Por espacio de diez o doce días más, continuaron llegando incesantemente a la Concepción viajeros de todas partes de la isla. Atraídos los unos por amistad o adhesión a Las Casas, los otros por la novedad del sagrado espectáculo de una misa nueva, que ofrecía la particularidad de ser la primera que iba a celebrarse en el Nuevo Mundo, y otros muchos por la necesidad de aprovechar la época de la fundición y marca del oro extraído de sus minas, jamás se había visto en ningún punto de la isla Española, desde su descubrimiento, tanta gente reunida como la que entonces concurrió a La Vega.
Diego Velázquez no fue de los últimos: pidió en nombre de su antigua e íntima amistad con Las Casas licencia, que el Almirante le concedió, para pasar desde las comarcas de su mando a La Vega, y voló allá solícito, con la esperanza de encontrar a su prometida en el séquito de La Virreina; pero tan grata ilusión se disipó, convirtiéndose en tristeza, el día que, entre arcos de triunfo, colgaduras de seda y guirnaldas de flores, al ruido alegre de todas las campanas acentuado por estentórea artillería, coreado por bulliciosos y repetidos vítores, hicieron los Virreyes su entrada solemne y casi regia en la ciudad predilecta de Colón.
Buscó ansiosamente Velázquez a su novia, y no viéndola inquirió noticias suyas con el primer amigo o conocido que halló a su paso y obtuvo el informe de que María de Cuéllar, presa de enfermedad desconocida, sin ánimo ni fuerzas, tornadas en azucenas las rosas del semblante, no había estado en disposición de emprender el penoso viaje de los Virreyes. Estas tristes nuevas se las confirmó el Almirante, tan pronto como llegó a su alojamiento y entró en sosegada conversación con Velázquez.
—¿Y Grijalva? –preguntó éste, que llegó a temer el regreso de su rival a Santo Domingo.
—Tuve noticias suyas –contestó Diego Colón–. Me dicen que sólo piensa en hacer la guerra a los indios en las montañas de jamaica, y en ganarse la voluntad de aquellos salvajes cuando los tiene sometidos. Se ha aficionado a este oficio, y en nada menos piensa que en volver por acá.
—¿Me permitiréis acompañaros a vuestro regreso a Santo Domingo? –añadió Velázquez en tono suplicante.
—Pensad que no es aún transcurrido el término señalado para vuestra boda –replicó el Almirante–; y que la indisposición de vuestra prometida exige, en concepto de los médicos, muchas precauciones para evitar que cualquier emoción violenta agrave su mal; tened, pues, paciencia. Don Diego.
Y con estas palabras dio fin el Almirante al espinoso incidente. Velázquez calló resignado, y sus ideas no tardaron en tomar distinto rumbo, engolfándose en la conversación que diestramente reanudó aquél sobre la proyectada empresa de Cuba.
Según el Comandante de jaragua, todos los preparativos necesarios estaban hechos, y con quince días de aviso anticipado, las naves podrían ir a San Nicolás a embarcar a la gente, los caballos, útiles y provisiones que habían de constituir la expedición conquistadora y colonizadora de Cuba. Diego Colón multiplicó las preguntas y propuso infinitas cuestiones relativas a los pormenores de la empresa, logrando la satisfacción de que Velázquez resolviera todos los reparos de tal modo, que acreditó más y más su previsora capacidad. Con todo, no quiso que el asunto saliera del estado de deliberación, y nada determinó, aplazando los acuerdos hasta que la consagración de Las Casas estuviera consumada, y pudiera este sabio consejero dedicar sus meditaciones a los negocios mundanos.
Tres días después de la llegada de los Virreyes a la Concepción recibió el Licenciado las sagradas órdenes mayores en la capilla del obispo, sin ostentación ni aparato de ninguna especie. No así la misa nueva, que fue cantada el domingo inmediato con gran solemnidad en el templo principal de la Concepción, con asistencia del mismo prelado y de los Virreyes; siendo padrino del nuevo sacerdote Don Diego Colón. El concurso fue inmenso, las ceremonias pomposas y las fiestas espléndidas, pues, como a porfía, celebraron el fausto suceso de la primera misa nueva de Indias todos los moradores de la ciudad y los que de lejos habían asistido a las anunciadas solemnidades.
Multitud de valiosos regalos recibió el nuevo sacerdote aquel día, consistentes los más de ellos en ricas piezas de oro de diferentes formas y hechuras, del que se había llevado a la fundición real; todo lo dio generosamente Las Casas a su padrino, guardando solamente algunos objetos de esmerada ejecución, por vía de recuerdo o curiosidad. Notan los historiadores la rara circunstancia de que en esta misa faltó el vino para consagrar, pues no se halló en toda la isla, a causa de haberse demorado los arribos de Castilla. Así quiso la Providencia singularizar aquel acto augusto, con que selló su vocación hacia la virtud y el sacrificio uno de los hombres más dignos de la admiración y de las bendiciones de todos los siglos.
¿Quién sabe? No iría tan fuera de camino la piedad sencilla atribuyendo misteriosa significación a aquella imprevista carencia del vino, símbolo de la sangre del Cordero sin mancilla, al elevarse hacia el trono del Eterno los votos de aquella alma compasiva y pura, que se estremecía de horror ante las cruentas iniquidades de la conquista. En la primera misa nueva oficiada en el Nuevo Mundo, no se hizo oblación de aquella especie que es como una reminiscencia de la crueldad de los hombres; únicamente se alzó sobre la cabeza consagrada del filántropo ilustre la cándida hostia, testimonio perdurable del amor de Dios a la mísera humanidad. Este interesante episodio, y el honor de haber sido fundada por el gran Cristóbal Colón en persona, son dos timbres de gloria que las más opulentas ciudades de América pueden envidiar a las olvidadas ruinas de la un tiempo célebre Concepción de La Vega.