Pocas horas más tarde, el señor de Valenzuela se encerró en su aposento a solas con el cacique Enrique, y lo sometió al siguiente interrogatorio: —¿Has comprendido toda la gravedad que encierra la carta del señor Licenciado? Deseo conocer tu dictamen, sobre lo que te concierne. —Señor –contestó con voz reposada Enriquillo–; lo más grave en mi concepto es la urgencia que se encarece para mi matrimonio. He reflexionado mucho, también, sobre la maldad de esos que querían hacer figurar a Mencía como encomendada; pero desde que en esa tentativa suena el nombre del malvado señor Mojica, ya no me causa extrañeza. —A bien que se le ha tratado a él y a su digno aliado Alburquerque como merecían; por eso no debes preocuparte –replicó Valenzuela–, ni mostrar rencor a Mojica cuando lo veas por acá. Lo que quiero que me digas es si juzgas, como mi buen amigo Las Casas y la Virreina, que conviene acelerar el matrimonio. Enrique trató de responder a la pregunta; balbuceó algunas palabras, se cortó visiblemente, y permaneció en silencio. —Vamos –dijo sonriendo con bondad Valenzuela–; veo que te cuesta algún trabajo decirme que para ti, tratándose de tus bodas, mientras más pronto, mejor. ¿No es así? —Seguramente, señor –dijo Enrique con naturalidad, ya repuesto de su timidez. —¿Crees, pues, hallarte listo por tu parte? ¿Tienes corrientes tus cuentas y anotaciones en lo que respecta a la hacienda de tu novia, que desde hace dos años he dejado exclusivamente confiada a tu administración? —Por lo que a eso respecta, señor –contestó Enrique–, podéis juzgar por vos mismo. Todo lo tengo en el mejor orden. —Pues bien, hijo; yo soy de la misma opinión que el padre Las Casas, que la Virreina y que tú mismo: creo que debes casarse cuanto antes; y si, como aseguras, todas tus cuentas están en buen orden, esto facilitará mucho el arreglo de mis asuntos, y antes de un mes nos pondremos en camino para Santo Domingo. Seré el padrino de tus bodas, lo que sin duda agradará mucho a mi amigo el padre Las Casas; y de regreso irás a instalarte con tu esposa en la mejor de mis casas de la villa; la que está junto a la iglesia. ¿Es de tu agrado? Enrique besó sin contestar la mano de su generoso patrono; pero no dio muestra alguna de regocijo. Su fisonomía, naturalmente grave y reflexiva, denotaba una preocupación profunda que bien podía ser efecto –y así la tradujo el señor Valenzuela– del sentimiento íntimo de los arduos deberes que iba a contraer. Sin embargo, por la noche, paseándose Enrique por la explanada a la luz de la luna con su fiel Tamayo y el viejo Camacho, y dándoles noticias del acontecimiento próximo que tanto conmovía su ánimo, les manifestaba la verdadera naturaleza y la causa de aquella preocupación. —Jamás he aborrecido a nadie –decía–. Cuando me notificaron que yo quedaba encomendado con cuarenta y seis personas de servicio al buen Don Francisco, aunque para mí era nueva esa condición común a nuestra raza, no sentí sino una ligera mortificación de mi amor propio, un poco de tristeza viéndome clasificado como todos los demás caciques, cuyo triste destino les obliga a ser el instrumento de la dura servidumbre de nuestros hermanos; pero así lo ordenaba el Rey: alcé los ojos al cielo, y lejos de maldecir a nadie, bendije y alabé la bondad divina, que me había concedido protectores celosos de mi dignidad y bienestar. Mas, esta tarde, al saber que ha habido malvados capaces de pretender que mi Mencía, el fuego de mi alma y la luz de mi entendimiento, descendiera a la categoría de una encomendada; ¡ah!, entonces he sentido hervir mi sangre, y sublevarse todo el orgullo de mi raza: he recordado que yo he nacido y soy cacique; esto es, de casta de señores y caudillos; y hubiera querido tener a mi alcance a Mojica y a Alburquerque, para haberles arrancado el corazón con mis manos… ¡Dios me perdone! —Al fin, Enrique –dijo Tamayo con alegría–, te oigo hablar como un hombre. —Como un mal cristiano –repuso con solemnidad el viejo Camacho–. ¡Qué diría mi amo el padre si oyera a su hijo en Cristo, como siempre te llama, hablar con tanta soberbia! ¡Qué dirían los buenos frailes de Vera Paz, que tanto se afanaron por hacerte bueno… !
—Razón tienes, buen Camacho –dijo con mansedumbre Enriquillo–. No hablemos más de esto. Camacho era un viejo indio, natural también de la Española. Su inteligencia, como la gran bondad de su corazón, que se reflejaba en toda su persona y en sus razonamientos y acciones, le habían captado el mayor cariño de Las Casas, que entre la multitud de indios que le eran adictos y querían vivir a su lado, acordaba su preferencia a Camacho, lo hizo su camarero o criado de confianza, y lo llevó a Cuba, donde los servicios y la buena voluntad del fiel quisqueyano le fueron de grande ayuda para atraer y catequizar infinidad de aquellos naturales. Al regresar a la Española con él, era el propósito del sacerdote llevarlo a España, como una muestra convincente de la sagacidad, discreción y excelencia de la raza india; pero el viejo servidor se puso tan enfermo con el mareo en la travesía de Cuba a Yaguana, que su señor mudó de intento, y resolvió, aunque con gran pena, dejarlo en la isla, según se ha visto en su carta a Don Francisco de Valenzuela. Camacho, además era generalmente conocido en la Española como en Cuba, guardándosele mucho respeto y estimación, así por ser criado del padre Las Casas, como por sus cualidades personales y sobresaliente criterio, al que en casos difíciles no se desdeñaban de acudir en consulta, siempre con buen éxito, los más ricos y encopetados señores de ambas islas. Tamayo ofrecía un contraste absoluto con el individuo que acabamos de describir. Su corazón era leal, y capaz de tiernos afectos, como lo acreditaba su adhesión a Enriquillo y su gratitud a Las Casas; pero tenía el genio violento; sus modales eran bruscos, y padecía accesos de mal humor. Se había agriado mucho su carácter desde que se quedó sin Enriquillo en el convento de franciscanos de Santo Domingo; contrariedad que lo afligió sobremanera. Desde entonces hizo el propósito de llenar sus obligaciones a medias, de mala gana, y procurar que los frailes, que lo habían retenido en el convento contra su voluntad, por lo útil que les era, le perdieran la afición, en fuerza de su desidia y abandono, que cuanto pasaba por sus manos o era confiado a su vigilancia lo reducía a fragmentos o ruines despojos. No le salió mal su cálculo, y cuando vio que ya había conseguido agotar la paciencia de los frailes, se fue adonde Las Casas, no bien supo que éste iba a partir para Cuba, y le dijo sencillamente: —Pídame vuestra merced a los benditos padres, para irme al lado de Enrique, a la Maguana; estoy seguro de que ahora me sueltan sin dificultad. Y efectivamente, Las Casas renovó entonces su demanda, y como antes hemos dicho, obtuvo fácilmente de fray Antonio Espinal lo que deseaba. Desde esa época vivía Tamayo en la Maguana, primero como encargado por Las Casas a Valenzuela, y después, por tener éste un número de indios que no podía excederse nunca según las ordenanzas, su influencia hizo que fuera registrado en cabeza de un pariente suyo de nombre Aldaña, quien jamás opuso el menor inconveniente a que su encomendado viviera de hecho en la casa de Valenzuela, al lado de Enrique. Mas no por este arreglo satisfactorio para Tamayo se templaba la hiel de su misantropía, ni dejaba de manifestar un odio implacable a los dominadores, cada vez que se le presentaba la ocasión. Enriquillo y sus protectores eran los únicos que podían domeñar y moderar sus accesos iracundos. El buen Camacho se esforzaba inútilmente en infundir la humildad cristiana en aquel ánimo indomable: cuando le hablaba de Dios, de Cristo, de las verdades religiosas según las había aprendido de la boca y de los ejemplos de Las Casas, el rudo jaragüeño contestaba invariablemente: —Si todos los cristianos fueran como tu amo, yo creyera como tú crees; pero fuera de los frailes, pocos enseñan esas cosas tan buenas; y he visto que hasta los frailes que las enseñan, hacen luego cosas muy malas. —Esa no es cuenta tuya, Tamayo, sino de ellos –replicaba el viejo indio–; tengamos bien nuestra conciencia con Dios, y que cada cual dé cuenta de la suya.