Como lo había dicho Mojica a Velázquez, andaban de paseo por el campo Cortés y Grijalva, ya íntimos amigos. Su excursión a la granja o huerta del ex-Gobernador Ovando fue más penosa que entretenida: después de recorrer dos leguas de un camino lleno de lodazales, nada llegaron a ver de provecho. La tal huerta estaba punto menos que abandonada hacía algún tiempo: un esclavo africano y tres indios apenas se cuidaban de deshierbarla a trozos. Cuatro jumentos flacos, dos yeguas éticas y algunas gallinas fue cuanto vieron en aquel sitio los futuros adalides de la conquista de Méjico. Grijalva se echó a reír, sobrellevando el chasco sin impaciencia: su carácter modesto y sufrido no podía alterarse por causas fútiles. Cortés no lo tomó con tanta frescura, y al ver la hilaridad de su compañero, exclamó:
—Admiro vuestra flema, señor Juan de Grijalva. ¡Por la Virgen! Ese tuno de Mojica, ese contrahecho mentiroso se ha querido burlar de nosotros.
—Necia burla sería ésta, señor Cortés. Prefiero creer que Mojica no habrá visto esta heredad sino hace algunos años; cuando el Comendador la miraba con algún cuidado: como en los últimos tiempos no le agradaba sino residir en el Bonao, o en Santiago...
— ¿Y por qué asegurar ese galápago lo que no le constaba con seguridad? Como si ayer mismo hubiera estado en este breñal, arqueó aquellas cejas tenebrosas, y me dijo: “Sabed, señor Cortés, ya que deseáis dejar a Azua y venir a fijaros aquí cerca, que nada puede conveniros tanto como la hermosa granja del Comendador... id a verla, y estoy cierto de que quedaréis encantado”. — ¡Vaya un encanto! Ganas me dan de cortar al embustero aquellas descomunales orejas...
Grijalva seguía riendo de la mejor gana al oírlos chistosos desahogos de su irritado compañero. Pronto recobró éste su serenidad y buen humor, y emprendieron el regreso a la ciudad sin hablar más de Mojica, ni de la famosa huerta del Comendador.
—Cuando determiné acompañar desde Azua al teniente Velázquez —dijo Hernán Cortés reanudando la conversación— no pensaba permanecer lejos de mi casa y oficio sino una semana a lo sumo: ya va corrido un mes largo, y héteme vuestra merced tratando de echar raíces por acá. Yo mismo me asombro de esta facilidad en cambiar de propósitos.
—Eso es propio y natural de hombres de imaginación viva, señor Cortés —respondió Grijalva—. Por mi parte os certifico que sólo una idea tiene fijeza en mí; las demás retozan como unas loquillas en mi cabeza: nacen, corren... y pasan.
— ¿Y puede saberse cuál es esa vuestra idea fija, señor Grijalva?
—Mi amor —replicó lacónicamente el interpelado.
—Me lo figuraba, amigo mío; porque estoy en el mismo caso. Todas esas damas recién llegadas de Castilla con los Virreyes, no parece sino que fueron adrede escogidas para trastornar el seso a los que por aquí estábamos, medio olvidados ya de que hay ojos que valen más que todas las minas de oro, y que todas las encomiendas de indios. ¿Qué os parece la Catalina Juárez?
—Graciosa y honesta granadina en verdad, señor Cortés. Aunque pobre y modesta, merece un esposo de altas y nobles cualidades.
—Preso estoy en sus cadenas —repuso Cortés—, pero con risueña esperanza. ¿Y nada tendréis vos que comunicar al amigo, sobre el capítulo de vuestro amor, Don Juan?
—Mi amor —dijo el doncel a media voz, como recatándose aun de la soledad del bosque—, mi amor es un sentimiento tan grande y tan sano; de tal modo embarga todo mi ser, y absorbe todas las aspiraciones de mi alma, que solamente de él quisiera hablar, a todas horas y en todas partes. De él vivo; él llena y embellece todos los instantes de mi existencia, y a fuerza de dedicar mis pensamientos a la beldad que adoro, he llegado a identificar mis efectos con los suyos hasta el extremo de que si ella me aborreciera, yo me aborrecería.
—Mucho amor es ése, Grijalva —dijo Cortés gravemente, mirando a su compañero con profunda atención.
—Tanto, Don Hernando, que el día que llegara a faltarme, me faltaría el calor, la luz y la vida —repuso con ardorosa animación el joven— y nada en el mundo tendría valor para mi.
— ¿Ni las riquezas? ¿Ni la gloria? —preguntó Cortés.
—Ni la gloria, ni las riquezas —contestó Grijalva—. Sólo ese amor puede estimularme a desearías, y a hacer grandes cosas para adquirirlas.
—Pero ¿sois correspondido?
—Si por cierto; ¡y ése es mi orgullo!
— ¿Os pesará completar vuestra confidencia, y decirme el nombre de vuestra amada?
—Quisiera decirlo a voces, pero no me es permitido; que soy pobre y no sé cuándo podré unirme a ella ante los altares. A vos, pues, Don Hernando, en toda confianza, os diré que mi cielo, mi luz, mi ídolo tiene por nombre... María de Cuéllar.
—¡Hermosísima es, a fe mía! —dijo Cortés con entusiasmo—; y os felicito por vuestra dicha en poseer el corazón de tan peregrina criatura.
En esta conversación siguieron los dos jinetes entretenidos hasta hallarse en las calles de la ciudad, seguidos a corta distancia del escudero que les había servido de guía en su poco afortunada excursión.
Se acercaba la noche cuando pasaron por la plaza principal, en dirección a la posada de Cortés: en su camino casi tropezaron con tres sujetos bien vestidos, que saludaron a los dos caballeros. Reconocieron éstos a Pedro de Mojica, acompañado de García de Aguilar y Gonzalo de Guzmán, hidalgos los dos de la primera nobleza de España; ambos jóvenes de gallarda figura y distinguidas prendas morales. Cortés se encaró con Mojica y le dijo entre adusto y chancero:
— ¡Ea! Contempla tus obras; ríete de nosotros, pero te aconsejo que no repita la gracia, si en algo estimas tus hermosas orejas.
—No os entiendo, Don Hernando —respondió Mojica con alguna inquietud—. Ni creo que mis pobres orejas os hayan hecho ningún desaguisado.
—No; ¿eh? ¡Cuidadías, Mojica; os lo repito!
Don García de Aguilar intervino en esta sazón, diciendo a Grijalva:
—Te aguardaba impaciente: anda a desmontarte, y sin tardanza te espero en mi alojamiento: tengo que comunicarte cosas de mucho interés para ti.
El tono tristerioso en que pronunció Aguilar estas palabras hizo estremecer instintivamente a Grijalva. Espoleó su caballo, seguido de Cortes, a quien se volvió a poco andar para decirle:
—Presiento alguna mala noticia. ¡No he nacido con buen sino, Don Hernando!