Cuando los Virreyes llegaron a la ciudad de Santo Domingo, encontraron más encrespadas que nunca las intrigas del tesorero Pasamonte y los demás émulos de su gobierno. Apenas repuesto de la fatiga del camino, tuvo Diego Colón que entregarse en cuerpo y alma a contrarrestar los artificios con que se trataba de arruinar su crédito en España. Las cartas del gran Comendador su suegro, y de Fernando su hermano, eran apremiantes, y advertían al Gobernador que solamente su grande eficacia e influjo podían balancear en el ánimo del Rey, y en el Consejo Real, las malas impresiones de los continuos informes torcidos y chismes calumniosos que de la Española llovían contra su gobierno y su casa en distintas formas. Diego Colón resolvió enviar a la Corte a su tío Don Bartolomé, cargado de justificaciones y de regalos, para conjurar la nube siniestra que contra él se estaba condensando. Escribió a todos sus amigos de la isla cartas urgentes, pidiéndoles el auxilio de su respectivo valimiento en España. “Ved –les decía– que mis enemigos son numerosos, activos, y ponen grandes resortes en juego para dañarme en la opinión del Rey; pues todos aquéllos que, como Fonseca y Conchillos, han visto mermado el lucro que de acá les iba, por haberles reducido yo los repartimientos que con harta injusticia disfrutaban, no desaprovechan aviso, chisme o embuste con que perjudicarme y perderme”. A esta declaración unía el Almirante hábiles exhortaciones para que sus amigos no lo dejaran solo en la brecha, diciéndoles que si el bando opuesto conseguía la victoria, vendrían tiempos muy duros para cuantos habían merecido el favor y la amistad de los Colones; y concluía participando la próxima partida de su tío el Adelantado para España, y recomendando que remitieran a tiempo sus cartas y aquellos objetos de curiosidad y valor que cada uno tuviera y juzgase dignos de ser enviados a la Corte en calidad de regalos. Diego Velázquez y Don Francisco de Valenzuela fueron de los más eficaces y prontos en responder al llamamiento de su jefe y amigo. Ambos enviaron cuanto tuvieron a mano digno de aprecio por su valor o su novedad, como pepitas de oro nativo, ídolos de piedra de los indígenas y otros objetos raros de bainoa y la Maguana. Valenzuela mandó además un regalo que causó mucho regocijo a Diego Colón, porque supuso con fundamento que sería recibido con singular estimación por el Soberano, a quien lo destinó desde luego. Consistía en doce halcones o neblís, cazados y adiestrados por Enriquillo. El joven Valenzuela fue delegado para llevar el presente al Almirante, y nuestro cacique, con gran contento suyo, recibió encargo de acompañar al mensajero, para cuidar por sí mismo los preciosos pájaros y hacer muestra de su destreza en altanería ante Diego Colón. Pusiéronse, pues, en marcha para Santo Domingo con los criados y todo el equipo necesario. Enrique, recibido con afectuosa distinción por los Virreyes, como su compañero Valenzuela, tuvo el placer de ver y abrazar a su prima Mencía, que sea dicho de paso, durante la ausencia de su protectora en la Vega estuvo confiada al cuidado afectuoso de la familia de Cuéllar. Tomó cuenta Diego Colón al joven cacique del género de vida que llevaba en la Maguana, y de la traza con que conseguía cazar y domesticar las adustas aves de rapiña enviadas por Don Francisco de Valenzuela. Enriquillo, con modesta, al par que despejada actitud, satisfizo al Almirante en estos términos: —Señor, yo procuro arreglar mi manera de vivir a lo que aprendí de los buenos padres en el convento de la Vera Paz, y a los consejos de mi amado bienhechor el señor Las Casas. Ellos me decían siempre que la ociosidad engendra el vicio, y me acostumbraron a estar ejercitado a todas horas en algo útil. Además, los ejercicios a que me ha dedicado el señor Valenzuela en la Maguana están conformes con mis inclinaciones y mi voluntad, por lo que me sirven más bien de recreo que de trabajo. Me levanto al rayar el día, monto a caballo y atravieso a escape la vasta llanura, toda fresca y brillante con las gotas del rocío de la noche. Inspecciono el ganado, los corrales y apriscos, advirtiendo a los zagales todo lo que observo descuidado o mal hecho. De vuelta a casa, alto ya el sol, almuerzo con los señores, que tienen la bondad de aguardarme siempre. A la hora de siesta, en que ellos duermen, yo me voy a bañar y a nadar un poco en las aguas del inmediato río; vuelvo a casa, y escribo cuentas o lo que me dicta y ordena el señor Don Francisco. Por la tarde, vuelvo a recorrer la campiña, visito las labranzas, apunto las faltas y las sobras de los encomendados, y cuido de que se provean sus necesidades y sus dolencias se remedien, lo que da mucho contento a mi buen patrono, que a todos los indios nos mira como a hijos. Cuando me sobra el tiempo, leo por la tarde algún libro de religión o de historia, y todas las noches rezo con los demás de la casa el santísimo rosario. Esta es mi vida, señor, con muy raras alteraciones de vez en cuando; y a fe que no pido a Dios mejor estado, conforme con todo, y agradecido a sus beneficios.
—Y los neblíes –insistió Diego Colón– ¿cómo los cazas? —Ese es mi ejercicio de los domingos y días de fiesta, señor Almirante. Ortiz, el escudero de mi padrino Don Diego, me enseñó todo lo concerniente a cetrería en la Maguana. De él aprendí a armar lazos sutiles; a sorprender en sus escarpados nidos a los polluelos, o a aturdirlos cuando ya vuelan, disparándoles flechas embotadas. Después los domestico fácilmente, dándoles de comer por mi mano mariposas y otros insectos: los baño en las horas de calor, los acaricio, y pronto consigo que no se asombren, cuando llego a cogerlos. Al salir de la muda, los macero reduciéndoles el alimento, con lo que los obligo a procurar por sí mismos la presa, hasta que se adiestran completamente; sólo entonces los lanzo contra las otras aves; y ya sea la tórtola que se embosca en los árboles, o el pitirre que pasa rozando el suelo, o el vencejo que se remonta a las nubes, mi halcón vuela rápido, y trae la presa a mis pies. Y el cacique decía esto con la vivacidad del entusiasmo. —¿Podrías hacer alguna prueba de eso en mi presencia? –volvió a decir Diego Colón. —Cuantas veces queráis, señor –contestó con sencillez Enriquillo. —Pues al avío –repuso el Almirante. Y llamando a su esposa, salieron todos, seguidos de Mencía y algunas damas, al terrado inmediato. Al punto llevaron allí los criados las jaulas en que estaban los neblíes. Numerosas gaviotas blancas y cenicientas revoloteaban a corta distancia rozando las murmuradoras aguas del Ozama, mientras que a considerable altura, sobre los tejados de los edificios las juguetonas golondrinas se cernían en el espacio diáfano, describiendo caprichosos y variados giros. Era una tarde bellísima; el cielo azul resplandecía con los fulgores de un sol radiante, que declinaba ya hacia el ocaso. Enriquillo escogió uno de sus halcones; era un hermoso pájaro de hosco aspecto, ojos de fuego, cabeza abultada y corvo pico; recias plumas veteadas de negro y rojo claro decoraban sus alas, y tenía salpicado de manchas blancas el parduzco plumaje de la espalda. El pecho ceniciento y saliente, las aceradas garras que se adherían a las carnosas patas cubiertas de blanca pluma, completaban el fiero y altivo aspecto de aquella pequeña ave, que semejaba un águila de reducidas proporciones. Tomóla el joven cacique y la plantó sobre el puño izquierdo cerrado; en seguida preguntó al Almirante: —¿Queréis una gaviota o una golondrina? —Lanza el pájaro contra la gaviota primero: las sardinas nos lo agradecerán –dijo Don Diego. Enrique hizo un rápido movimiento de inclinación con la diestra hacia el punto que ocupaba una banda de gaviotas, y el inteligente neblí se disparó en línea recta sobre ellas, apoderándose de una y volviéndose al joven cacique en menos tiempo del que se emplea en referirlo. La gaviota piaba lastimosamente, y el cazador la libró de las garras de su enemigo, entregándola al Almirante. Éste prorrumpió en un regocijado aplauso, y puso la cautiva en manos de su esposa. —Vamos ahora con las golondrinas –dijo al joven cazador, que acariciaba con la diestra su halcón, posado otra vez tranquilamente en el índice de la mano izquierda. Enrique alertó el pájaro con un leve movimiento, y luego lo lanzó en dirección de las golondrinas, a una de las cuales cupo la misma desgraciada suerte de la gaviota prisionera. —¡Víctor, Enriquillo! –exclamó Diego Colón–. Eres un gran cazador; y si no te guardo desde ahora conmigo, es porque necesito que sigas en tu tarea de coger el mayor número posible de estos excelentes neblíes, y enseñándolos tan bien como al que acabas de probar ahora. Los quiero para mi recreo, y para enviar a España, pues sé que Su Alteza el Rey va a estimar por ellos en mayor precio esta bella porción de sus dominios.