Oh, tú, el más sabio y el más hermoso de los Ángeles, Dios traicionado por la suerte y privado de toda alabanza. Príncipe del exilio, que padece injusticia, y que, aunque vencido, te levantas más fuerte. Tú que lo sabes todo rey de lo subterráneo, familiar curador de la angustia humana. Tú, que aún a los leprosos y a los parias malditos despiertas, por amor, el gusto al Paraíso Oh, tú que de la muerte tu vieja y fiel amante engendras la esperanza ¡que loca encantadora! Tú que das al proscrito esa mirada, calma que, en torno a un patíbulo condena a todo un pueblo. Tú que sabes en qué rincones de tierras envidiadas encierra el Dios celoso las piedras más preciadas. Tú, cuya mirada conoce los profundos arsenales donde duerme sepultado el pueblo de los metales. Tú, cuya larga mano oculta los precipicios al sonámbulo que camina errante al borde de los edificios.
Tú que magníficamente suavizas los duros huesos del borracho empedernido pisado por los caballos. Gloria y loor a tí Satán, en las alturas del Cielo, donde reinas, y en las profundidades del Infierno, donde, vencido, sueñas en silencio. Haz que mi alma un día, bajo el Árbol de la Ciencia, cerca de tí repose, cuando sobre tu frente, igual que un Templo nuevo, esparza su ramaje. Tú, que para consolar al hombre frágil que sufre, nos enseñas a mezclar el salitre y el azufre. Tú que imprimes tu marca, oh cómplice sutil, en la frente de Creso despiadado y vil. Tú que pones en los ojos y en el corazón de las jóvenes el culto de las llagas y el amor por los andrajos. Báculo de exiliados, lámpara de inventores, confesor de colgados y de conspiradores. Padre adoptivo de aquellos que en su negra cólera arrojó del Paraíso terrenal el Dios Padre.