Media hora no había transcurrido desde la llegada del Licenciado, cuando le dieron aviso de que un caballero deseaba verlo, con recados de un íntimo amigo suyo. Salió Las Casas a la vasta antesala del obispo, y allí encontró la anunciada visita.
Era un joven de gentil presencia; parecía tener veinte años de edad; de más que mediana estatura, esbelto, rubio y de ojos azules. La expresión de éstos tenía, no obstante, algo de duro y siniestro; sobre todo, cuando atento a darse razón de algo nuevo, descuidaba dulcificar su mirada, que con gran arte sabía hacer blanda y afectuosa cuando le convenía. Está dicho que la cualidad dominante en el carácter del joven era la perfidia.
Vestía con atildada bizarría un traje de montar, con botas altas de ante amarillo, calzas acuchilladas, justillo de paño ceniciento ceñido a la cintura con ancha taja de cuero negro, de la que pendía una lujosa espada de Toledo, con su puño y guarnición de luciente plata, y la vaina con abrazadera y contera del mismo metal: habíase quitado y llevaba en la mano izquierda el airoso chambergo, o sombrero de anchas alas con nevado y onduloso plumaje. En suma, el joven denotaba en su traje y apostura la más cumplida distinción: se adivinaba en él a un rico de buena alcurnia; tenía todos los elementos para agradar, y sin embargo, a su aspecto se experimentaba una sensación desagradable, un movimiento de invencible malestar, como el que instintivamente suele advertirnos la aproximación de un peligro desconocido o no manifiesto.
Las Casas demostró, empero, mucha satisfacción al percibir al joven caballero, y le tendió con ademán cordial la diestra; diciéndole festivamente:
—¿Vos por acá, Andresillo? ¿Ah, qué bueno? Nada me había dicho mi amigo Don Francisco de este viaje vuestro; y eso, que con tiempo le escribí anunciándole mi venida a la Vega.
—Pues por lo mismo, señor bartolomé –respondió el Andresillo con acento un tanto desabrido–, me improvisó mi señor padre este viaje mío, para daros en su nombre la enhorabuena por vuestra ordenación, y expresaros su sentimiento de no poder venir él personalmente a causa de sus pendientes arreglos con el señor Mojica.
—Ya presumía yo sus impedimentos, joven, y por eso no se me ocurrió siquiera ma- nifestarle el gusto con que había de verle en la fiesta de mi primera misa; pero aquí estáis vos, Andrés, que lo hacéis presente a mi corazón como si fuerais la misma persona de aquel respetable y querido amigo mío. Dadme ahora noticia de Enrique, el caciquillo que yo he recomendado a vuestro padre.
—¡Oh, señor! –contestó Andrés de Valenzuela (pues el lector habrá comprendido que el apuesto joven era el hijo del buen Don Francisco, el más rico habitante de la Maguana)–; Enriquillo es una alhaja de mucho precio. Desde que llegó a San juan ha desplegado tanta actividad, tanto interés por complacer a mi padre y tanto empeño en ponerse al corriente de la manera de gobernar los hatos y sus dependencias, que muy a poco ya yo pude desentenderme de todos esos cuidados, que pesaban sobre mí hacía muchos meses, por la ausencia de mi padre. Este ama a Enriquillo casi tanto como a mí; no cesa de encargarme que lo mire y lo quiera como a hermano mío, ya que no lo tengo por naturaleza; y a la verdad, el caci- quillo merece que todos le amen.
Al oír este lenguaje a Andrés de Valenzuela, Las Casas dejó brillar una jubilosa sonrisa, y echó los brazos al cuello con explosión de afecto al joven.
—Veo que sois digno hijo de mi excelente Don Francisco –díjole–. Continuad afirmándoos en tan buenos sentimientos, y seréis feliz. ¿Dónde estáis hospedado?
—Cerca de aquí, en casa de un pariente que tiene trabajos en las minas.
—Tendré gusto en que nos veamos a menudo, y ved en qué puedo serviros, Andrés.
—Gracias, Licenciado: nada necesito. Ved lo que me mandáis. Y el joven se retiró.
—Es mejor de lo que su padre y yo nos figurábamos –dijo Las Casas cuando se quedó solo–. Ya me maravillaba de que saliera ruin fruto de tan buen árbol como es Don Francisco; y cuando él me comunicaba, en el seno de la intimidad, sus secretos pesares por los vicios y defectos que creía notar en el carácter de su hijo, me esforzaba por tranquilizarlo diciéndole que ésos no eran sino accidentes de la edad; aunque por mis propias observaciones siempre me quedaba el recelo de que fuera fundada su alarma, y justo su desconsuelo. Hoy he visto que realmente uno y otra eran exageraciones del cuidado paterno, y que el mozo es de buen natural: procuraré estudiarlo despacio, e inculcarle sana doctrina; que acaso con esa intención en el fondo me lo haya enviado su buen padre.