Mientras hablaba el Almirante, Enrique libertaba la cautiva golondrina de las garras del halcón, y la ofrecía maquinalmente a su prima, que presenciaba toda la escena fijando sus grandes y sorprendidos ojos pardos en el joven cacique. Alargó la mano y recibió la acongojada avecilla.
Al punto, una de las más lindas doncellas de la Virreina se adelantó vivamente; y arrancando de manos de la niña el ave prisionera, la dejó escapar lanzándola a los aires.
Doña María miró a la joven con sorpresa.
—¿Por qué habéis hecho eso, Elvira? –le preguntó en tono de reproche.
—Por evitar una gran desgracia, señora –contestó la doncella–. ¿No veis que Mencía está prometida a Enriquillo, y sería de muy mal agüero ese presente de una golondrina quitada de las garras de un gavilán?
—¡Siempre supersticiosa, Elvira! –replicó la Virreina–. Bien dejáis ver la crianza de vuestra nodriza la morisca.
—¡Ah, señora! –repuso la Elvira con aire de profunda convicción– ¡cuántas cosas he visto por mi propia experiencia, en los veinte años que tengo, que se parecían exactamente a las historias de mi buena nodriza!
—¿Historias de aparecidos y de brujas? –insistió la Virreina.
—Sí, señora –dijo con entereza la joven–. Y no sé cómo tomáis a risa lo de aparecidos, sin tener en cuenta el suceso de la Isabela-vieja.
—¿Qué suceso es ése? Como te conocen, te van a ti con todas las consejas ridículas que a mí no se atreven, porque saben que sólo creo lo que debo creer, y no patrañas e invenciones de desocupados.
—¡Patrañas! No llaméis así a lo sucedido en Isabela: cuando lo sepáis, se os va a erizar el cabello.
—Me lo contarás tú mañana a la hora de siesta, Elvira, o esta noche.
—¿Quién cuenta esas cosas de noche, señora? Me moriría de espanto. Prefiero contárselo en seguida.
Y las mujeres formaron corro al derredor de Elvira, con gran curiosidad, mientras Diego Colón oía el coloquio con aire pensativo, y Enrique colocaba el pájaro cazador en su jaula, sentándose después al lado de Mencía en un poyo del pretil de la azotea.
—Ya sabéis –dijo Elvira comenzando su narración– que de la Isabela, aquella ciudad que fundó primero el señor Almirante Don Cristóbal, que Dios haya, no quedan sino ruinas solitarias, paredones cubiertos de yedra, y sobre los que ya aferran sus flexibles raíces como un gavilán agarra su presa, los verdes y corpulentos copeyes.
“Aquella escena de desolación y abandono dicen que contrista el ánimo y le infunde ideas de muerte y desventura. El recuerdo de los infelices hidalgos que, creyendo hallar la gloria y la fortuna acompañaron al Almirante cuando por segunda vez cruzó la inmensidad del océano y fundó la Isabela, no encontraron sino trabajos durísimos, hambre, enfermedades y un fin desastroso y miserable, hace que el viajero evite con pavor aquellos lugares, donde el tiempo se apresura a borrar la huella de las construcciones de los hombres, devolviendo a una naturaleza selvática y agreste lo que hoy es el descarnado esqueleto de una ciudad, la cual parecía destinada a eterna duración, y en breve ha sido barrida de la faz de la tierra, como lo fueron Sodoma y Gomorra.
“Las nuevas que de aquellas tétricas soledades llevaban de vez en cuando los monteros extraviados a los colonos circunvecinos, aumentaban y fortalecían el sentimiento de terror y aversión que en torno suyo esparcen las ruinas de la Isabela. Escúchanse allí de continuo, y más particularmente a la hora del mediodía hasta las tres de la tarde y desde el anochecer hasta asomar la aurora, mil ruidos espantosos, rumores infernales, crujir de goznes y cadenas, todo confusamente mezclado con voces lamentables, ayes e imprecaciones que hielan de horror la sangre en las venas. Los más valientes huyen de aquel contorno despavoridos: los pusilánimes desfallecen y quedan allí paralizados, privados de razón y sentimiento. Algunos han quedado trastornados e idiotas; cuando en Puerto Plata se ve a un hombre alelado y como fuera de sentido, acostumbran decir: “éste ha andado por la Isabela".
“Pero lo sucedido últimamente ha puesto el sello a la reputación siniestra y lúgubre de aquellas ruinas. Me lo contaron anoche, en casa de Don Rodrigo de Bastidas, el Señor Lucas Vásquez de Ayllon, y otros caballeros que juran por la cruz de su espada la verdad del hecho. Dicen que se platica y afirma públicamente entre la gente común de aquella vecindad que yendo hace pocos días un hombre o dos por aquellos edificios de la Isabela, en una calle aparecieron dos hileras de caballeros, alineados a una mano y otra, que parecían todos gente noble y de palacio, bien vestidos, ceñidas sus espadas y rebozados con mantas de camino, de las que se usan en España; y sorprendidos los que tal visión contemplaban, sin acertar a explicarse cómo había aportado allí gente tan nueva y tan bien ataviada, sin noticia alguna de ellos en la isla; los saludaron y les preguntaron cuándo y de dónde venían; pero los desconocidos, guardando solemne silencio, hicieron como que devolvían el saludo a los dos viandantes, y al descubrirse con mesurada cortesía, todos a la vez, quitaron también las cabezas de los hombros, quedando descabezados, y al punto desaparecieron; de la cual terrífica visión y turbación aún están los que los vieron cuasi muertos, sin poderse ocupar en nada de puro penados y asombrados”.
El auditorio femenil prorrumpió en exclamaciones de admiración al oír el cuento de Elvira: en el semblante de todas las jóvenes dejábase ver la credulidad tímida, profundamente impresionada por el estupendo caso; pero la Virreina, mujer de gran temple de alma y de un juicio superior a la flaqueza o la ignorancia de sus doncellas, las tranquilizó diciendo con burlona sonrisa:
—¡Cómo se divertirían Ayllon y sus compañeros cuando te contaban esos desatinos, pobre Elvira!
—Mis enemigos, María –dijo de repente el Almirante, que había permanecido hasta entonces taciturno–, echan mano de todo para despertar odios contra mi casa. Esa conseja, esa patraña la acreditan y ponen hoy en boga Pasamonte y sus amigos, para resucitar la memoria de uno de los cargos con que la calumnia y la injusticia llenaron de amargura la vida de mi ilustre padre. Se trata hoy de hacer gente contra el hijo.
—¿Lo oyes, Elvira? –exclamó la Virreina–. A mí me enseñó mi tía la duquesa a no creer en duendes ni en brujas. Solía decir que en el fondo de todas las apariciones y hechicerías se hallaba siempre alguna trapisonda de pícaros o de enamorados.