ostentó en esa última visita a sus ineficaces protectores una tranquilidad sorprendente. Parecía perfectamente conforme con su destino. La Virreina lloró abrazándola, y la joven enferma, sin verter una lágrima, con voz firme y segura, trató de consolar y serenar el ánimo de su acongojada amiga. Esta, sorprendida al ver tanta entereza, llegó un instante a persuadirse de que tenía a la vista un milagro de la resignación; aunque la intensa palidez y el melancólico semblante de la pobre víctima desmentían toda su aparente fuerza de alma. Tres días después las dos amigas, en medio de lucido séquito, se dirigían con las manos enlazadas, en compañía de Diego Colón y el contador Cuéllar, a bordo de la hermosa galera que por disposición del Almirante debía conducir a la novia y su padre a Cuba. Todo había sido preparado para este viaje con la solicitud más obsequiosa de parte de Diego Colón, que quería significar a Velázquez de un modo inequívoco y suntuoso la alta estimación en que tenía su amistad, honrada a su prometida en aquella ocasión. María de Cuéllar recibió silenciosamente, como una estatua, los besos de sus amigas y compañeras, que con la mayor ternura le aseguraban que jamás la olvidarían, y la colmaban de bendiciones. La Virreina la estrechó en sus brazos y le dijo al oído: María de Cuéllar miró entonces a su amiga, y apoderándose de ella una viva emoción prorrumpió en llanto. Hizo no obstante un poderoso esfuerzo para hablar, y respondió a la Virreina: —Bendita seáis mil veces, señora, por el bien que me hace vuestra declaración. ¡Y llegué a dudar de vos! Perdonadme, y cualquiera que sea mi suerte, estad segura de que mi mayor consuelo será el recuerdo de vuestra cariñosa amistad. Por última vez, las dos tiernas amigas se abrazaron; después los Virreyes y su séquito salieron de a bordo y fueron a situarse en el rebellín más avanzado de la ribera, hacia la embocadura del río; mientras que la nave, izadas las velas, se deslizaba suavemente por la superficie de las aguas, teñidos los topes de sus mástiles con los reflejos del ocaso; y los blancos pañuelos, agitados desde el puente, contestaban a las señales de adiós que hacían los de tierra, en tanto que estuvieron a la vista.