Cómo adoro mis inviernos de estudiante, aquellos que pasaba pegado a los cristales de la única ventana de mi cuarto mientras la lluvia picoteaba, allá en la calle. Cuando pasaba, por fuera, la comparsa del mundo en su desfile interminable, como regalo a mis ojos, inocentes, con su carga de muertos y vivos miserables. En la Universidad había que ser niño audaz, apuesto y elegante, y había que hacer hasta el ridículo y que uno aprendiera, o no, parecía, de repente, no importarle a nadie. Allí los apellidos eran un caso serio, y se le hacía la vida insoportable a todo aquel que, como yo, lleno de sueños quería hacerse una carrera respetable. Allí me enseñaron que la vida tiene su lado sucio e inconfesable y las humillaciones que sufrí, solo en mi pieza,
cuántas veces tuve que desahogar en lágrimas de sangre. Pero aprendí a vivir la vida sin complejos y gané, en experiencia, como nadie, y aún ahora que ha pasado el tiempo, y estoy viejo, a veces hasta añoro esos inviernos de estudiante. Cuando pasaba las noches tiritando, con las manos moradas, incansable, escribiendo con mi pluma ya gastada y borrando, con migas de pan, mis faltas graves. Cuando torturas me costaba un libro, cuando tenía llagas, en mi carne, cuando había sólo mugre, en mis bolsillos, y no tenía nada, como no fuera hambre. Cuando las ratas campeaban por mi cuarto y sólo les faltaba que quisieran echarme, cuando sufriendo mil penurias me hice hombre, cómo adoro mis años de estudiante.