Enrique, después de cumplir sus deberes y holgarse con Las Casas y sus demás protectores, se volvió para la Maguana muy en breve, llevando señaladas muestras de cariño de parte de los Virreyes, y causando al buen Don Francisco de Valenzuela mucho placer con la animada y exacta relación de su viaje, y con las expresivas cartas del Almirante. El joven Valenzuela permaneció algunos días más en Santo Domingo, retenido por su amor a los placeres, y alegando fútiles pretextos en la carta que dirigió a su padre, para no regresar con Enriquillo. Por aquel mismo tiempo emprendió su viaje a España el adelantado Don Bartolomé Colón, atravesó con felicidad el Atlántico, llegó a la Corte, y el refuerzo de sus luces y experiencia, con la autoridad que le daban sus respetables antecedentes, sirvió de mucho para enderezar los asuntos de su sobrino Don Diego. El Rey distinguía y consideraba muchísimo al hermano del Descubridor, que por sí mismo había llevado a cabo hazañas de alta ilustración en el Nuevo Mundo, y se mostraba en todo merecedor de cuantas honras se reflejaban en su persona, por razón de su apellido como por sus no comunes prendas de carácter. Con su partida amainaron un tanto las hostilidades de los dos bandos, que comprendieron cuánto les interesaba respectivamente moderar los ímpetus de sus pasiones, y aguardar en actitud tranquila los resultados que en definitiva dieran las diligencias de sus parciales y emisarios en la Corte. De esta especie de tregua tácita sacaron la peor parte los pobres indios encomendados, pues cualesquiera que fuesen los abusos que con ellos se ejercían, uno a otro se los disimulaban los dos bandos opuestos, cuidadosos de no encender nuevamente las rencillas por una materia comúnmente tenida por vil y despreciable, como era la esclavitud de aquella desdichada raza. Solamente en el monasterio de los padres dominicos, donde se aposentaba Las Casas, ardía el fuego de la caridad, despertando vivo interés por la suerte de los indios. Cierto colono de La Vega de nombre Juan Garcés, que años atrás había matado a puñaladas a su mujer, principal señora india de cuya fidelidad llegó a sospechar, después de andar vagando por diversas partes de la isla con nombre supuesto, huyendo de la persecución de la justicia, se allegó un día al convento de los dominicos, les pidió asilo, y manifestó su propósito de profesar tomando el hábito de la orden. Oído en confesión por el padre fray Pedro de Córdoba, fue absuelto, y después de obtenerle indulto del Virrey Almirante se accedió a su deseo, y fue admitido en la comunidad como fraile; estado cuyos deberes llenó cumplidamente, mereciendo por su vida ejemplar ser enviado años adelante a la misión evangélica de Cumaná, donde pereció como un mártir a manos de los indios bravos. Este Juan Garcés encendió el celo piadoso de los frailes y del padre Las Casas, con sus relaciones conmovedoras sobre los malos tratamientos a que estaban sometidos los indios en toda la colonia, y las crueldades increíbles con que eran explotados por sus encomendadores. Resolvieron los buenos religiosos clamar enérgicamente contra aquellas iniquidades, y designaron al padre fray Antonio Montesino para que sobre el asunto predicara un sermón, en la misa mayor del domingo inmediato. Para que el fruto fuera más copioso y la edificación de más provecho moral, invitaron expresamente a todas las personas constituidas en autoridad y a los principales vecinos de Santo Domingo. Llegó el día señalado, y el templo apenas podía contener el granado concurso. Los oficiales reales y los jueces de apelación estaban en sus puestos: el Almirante presidía la función, y miraba a Pasamonte y sus otros émulos con cierta sonrisa extraña y maliciosa: se dejaba comprender que algún golpe de efecto estaba preparado: los enemigos del Almirante estaban recelosos e inquietos sin saber por qué. Subió con planta firme el Padre Montesino al púlpito, y después de tomar por tema y fundamento de su sermón, que ya llevaba escrito y firmado de los demás frailes: Ego vox clamantis in deserto; hecha su introducción y habiendo disertado un poco sobre el evangelio del día, prorrumpió en los siguientes apóstrofes que transcribimos aquí al pie de la letra: "Decid, ¿con qué derecho, y con qué justicia tenéis en tan cruel y horrible servidumbre aquestos indios? ¿Con qué autoridad habéis hecho tan detestables guerras a estas gentes que estaban en sus tierras mansas y pacíficas, donde tan infinitas de ellas, con muertes y estragos nunca oídos, habéis consumido? ¿Cómo los tenéis tan opresos y fatigados, sin darles de comer ni curarlos en sus enfermedades, que de los excesivos trabajos que les dais incurren y se os mueren, y por mejor decir los matáis, por sacar y adquirir oro cada día? ¿Y qué cuidado tenéis de quien los doctrine, y conozcan a su Dios y creador, sean bautizados, oigan misa, guarden las fiestas y los domingos? ¿Estos no son hombres? ¿No tienen ánimas racionales? ¿No sois obligados a amarlos como a vosotros mismos? ¿Esto no entendéis, esto no sentís? ¿Cómo estáis en tanta profundidad, de sueño tan letárgico, dormidos? Tened por cierto, que en el estado que estáis, no os podéis más salvar, que los moros o turcos que carecen y no quieren la fe de Jesucristo." Es indecible el efecto producido por la inesperada peroración en el ánimo de los pecadores a quienes tales y tan enérgicos apóstrofes se dirigían. Confusión, estupor, ira, fueron los movimientos en que fluctuó la voluntad de los más soberbios, mientras duró el sermón del padre Montesino, y cuando lo vieron bajar del púlpito con la cabeza no muy baja, como dice Las Casas, salieron del templo todos rebosando el pecho de indignación, y protestándose recíprocamente los que se sentían aludidos por el orador sagrado, que las cosas no habían de quedar así. En cuanto al Almirante, a quien acompañaban los dignatarios y oficiales hasta su casa, permanecía impasible y sin participar de los extremos de furor en que estallaba el desagrado de los demás. El cabo Pasamonte le increpó directamente. –¿No pensáis volver por nuestro respeto y el vuestro, señor Almirante? –le dijo–. ¿No creéis comprometida vuestra dignidad y la dignidad de Su Alteza, que no nos ha constituido en autoridad, para que nos dejemos vejar y ultrajar por un fraile atrevido? —Obremos con calma, señor Pasamonte –contestó imperturbable Diego Colón–. La cólera es mala consejera, y los estómagos ayunos deliberan mal las resoluciones de casos graves como éste. Andad a comer a vuestras casas, y en seguida venid a la mía para que nos pongamos de acuerdo sobre lo que conviene hacer. Estas razones fueron acatadas por todos.