Atacó entonces Lautaro de ola en ola.
Disciplinó las sombras araucanas:
antes entró el cuchillo castellano
en pleno pecho de la masa roja.
Hoy estuvo sembrada la guerrilla
bajo todas las alas forestales,
de piedra en piedra y vado en vado,
mirando desde los copihues,
acechando bajo las rocas.
Valdivia quiso regresar.
Fue tarde.
Llegó Lautaro en traje de relámpago.
Siguió el conquistador acongojado.
Se abrió paso en las húmedas marañas
del crepúsculo austral.
Llegó Lautaro,
en un galope negro de caballos.
La fatiga y la muerte conducían
la tropa de Valdivia en el follaje.
Se acercaban las lanzas de Lautaro.
Entre los muertos y las hojas iba
como en un túnel Pedro de Valdivia.
En las tinieblas llegaba Lautaro.
Pensó en Extremadura pedregosa,
en el dorado aceite, en la cocina,
en el jazmín dejado en ultramar.
Reconoció el aullido de Lautaro.
Las ovejas, las duras alquerias,
los muros blancos, la tarde extremeña.
Sobrevino la noche de Lautaro.
Sus capitanes tambaleaban ebrios
de sangre, noche y lluvia hacia el regreso.
Palpitaban las flechas de Lautaro.
De tumbo en tumbo la capitanía
iba retrocediendo desangrada.
Ya se tocaba el pecho de Lautaro.
Valdivia vio venir la luz, la aurora,
tal vez la vida, el mar.
Era Lautaro.