Más de tres meses permanecieron los Virreyes en La Vega después de la misa nueva de Las Casas.
Este tiempo lo dedicaron, tanto a las funciones de gobierno y a inspeccionar la fundición, las minas de Río Verde y otras comarcanas; tanto a los cuidados enojosos que acompañan al ejercicio de una autoridad casi absoluta, como a la admiración contemplativa de las innúmeras bellezas de aquel país encantador, de aquella región peregrina que el entusiasta Bartolomé de Las Casas, como el gran Colón, tenía por digno asiento de los Campos Elíseos, llamándola con los nombres más poéticos que le sugería su ardiente y rica imaginación, “la grande y bienaventurada y Real Vega, para encarecer cuyas condiciones y calidades no parece que puede haber vocablos, ni vehemencia para con encarecimiento los dar a entender… Hacen esta vega, o cercanía, desde que comienza hasta que se acaba, dos cordilleras de altísimas y fertilísimas y graciosísimas sierras, que la toman en medio; lo más alto de ellas y todas ellas fértil, fresco, gracioso, lleno de toda alegría… Por cualquiera parte destas dos sierras que se asomen los hombres, se parecen y descubren veinte, treinta y cuarenta leguas a los que tienen la vista larga, como quien estuviese en medio del océano, sobre una altura muy alta. Creo cierto que otra vista tan graciosa y deleitable, y que tanto refrigere y bañe de gozo y alegría las entrañas, en todo el orbe no parece que pueda ser oída ni imaginada, porque toda esta vega tan grande, tan luenga y larga, es más llana que la palma de la mano; está toda pintada de yerba, la más hermosa que puede decirse, y odorífera, muy diferente de la de España; píntanla de legua a legua, o de dos a dos leguas, arroyos graciosísimos que la atraviesan, cada uno de los cuales lleva por las rengleras de sus ambas a dos riberas su lista o ceja o raya de árboles, siempre verdes, tan bien puestos y ordenados, como si fueran puestos a mano, y que no ocupan poco más de 15 o 20 pasos en cada parte. Y como siempre esté esta vega y toda esta isla como están los campos y árboles en España, por el mes de abril y mayo, y la frescura de los continuos aires, el sonido de los ríos y arroyos tan rápidos y corrientes, la claridad de las dulcísimas aguas, con la verdura de las yerbas y árboles, y llaneza o llanura tan grande, visto todo junto y especulado de tan alto, ¿quién no concederá ser la alegría, el gozo, y consuelo y regocijo del que lo viere, inestimable y no comparable? Digo verdad, que han sido muchas, y más que muchas que no las podría contar, las veces que he mirado esta vega desde las sierras y otras alturas, de donde gran parte de ella se señoreaba, y considerándola con morosidad, cada vez me hallaba tan nuevo y de verla me admiraba y regocijaba, como si fuera la primera vez que la vide y la comencé a considerar. Tengo por averiguado, que ningún hombre y sabio que hubiese bien visto y considerado la hermosura y alegría y amenidad y postura desta vega, no tenía por vano el viaje desde Castilla hasta acá, del que siendo filósofo curioso o cristiano devoto, solamente para verla; el filósofo para ver y deleitarse en una hazaña y obra tan señalada en hermosura de la naturaleza, y el cristiano para contemplar el poder y la bondad de Dios, que en este mundo visible cosa tan digna y hermosa y deleitable crió, para en que viviesen tan poco tiempo de la vida los hombres, y por ella subir en contemplación que tales serán los aposentos invisibles del cielo, que tiene aparejados a los que tuvieren su fe y cumplieren su voluntad, y coger dello motivo para resolverlo todo en loores y alabanzas del que lo ha todo criado. Pienso algunas veces, que si la ignorancia gentílica ponía los Campos Elíseos comúnmente en las islas Canarias, y allí los moradas de los bienaventurados que en esta vida se habían ejercitado en la vida virtuosa, en especial secutado justicia, por lo cual eran llamadas Fortunadas, y teniendo nueva dellas acaso aquel gran Capitán romano, Sertorio, aunque contra Roma, le tomó deseo de irse a vivir y descansar en ellas por una poquilla de templanza que tienen, ¿qué sintieran los antiguos y qué escribieran desta felicísima isla, en la cual hay diez mil rincones, cada uno de los cuales difiere tanto, en bondad, amenidad, fertilidad y templanza y felicidad, de la mejor de las islas de Canarias, como hay diferencia del oro al hierro y podría afirmarse que mucho más? ¿Cuánto con mayor razón se pusieran en esta vega los Campos Elíseos, y Sertorio la vivienda della codiciara, la cual excede a estas Indias todas, y siento que a toda la tierra del mundo sin alguna proporción cuanta pueda ser imaginada”.
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Llegaron por aquellos días a la ciudad de La Vega, en demanda de Diego Colón, los primeros frailes de la orden dominica que salieron de España para el Nuevo Mundo.
Los gobernaba y dirigía el virtuoso y pío fray Pedro de Córdoba, en quien resplandecían todas las perfecciones físicas y morales que rara vez se presentan reunidas en un mismo sujeto, para honrar y enaltecer la especie humana. Varón de ilustre alcurnia, desde su más temprana juventud se había consagrado a los estudios y a la profesión monástica, acreditando en todos sus actos el espíritu fervoroso y caritativo que lo animaba. Abandonó todos los esplendores de la tierra para abrazar voluntariamente la pobreza y las privaciones del claustro, y sólo contaba veintiocho años de edad cuando atravesó los mares con sus compañeros para fundar la primera casa de su orden en la Española.
No encontrando a Diego Colón en la capital resolvieron ir a verle a la Concepción, y entretanto fueron alojados pobrísimamente en Santo Domingo, por un honrado vecino llamado Pedro de Lumbreras, rehusando todo regalo con que las autoridades les brindaran, en cumplimiento de las órdenes y recomendaciones del Soberano. Vivían de las limosnas que los particulares les ofrecían, y se trasladaron a La Vega a pie, sufriendo mil trabajos y privaciones en el camino, para concertar con el Almirante los medios de llenar su cometido y llevar a efecto la fundación de su convento.
Acogidos por los Virreyes con veneración, no tardaron en ganarse el amor de todos con su celo piadoso y sus exquisitas virtudes. Las Casas concibió hacia fray Pedro la más profunda simpatía, la amistad más fervorosa desde el día que lo oyó convocar desde el púlpito de la iglesia mayor de la Concepción a todos los vecinos que tuviesen a su cargo indios encomendados, para que los condujeran al templo después de la comida. Fue aquel un día de triunfo para el espíritu civilizador del Cristianismo.
Llegada la hora prefijada para la conferencia, vióse al humilde misionero con su tosco sayal de jerga, que nada quitaba a su noble y bella figura, su aspecto bondadoso y austero a la vez; y llevando un crucifijo en la diestra, tomar asiento en un banco y dirigir a la multitud de indios, casi atónitos por la novedad de aquel acto, un elocuente sermón, instruyéndoles en la historia y en las excelencias de la religión cristiana, e inculcándoles la consoladora doctrina sellada con el sublime sacrificio del Gólgota.
La plática del fervoroso dominico fue de trascendencia suma: vibraron fuertemente las cuerdas, por mucho tiempo flojas y enmohecidas, de los sentimientos cristianos en toda la colonia, allí representada por el mayor número de los pobladores que, procedentes de los diversos ámbitos de la Isla, se hallaban en La Vega y concurrieron por curiosidad al templo: el lenguaje lleno de caridad y unción que hería sus oídos les llamaba poderosamente a la compasión y respeto de aquellos pobres seres a quienes por primera vez oían apellidar solemnemente “hermanos en jesucristo” por labios europeos.
Era evidente que el espíritu de Dios hablaba por la boca de aquel hombre, y todos vieron en él un emisario del cielo.
Fray Pedro correspondió con efusión a la naciente amistad de Las Casas; amistad que después se consolidó por las pruebas de una carrera gloriosa y llena de azares, a que estuvieron siempre expuestos aquellos dos varones, tan dignos de marchar unidos por la senda de la abnegación en pro de la justicia y del bien.
Así inició su vida en el Nuevo Mundo la religión de los dominicos, que prestó eminentes servicios a la humanidad y a la civilización, conteniendo enérgicamente en muchas ocasiones los crueles excesos de la codicia y la brutal explotación de los indios; y consiguió más de una vez enfrenar la ambición y los vicios de los conquistadores, oponiéndoles la autoridad de la ciencia y de las virtudes de una falange de hombres animosos, alentados por el desprendimiento de los intereses terrenos y por el celo ardiente y puro de corazones verdaderamente cristianos.
La posteridad, justa siempre, aunque a veces tardía en sus fallos, si tiene una voz enérgica para condenar el fanatismo religioso que encendió en Europa las hogueras de la Inquisición, tiene también un perdurable aplauso para el celo evangelizador que los frailes de la orden dominica desplegaron en el Nuevo Mundo, predicando el amor y la blandura a los fuertes, consolando y protegiendo a los oprimidos; combatiendo abiertamente los devastadores abusos y las inhumanidades que afearon la conquista.
Concluyó la fundición y marca de oro en aquella sazón, y los mineros y colonos fueron poco a poco despidiéndose de La Vega y regresando a sus casas y haciendas. Diego Velázquez, harto mohíno por la negativa del Almirante a que siguiera en su compañía hasta Santo Domingo, se dirigió hacia los territorios de su mando, al oeste de la isla, y el joven Valenzuela lo acompañó hasta la Maguana. Fray Pedro de Córdoba y los demás religiosos que a éste obedecían, obtenidos los favorables despachos de Diego Colón, emprendieron su viaje de retorno a la capital de la colonia, donde dieron comienzo con fervor y actividad a la fundación de su casa o monasterio. Las Casas, que volvió a Santo Domingo con los frailes dominicos, prestaba a la empresa el auxilio de sus conocimientos locales, y por su genial eficacia hacía tanto o más que el mejor dispuesto de la comunidad, aunque aplazando su deseo de ingresar en ella.
El Almirante y su esposa hubieran prolongado gustosos su permanencia en La Vega. Allí sentían su autoridad más entera y menos contrariada que en la Capital, donde las arterías de Pasamonte y sus secuaces, les multiplicaban día por día las incomodidades y los disgustos. Forzoso les fue al cabo de tres meses despedirse también de aquellos sitios encantadores, y dirigirse a la ciudad ribereña del Ozama, donde les llamaba imperiosamente el desempeño de sus altos deberes.