Eran las tres de la tarde cuando Las Casas y Velázquez se retiraron de la Fortaleza. Doña María de Toledo regresó a sus aposentos despidiéndose de su esposo hasta la hora de comer, y poco después ocurrió la escena que hemos narrado con la joven María de Cuéllar, dejándola en el punto en que la Virreina hizo llamar a su presencia a Enriquillo.
No tardó el joven cacique en presentarse a las dos damas. Miró con curiosidad a la doncella; saludó, y esperó en actitud tranquila a que se le dijera el objeto de su llamamiento.
—Deseo saber de ti, Enrique —le dijo la Virreina— si has de ver a tu padrino, el señor Don Diego Velázquez, esta misma tarde
—Mi intención es llegar a su posada antes de regresar al convento, señora —contestó Enrique.
—En ese caso, aguarda.
Y la joven señora se dirigió con paso rápido a su escritorio, trazó algunas lineas en una hoja de papel, y doblándola minuciosamente la entregó a Enrique.
—Vas a probar hoy mismo —le dijo— esa discreción que todos los que te conocen elogian en ti. Entrega este papel a Don Diego, y dile solamente que es de parte de Doña María de Cuéllar.
Al oírse nombrar, la doncella hizo un movimiento de sorpresa.
— ¿Qué hacéis, señora? —dijo a la Virreina—; Don Diego va a pensar mal de mí.
—No tal, querida —replicó Doña María de Toledo—, Don Diego es caballero; lo que ese papel lleva escrito no puede comprometer a ninguna dama, y Velázquez vendrá a la conferencia a que se le convida, en la cual se convencerá de que debe desistir de su pretensión.
—¿Creéis? —objetó dudosa María de Cuéllar.
—Te repito que Diego Velázquez es caballero, y que lo más acertado es contar con su hidalguía en este caso -contestó la Virreina.
—Permitidme ver la misiva —dijo la doncella. Y tomándola de manos de Enrique leyó estas palabras:
Conviene que oigáis de mi boca explicaciones que interesan a vuestra dicha, antes de proseguir en vuestro comenzado empeño. Esta noche a las nueve os aguardaré en el jardín de la Fortaleza. La puerta que da a la marina estará abierta.
— ¡Una cita, señora! —exclamó la doncella cuando hubo terminado la lectura—. ¿Estáis en vos? A fe mía que no os reconozco. Vos, tan tímida, tan corta de genio antes de casaros... y os parece ahora tan sencillo que yo reciba un hombre a solas, por la noche, en el jardín...
—Nada hay que temer —insistió la Virreina—. Mi marido lo sabrá todo, y estoy segura de que aprobará lo que yo disponga, pues que se trata de conjurar lo que consideras como tu mayor desdicha.
—Y ¿qué habré de decir a Don Diego? El susto no me va a permitir hablar —dijo la pobre niña con acento de terror.
—Es preciso ser valerosa, criatura; y así evitarás mayores males. Di a Don Diego pura y simplemente la verdad; que no puedes amarle; que tu corazón pertenece a otro... Su orgullo no le permitirá continuar en el empeño de casarse contigo.
—Puede ser... -murmuró la joven, como vencida por las vehementes conclusiones de su amiga.
La Virreina se volvió a Enrique, que lo escuchaba todo con aire asombrado.
—Toma —le dijo-, lleva esto a tu padrino Don Diego; dile que se lo envía Doña María de Cuéllar; ¿entiendes bien, hijo? Doña María de Cuéllar. No me mientes a mí para nada.
— ¿Y si me interroga mi padrino? Yo no sé mentir, señora —dijo muy formal Enriquillo.
— ¡Esta es otra! Y ¿quién te dice que mientas, muchacho? Entrega 1 el papel; di quién lo envía, y te vas sin esperar a que te pregunten nada.
Inclinóse Enrique, e hizo ademán de salir de la estancia.
— ¡Oye, Enriquillo! ¿te vas de ese modo, sin despedirte de mi? Ven, besa mi mano. —Y la Virreina agitó al mismo tiempo la campanilla
Enrique se aproximó y besó la mano que la gentil y bondadosa dama le ofrecía. En el mismo instante apareció el escudero que va se ha mencionado, y la Virreina le dijo:
—Mira, Santa Cruz, acompaña a Enrique; llévalo a despedirse de su prima Mencía; después te vas con él, le dejas llegar solo a donde se hospeda su padrino Don Diego Velázquez. ¿Sabes dónde es?
—Sí, señora Virreina —respondió el escudero.
—Aguarda a que salga de ver a su padrino —prosiguió la dama— y lo conduces al convento de franciscanos. Haz que le lleven ahora mismo una caja de frutas y dulces de España al convento. Adiós, hijo mío —añadió volviéndose a Enriquillo—; cuida de mi encargo, y el domingo volverás a pasar el día con nosotros.
Enriquillo salió con aire apesadumbrado; el lacayo fue acompañándole, y ambos cumplieron punto por punto las instrucciones de la Virreina.