Otro diálogo interesante, casi al mismo tiempo que los referidos de Enrique con el padre prior de los franciscanos, y de Grijalva con García de Aguilar, sostenía la candorosa y benévola María de Toledo con el Almirante su esposo. Dominada por el anhelo de salvar a su angustiada amiga y de enjugar el llanto, cuyo tibio rocío había impregnado su compasivo seno, la noble Virreina no pudo advertir que había entrado desde sus primeros pasos encaminados a aquel fin, en un derrotero falso, en el que iba comprometiendo imprudentemente el propio decoro y olvidando los miramientos de su rango; ligereza muy disculpable en ella, si se atiende a su inexperiencia, y a la generosidad del móvil a que obedecía. Diego Colón prestó atento oído a la narración que le hizo su esposa, enterándole del conflicto en que estaba María de Cuéllar, y de la diligencia que ella, la Virreina, había juzgado oportuna para evitar la desgracia de su amiga. Contaba la Virreina con la plena aprobación de su marido, a quien había hallado siempre complaciente y propicio a todas sus voluntades, pronto a acatar como imperiosas leyes sus más insignificantes deseos; por lo que fue extraordinaria su sorpresa al ver que e Almirante, una vez enterado de todo, la miraba con sañudo semblante, y le dirigía, trémulo de ira, estas duras palabras: —No os reconozco, señora, en esa acción inconsiderada; y loca creo que debéis estar, cuando habéis llegado a comprometer vuestra dignidad y vuestra fama en una intriga de semejante naturaleza, haciéndoos protectora de ajenos amoríos. ¡Cómo! ¡Una cita en nuestra casa! ¡Y vos habéis escrito de vuestra mano el papel en que se convida a un hombre, que nos debe obediencia y respeto, a que venga en son de inferir una ofensa a nuestra honra! ¿Y me habéis creído bastante débil e inepto, para autorizar cosas tales...? La pobre señora, abrumada bajo el peso de tan severos reproches, aturdida por la inesperada acogida que hallaban sus inocentes propósitos, no acertaba a justificarse, ni sabía lo que le pasaba. Era la primera vez que veía nublarse el cielo de su conyugal amor. Las lágrimas acudieron en tropel a sus hermosos ojos, y cubriéndose el rostro con las manos, exclamo: — ¡Diego! ¡Jamás pude creerte tan cruel e injusto conmigo! Mi yerro ha sido grande, sin duda, pero no merezco tan terrible pena... Toda la ira de Diego Colón se desvaneció tan pronto como hirió su oído el timbre melodioso de aquella voz trémula y casi apagada por el llanto. Acudió vivamente a tomar ambas manos a su esposa, y por una transición rápida del enojo a la ternura, la atrajo hacia su pecho diciéndole con solicito afán: — ¡Ah, perdona, bien mío! No he tenido tiempo de reflexionar lo que te he dicho. He debido comprender que de tu parte no podía haber sino santas y puras intenciones, que has equivocado el camino por falta de experiencia. ¿Culpa en ti? ¡Imposible, luz de mis ojos! Has sido un tanto imprudente, y nada más: tratemos de remediar el yerro. Tranquilizada con este blando lenguaje, María de Toledo convirtió sus pensamientos al interés principal de complacer a su amado esposo, procurando borrar, con su docilidad y asentimiento absoluto a todas las observaciones y reflexiones del Almirante, hasta el recuerdo de la momentánea borrasca que acababa de pasar.
Ella no sabía sentir a medias, ni fríamente; y como sucede a todos los caracteres apasionados e impresionables, los puntos de vista del asunto que la preocupaba habían cambiado para ella radicalmente, desde que el severo razonamiento del Almirante había sofrenado los ímpetus de su generosidad. Entregada a la abnegación de la amistad, incapaz de cálculo como de egoísmo, la Virreina se había olvidado de si, por pensar demasiado en la aflicción de su amiga. Don Diego Colón, procediendo fundadamente como hombre celoso de su honra y del buen orden de su casa, evocó rudamente los respetos personales de que no había hecho cuenta su inexperta esposa, y convencida ésta de la razón y justicia con que era censurada su inadvertencia, su principal deseo fue ya expiaría a costa de cualquier sacrificio. — ¿Qué debo hacer, querido esposo, para enmendar mi disparate? —decía con cariñosa insistencia a Don Diego. —Déjame reflexionar un poco — -respondió el Almirante—. Yo, como tú, desearía encaminar las cosas de esa pobre María de Cuéllar por el sendero de su más cumplida satisfacción y felicidad; pero poner en juego para conseguirlo la dignidad de tu nombre y tu persona; eso no. En semejante alternativa, primero tú que nadie; y que Dios ayude a la prometida de Velázquez, si nosotros no podemos ayudarla. —Pero ¿crees tú que no podamos hacer nada por la pobrecita? ¡Ay, Diego! Si a mi me hubieran querido casar con otro que no fueras tú... —Acaso habrías accedido a ello sin pena, María. Siempre le queda a uno esa mortificación en el pensamiento, cuando las relaciones amorosas se entablan previo el paterno permiso. — ¡Ingrato! ¿A qué viene eso ahora? Bien sabes que mi corazón no ha conocido otro amor que el tuyo. El Almirante besó riendo la frente casta y serena de su esposa, por toda contestación. —¿Qué será de la pobre María de Cuéllar, Diego, si la abandonamos a su suerte? No olvidemos este punto —volvió a decir la Virreina. —Haremos por ella lo que se pueda —contestó el Almirante—. En primer lugar, es indispensable que Diego Velázquez nos devuelva el papel escrito de tu mano que tiene en su poder; y de eso me encargo yo. Después, es necesario ganar tiempo, para ver de conseguir que el matrimonio no llegue a realizarse, sin que Velázquez pueda quejarse de desaire o negativa. Es un hombre cuya amistad necesito conservar a todo trance: el poder tiene esta clase de exigencias; y no es la menos punzante de sus espinas esta obligación de fingir afectos y encubrir sentimientos, a que se ve constreñido un hombre franco y leal, constituido en autoridad pública. Conformémonos por ahora con que el matrimonio se fije a un año de plazo; lo que no creo que Velázquez repugne, si su misma prometida novia le escribe en ese sentido, dejándole creer que no hallará otros obstáculos a sus aspiraciones. Esta es la parte que a ti te corresponde; es decir: hacer que tu joven amiga escriba de su mano esas cuatro líneas que me traerás sin tardanza. El tiempo urge; la noche está cercana, y tengo que adoptar otras disposiciones. Hasta luego. Y el Almirante volvió a imprimir otro beso en la tersa frente de María de Toledo, que se retiró pensando en la mejor forma de cumplir el encargo de su esposo, a quien quería dejar completa- mente satisfecho.