Ya en el año de gracia mil quinientos catorce, los oficiales reales en la isla Española, con el poderoso auxilio del Obispo de Burgos, Juan Rodríguez de Fonseca, el secretario real Lope
de Conchillos y otros personajes de omnímoda influencia en la corte de Castilla, habían conseguido acabar de una vez con el crédito del joven Almirante Don Diego Colón, y causar mortal quebranto a los intereses de su casa. Arrogándose hipócritamente el título de servidores del Rey, los del bando que en Santo Domingo acaudillaba el tesorero Miguel de Pasamonte, a fuerza de llamar deservidores al Almirante y sus amigos, lograron que en la madre patria fueran tenidos por malvados y enemigos públicos, a quienes se debía imputar la rápida despoblación de la Isla, que en realidad solo era efecto de la despiadada política de Ovando.
Apoyaban este grave cargo en el hecho de que el Almirante, poco después de su llegada a la Española, quitó los indios a los que por el Comendador los tenían, para encomendarlos a los parciales de su casa. Los desposeídos, con esa impudencia que acompaña siempre a los paroxismos de la codicia, alzaban ahora el grito contra el último repartimiento; acusaban a su vez la tiranía de los beneficiados, y desentendiéndose de que ellos habían sido los más eficaces agentes de la espantosa destrucción de la raza indígena, como único remedio posible instaban con ahínco porque los miserables restos de ella volvieran a ser puestos bajo su dura potestad.
Rodrigo de Alburquerque, vecino principal de la Vega, era el hombre más adecuado para servir aquellos desordenados apetitos. Ayudado por Pasamonte y con el favor de su tío el
licenciado Luis Zapata, del Consejo real, compró el codiciado oficio de repartidor de indios (que era una de las prerrogativas del Almirante), y de tal manera lo ejerció, tanto cinismo y avilantez ostentó en los actos de su repartimiento, que la Historia, dejando oportunamente a un lado la majestad y elevación que le son propias, ha dado con justicia al célebre repartidor el dictado de sinvergüenza.
Bajo semejantes auspicios, el repartimiento que hizo Rodrigo de Alburquerque no podía ser ni fue otra cosa que una subasta de siervos. “El que más dio más tuvo” y por consiguiente, “fueron terribles los clamores que los que sin indios quedaron daban contra él, como contra capital enemigo, diciendo que había destruido la isla”.
Así, pues, en la porfiada contienda de los dos bandos de la isla Española, siempre tocaba a los pobres indios el peor lote de las desventuras del vencido. Inútilmente habían desplegado los poderosos recursos de una actividad infatigable y de una piedad digna de eterno elogio el elocuente y fogoso fray Antonio de Montesino, el venerable fray Pedro de Córdoba, que hizo un viaje a España para sostener personalmente las reclamaciones de su comunidad, y otros filántropos que querían salvar los restos de aquella raza infortunada.
Las ordenanzas de Burgos, las de Valladolid y otras providencias soberanas justas y benévolas, arrancadas a la Corona por el ardiente celo de aquellos varones insignes, de nada sirvieron, pues nunca faltaron pretextos para disfrazar de necesidad pública y servicio real la crudelísima servidumbre de los indios.
En Cuba todo pasaba de igual modo: la raza indígena decrecía incesantemente, bajo el yugo de los ímprobos trabajos y de los malos tratamientos. El virtuoso Las Casas viendo que su activa predicación y el ejemplo de su propio desinterés de poco servían para el alivio de los desventurados siervos, notificó solemnemente a su amigo el gobernador Diego Velázquez la renuncia que hacía de todas las mercedes que disfrutaba en la isla, que no eran escasas; y concertó con su digno asociado, el caritativo Pedro de Rentería, consagrar todas sus facultades y sus recursos a la santa causa de la libertad y el buen tratamiento de los indios. Al efecto se decidió que Las Casas emprendiera viaje a España pasando por Santo Domingo, donde había de ponerse de acuerdo con fray Pedro de Córdoba, que habiendo regresado de su viaje a la metrópoli, acababa de enviar a Cuba algunos de sus religiosos, los cuales, animados del generoso espíritu de su orden, habían alentado más y más a Las Casas en sus trascendentales propósitos.
Comenzaba, pues, el solemne apostolado del padre Bartolomé de Las Casas en favor de los indios. Se dirigió a la Española, y su nave tomó puerto en la Yaguana. Allí supo que el Almirante había partido para España, y que fray Pedro estaba a punto de embarcarse con rumbo a Tierra Firme, con objeto de instalar en las costas de Cumaná otra misión de su orden.
Don Diego Colón había reclamado, con su acostumbrada entereza y energía, contra el cargo conferido a Alburquerque en detrimento de sus legítimos fueros hereditarios; pero sus émulos consiguieron que el ya viejo y cansado Rey, cediendo a las sugestiones de Fonseca y Conchillos, desoyera las quejas del agraviado súbito, que, bajo un pretexto u otro, fue llamado a la presencia del Monarca. El Almirante se apresuró a obedecer, dejando en Santo Domingo “a su mujer Doña María de Toledo, matrona de gran merecimiento, y las dos hijas que ya tenía” al cuidado de su tío el Adelantado Don Bartolomé. Fue, no obstante, recibido con mucho agasajo por el Rey.
“Entretanto quedaron a su placer los jueces y oficiales, mandando y gozando de la isla, y no dejaron de hacer algunas molestias y desvergüenzas a la casa del Almirante, no teniendo miramiento en muchas cosas a la dignidad, persona y linaje de la dicha señora Doña María de Toledo”.