Muchos años hacía que el licenciado Don Bartolomé de Las Casas estaba en perfecta aptitud para recibir las órdenes sacerdotales. Sus anteriores estudios en Salamanca, la vivacidad de su talento, su espíritu observador y sagaz, todo contribuía a hacerlo uno de los hombres más instruidos de su tiempo, y más versados no solamente en las ciencias sagradas, sino también en las bellas letras, y práctico además en todos los ejercicios filosóficos del humano entendimiento. Por modestia tal vez, tal vez por un vago presentimiento de lo incompatible que había de ser su carácter enérgico e independiente con la disciplina eclesiástica, dando ocasión probablemente esa incompatibilidad a incesantes luchas y terribles disgustos, es lo cierto que había ido difiriendo su ordenación bajo razones más espaciosas que sólidas. Pero al cabo llegó un día –mediaba la primavera del año mil quinientos diez– en que Las Casas, sintiendo su generoso espíritu estremecido y exaltado al calor de la fe y de la caridad que lo alentaban, y sus afectos blandamente acordados con el himno universal que la Naturaleza eleva a los cielos en esa época feliz del año, en que la atmósfera es más diáfana, y el azul etéreo más puro, y las flores tienen más vivos colores y exhalan más fragantes aromas, puso término a sus vacilaciones, y resolvió fijar para aquel acto decisivo de su existencia –su consagración a los altares–, un plazo de pocas semanas; el tiempo necesario para hacer sus preparativos y trasladarse a la ciudad de Concepción de la Vega, previo el aviso correspondiente a Diego Colón, que había de servirle de padrino en su primera misa. Quedó concertado entre ambos, Las Casas y el Almirante, que el primero se pusiera en marcha dentro de cuatro o seis días, para la dicha Concepción de la Vega, donde tenía su sede episcopal el doctor Don Pedro Juárez Deza, uno de los tres primeros prelados que fueron proveídos para las tres diócesis de la isla Española, y el único que llegó a tomar posesión de su obispado, y pasó en él algunos años. Allí debía recibir su consagración el licenciado Las Casas, y mientras tanto el Almirante y su esposa harían todos los arreglos necesarios para emprender también viaje hacia La Vega, a fin de asistir a la celebración de la primera misa, que sobre ser de tan digno y estimado sujeto como era el ordenando, tendría de notable el ser también la primera misa nueva que se iba a cantar en la Española, o por mejor decir, en el Nuevo Mundo. Ninguna ocasión, por consiguiente, podía haber más adecuada para que los Virreyes arrostraran las molestias del viaje, en cumplimiento de un deber piadoso, y realizando al mismo tiempo su deseo de conocer y visitar las fundiciones de oro y demás objetos interesantes del interior de la Isla, y con especialidad aquella célebre población, que el gran Descubridor, primer Almirante de las Indias Occidentales, fundó por sí mismo, al pie del Santo Cerro, en honor de la Inmaculada Virgen María. El día señalado, muy de mañana, partió de Santo Domingo el Licenciado con un buen acompañamiento de amigos y servidores de a pie y a caballo. El tiempo era hermosísimo, y los campos desplegaban sus naturales galas con maravilloso esplendor. Las Casas, dotado de sensibilidad exquisita, ferviente admirador de lo bello, sentía trasportada su mente en alas del más puro y religioso entusiasmo, contemplando la rica variedad de esmaltes y matices con que la próvida naturaleza ha decorado el fértil y accidentado suelo de la Española. Deteníase como un niño haciendo demostraciones de pasmo y alegría, ora al aspecto majestuoso de la lejana cordillera, ora a vista de la dilatada llanura, o al pie del erguido monte que llevaba hasta las nubes su tupido penacho de pinos y baitoas. El torrente, quebrando impetuosamente sus aguas de piedra en piedra, y salpicando de menudo aljófar las verdes orillas; el caudaloso río deslizándose murmurador en ancho cauce de blancas arenas y negruzcas guijas; el añoso mamey, cuyo tronco robusto bifurcado en regular proporción ofrecía la apariencia de gótico sagrario; el inmenso panorama que la vista señorea en todos sentidos desde la enhiesta cumbre de la montaña, todo era motivo de éxtasis para el impresionable viajero, que expresaba elocuentemente su admiración, deseoso de compartirla con sus compañeros; los cuales, no tan ricos de sentimiento artístico, o más pobres de imaginación y de lirismo, permanecían con estoica frialdad ante los soberbios espectáculos que electrizaban al Licenciado, o se miraban unos a otros con burlona sonrisa; y a veces se reían sin embozo en las mismas barbas del entusiasta orador, que acababa sus discursos compadeciéndose altamente de tanta estupidez, y aplicándoles el famoso epigrama de la Sagrada Escritura: “tienen ojos y no ven; oídos y no oyen”.
Una vez se vengó cruelmente de aquella desdeñosa indiferencia con que veía tratado su piadoso culto a los esplendores de la creación. La pequeña caravana se detuvo a sestear a orillas de un deleitoso riachuelo, y cada cual se puso a disponer el matalotaje, como entonces se decía. Las Casas se acercó a beber en el hueco de su mano, y a poco, tomando un guijarro del fondo de las aguas, exclamó en alta voz: —¡Oro! ¡Amigos míos, un hallazgo! A estas voces, fue cosa digna de verse la emoción, el ansia y la premura con que todos acudieron a examinar el precioso guijarro, que fue reconocido al punto como pedernal común; y Las Casas, arrojándolo al arroyo con desprecio, les dijo sarcásticamente: —Tenéis razón, amigos; de las cosas que el Señor ha creado, para satisfacer las necesidades del hombre o para su deleite, ninguna es tan bella, tan útil y tan digna de admiración como el oro. Los compañeros se miraron unos a otros sin saber qué decir, ni qué pensar de aquella inesperada lección. Al cabo de tres días llegaron a la ciudad de Concepción de La Vega. Era la época del año en que de todos los puntos de la isla donde laboraban minas, concurrían los colonos a aquel centro de población a fundir sus minerales y someterlos a la marca de ley; por cuya causa La Vega ofrecía tanta o mayor animación que la capital: celebrábase al mismo tiempo feria, a la que acudían presurosos desde los últimos rincones del territorio todos los que tenían algún objeto, animales y fruslerías de que hacer almoneda. Por las calles principales bullía la gente con festiva algazara; a una parte resonaban castañuelas y atabales; más adelante se oía el golpear de martillos y azuelas; rugían las fraguas y voceaban los buhoneros, todo alternado con alegres cantares, con ladridos de perros y otros cien rumores indefinibles. El viajero que acabando de atravesar las vastas y silenciosas sabanas o llanuras, y de cruzar las altas y despobladas sierras, llegaba por primera vez a la Concepción, quedaba por de pronto sorprendido a la vista de tanto bullicio y movimiento, y como confundido en aquel maremagnum de gente y de animales. Esto fue lo que sucedió a Las Casas y su comitiva, que permanecieron un buen rato distraídos con la diversidad de objetos, y dándose muy poca prisa por llegar a su posada: los demás transeúntes discurrían en todos sentidos, los unos con afán en demanda de sus negocios, y los otros con aire de fiesta y buen humor en busca de sus diversiones. Nadie hacía alto en el grupo de viajeros, porque en aquellos días era tan continuo el llegar de colonos y mineros, que se miraba con la indiferencia del más vulgar incidente. El Licenciado, volviendo luego en su acuerdo, se encaminó con sus guías y séquito por la calle principal, a la plaza de la iglesia mayor, y se desmontó a la puerta de una casa grande y de buena apariencia, en cuya fachada blanca y limpia campeaba vistosamente un escudo de piedra con las armas solariegas del obispo Don Pedro de Deza, condecoradas por las llaves simbólicas y la tiara de los pontífices. No bien anunciaron al prelado la presencia de Las Casas, cuando acudió solícito a recibirle; dióle la bienvenida afablemente con el ósculo de paz, y le dejó aposentado en su propia casa. Sobre la buena amistad que profesaba al Licenciado, ya se había hecho cargo de las fervorosas recomendaciones del Almirante, en favor del que iba a recibir en su cabeza el óleo santo que debía consagrarle a los altares del Señor. Los demás amigos que acompañaban a Las Casas fueron hospedados, los unos, en el convento de franciscanos; los otros en alojamientos particulares; y desde el mismo día se dedicaron los regidores del Concejo de la ciudad a preparar decoroso aposentamiento para el Almirante, su esposa, y la comitiva de damas y caballeros que debían llegar a poco en su compañía, según las cartas y anuncios que había llevado Las Casas.