La convalecencia de Enriquillo fue rápida; mucho más rápida de lo que podía preverse a juzgar por el informe del doctor Gil Pérez, que así llamaban al médico que por orden del Almirante fue al convento de los Franciscanos, y tuvo aquella acalorada disputa con Don Bartolomé de Las Casas. Este, que vigiló asiduamente la asistencia del enfermo, según todas las probabilidades, llevó adelante su rebelión contra la autoridad del docto facultativo, y el resultado fue que antes de tres semanas Enrique, completamente libre de fiebre, aunque pálido y débil, salía de su aposento y discurría por los patios del convento a su entera satisfacción. El pronóstico del doctor había señalado un mes, según se recordará, como máximum de tiempo para que el enfermo, siguiendo fielmente sus prescripciones científicas, recobrara la salud. Sea, pues, como fuere, salió cierto y victorioso el fallo de la ciencia. Lleno de pesadumbre el mancebo, que no podía conformarse con haber visto desaparecer en un breve minuto a su tía Higuemota, a quien consideraba como al ser a quien debía mayor tributo de cariño y gratitud, solamente se consoló cuando Las Casas, siempre compasivo y eficaz, le hizo recordar el legado que encerraban las últimas palabras de la joven e infeliz viuda al morir. Según el filántropo, aquel voto debía tener más fuerza que un testamento escrito, para los tres únicos testigos de la triste escena; a saber Enrique, la niña Mencía, y el mismo Las Casas. Enrique, concluía el próvido Licenciado, tenía doble obligación de resignarse y ser fuerte, para velar sobre el porvenir de su tierna prima, y cumplir las sagradas recomendaciones de la moribunda madre. Es indecible el efecto de las oportunas representaciones de Las Casas en el ánimo de Enrique. Desde aquel punto, juzgando vergonzoso e indigno el abatimiento que lo dominaba, compuso el semblante, se mostró dispuesto a arrostrar todas las pruebas y los combates de la vida, y solamente un vago tinte de tristeza que caracterizaba la expresión habitual de su rostro permitía traslucir la profunda melancolía arraigada en su espíritu, a despecho de su esfuerzo por disimularla. El Licenciado Las Casas, en vista de tales progresos, concertó con Velázquez para de allí a pocos días la presentación de su protegido a los Virreyes. Hicieron proveerse al efecto de vestidos de luto a Enrique, cuya fisonomía, naturalmente grave, realzada por la palidez que su pasada enfermedad y la emoción del momento le imprimían, ostentaba un sello de distinción sobre manera favorable al joven cacique. Diego Velázquez, con aire de triunfo, lo hizo notar a Las Casas. Su vanidad estaba empeñada en que el muchacho pareciera bien a todos. Cuando llegó Enrique a la presencia de los Virreyes, éstos lo acogieron con singular afabilidad y agasajo. Alentado por la bondad de los ilustres personajes y por la destreza con que Las Casas estimulaba su confianza, Enrique no tardó en manifestar el deseo de ver a su prima. Inmediatamente fue conducido por la misma Virreina a sus aposentos, y de allí a un bello jardín situado en el patio interior de la Fortaleza, donde la niña, triste y silenciosa, escuchaba con indiferencia la conversación de las camareras de Doña María. Al reconocer a Enrique, se levantó con vivacidad, y corriendo hacia él, lo abrazó candorosamente y lo besó en el rostro. El joven, contenido por la delicadeza de su instinto, no correspondió al saludo tan expansivamente, y se limitó a tomar una mano a la encantadora niña, mirándola con blanda sonrisa y no sin lágrimas que a pesar suyo rodaban por sus mejillas. La Virreina, conmovida, quiso distraerle diciendo: —Vamos, Enrique, besa a tu prima. El joven dirigió una mirada indefinible a la bondadosa gran señora, y repitió, meditabundo y como hablando consigo mismo: — ¡Besa a tu prima! Así me dijo ella a punto de expirar; y ni siquiera me dio tiempo para cumplir su recomendación... — ¿De quién hablas, Enrique? —preguntó con interés Doña María. —De la que no existe ya: de mi querida tía Higuemota, que al morir me dijo como vos: “besa a tu prima”, en presencia del señor Bartolomé de Las Casas; y añadió, como última despedida: a la que un día, si Dios ove mis ruegos, ha de ser tu esposa. Y Enrique tomó con ambas manos la linda cabeza de Mencía, besó con ternura su frente, y prorrumpió en sollozos. La compasiva señora no pudo ver con ojos enjutos aquel acerbo pesar, y haciendo un esfuerzo para vencer su emoción, trató de distraer al joven diciéndole: —¿Luego, Mencía será tu esposa, cuando ambos estéis en edad de casaros? —Si yo no tuviera el propósito —respondió con acento profundo Enrique—, de cumplir esa última voluntad de mi tía, ¿qué interés tendría en vivir? Debo servir de apoyo en el mundo a mi pobre prima, y sólo por eso quiero conservar la vida. —¡Sólo por eso, niño! —dijo la Virreina en tono de afectuoso reproche—. ¿No amas a nadie más que a tu prima en el mundo? —¡Oh si, señora! —replicó Enrique vivamente—. Amo a mis bienhechores; a Don Bartolomé de Las Casas, a mi padrino Don Diego, a mi buen preceptor el padre Remigio... —Y espero —interrumpió Doña María—, que nos has de amar también a mi esposo y ami, como nos ama ya Mencía. ¿Es cierto, hija mía?
—Sí, señora —contestó la niña—. Os amo con todo mi corazón. Doña María la acercó a sí, besóla cariñosamente, y la retuvo estrechando aquella rubia cabecita contra su mórbido seno, como pudiera hacerlo una madre con el fruto de sus propias entrañas. Mientras que estas tiernas escenas pasaban en el patio interior de la fortaleza en medio de los floridos arbustos del jardín, Don Diego Velázquez, preocupado con la idea de su matrimonio, que en aquella mañana misma había concertado con Don Cristóbal de Cuéllar, y procediendo siempre bajo la inspiración de los consejos de Mojica, aprovechaba el tiempo para notificar al Almirante y a Las Casas que había pedido formalmente y obtenido del Contador real la mano de la hermosa María de Cuéllar. — ¡Qué me place, Don Diego! —exclamó el Almirante con franca alegría—; justo es que el mejor caballero se lleve la mejor dama... No hay en esto, Don Bartolomé, vejamen para vos, que me habéis dicho que no pensáis casaros... — ¡Oh señor! Yo estoy fuera de combate —dijo el Licenciado con afable sonrisa—. Y pues que estamos de confidencias, os diré que ya se acerca el día en que yo tome estado. Antes de tres meses, con la ayuda del Señor, seré, aunque indigno, ministro de sus altares; y vos, ilustre Almirante, en memoria de mi venerado amigo, vuestro insigne padre, seréis el padrino que me asista en mi primera misa, si no lo habéis a enojo. — ¡Por la Virgen santísima! Licenciado —respondió Diego Colón—, que nada pudiera serme más grato y honroso... Cierto es—repuso riéndose—, que, según mi parecer, mejor os hubiera estado imitar al teniente Velázquez eligiendo esposa entre tantas pobrecitas, cuanto hermosas damas, que a eso han venido al Nuevo Mundo; pero ninguna de ellas, supongo, se atreverá a tener celos de nuestra Santa Madre Iglesia. — ¡Ah! señor Almirante —dijo entre grave y risueño Las Casas—; sólo esta esposa me conviene; creedlo: sólo con ella, ayudadó del divino espíritu que la alienta, podré dedicarme a consolar a los que lloran, como es mi vocación y mi deseo. —Pues digo Amén de todo corazón, querido Licenciado —repuso alegremente el Almirante. Prosiguió por el estilo y con tan buen humor la plática de los tres personajes amigos, hasta que regresó al salón Doña María, enteramente sola. — ¿Qué has hecho de Enriquillo? —le preguntó su esposo riendo— ¿Sin que te lo haya yo dado en encomienda, tratas de quedarte con él? —Por hoy, seguramente; con permiso de estos señores -- contestó en igual tono la Virreina —El y Mencía han manifestado tanto placer al encontrarse, que sería inhumano privarlos de estar juntos siquiera medio día. — ¿Y por qué no más tiempo? —insistió Don Diego Colón—. Si eso consuela a las dos pobres criaturas ¿por qué separarlos? Bien puede Enriquillo quedarse como paje en nuestra casa. —Algo así le propuse; pero tanto cuanto fue su regocijo al decirle que iba a permanecer hoy con Mencía, así fue el disgusto que expresó ante la idea de vivir en la Fortaleza. Prefiere el convento, porque dice que no quiere dejar al señor Las Casas, a quien tiene mucho amor; como al señor Diego Velázquez y ya no recuerdo a quién más. Revela esa criatura un corazón bellísimo. —De mi puedo asegurar, señora —dijo con aire sentimental Velázquez—, que lo amo como si fuera hijo mío. —Nada hay que extrañar en que Enrique —agregó a su vez Las Casas, deseoso de recomendar más y más su protegido a los Virreyes-, prefiera la monotonía del convento a esta suntuosa morada. De muy niño le he visto melancólico por natural carácter; y luego, el hábito de sus estudios ha desarrollado en él tal aplicación, que sólo se halla bien escuchando las disputas filosóficas y teológicas que a la sombra de los árboles son nuestro único entretenimiento en las horas francas del monasterio. —Convengamos, pues —dijo Doña María—, en un arreglo que a todos dejará satisfechos. Siga Enrique al cuidado inmediato del señor Licenciado en San Francisco, y véngase a pasar los días de fiesta en esta casa al lado de su novia. —¡De su novia! ¿Quién es su novia? —preguntó el Almirante. —¿Quién ha de ser? Su prima Mencia, nuestra hija de adopción. Este es asunto consagrado y sellado por la muerte. Y la Virreina refirió lo que Enrique le había comunicado en el jardín. Las Casas, como testigo principal de lo ocurrido al morir Doña Ana de Guevara, confirmó en todas sus partes el relato del joven cacique, y formuló su indeclinable propósito de tomar a su cargo el estricto cumplimiento de las últimas voluntades de la difunta. Todos hicieron coro al buen Licenciado en su generosa resolución, y desde aquel día pareció que la dicha y el porvenir de los dos nobles huérfanos estaban asegurado. No se justificaron después, en el curso fatal de los acontecimientos, esas halagúeñas cuanto caritativas ilusiones; que los empeños de la voluntad humana encuentran siempre llano y fácil el camino de la maldad; mas, cuando se dirigen al bien y los inspira la virtud, es seguro que han de obstruirle el paso obstáculos numerosos, sin que para vencerlos valga muchas vece ni la fe en la santidad del objeto, ni la más enérgica perseverancia e la lucha.