La reacción de los antiguos enemigos del gran Descubridor contra la autoridad de su hijo Don Diego, comenzaba a acentuarse en las cosas de la Española, y sus primeros tiros hicieron en el ánimo del joven Almirante el mismo efecto que el acicate del domador en el soberbio potro aún no acostumbrado al duro freno. Ya le hemos visto quejarse amargamente, en su conferencia con el Contador Cuéllar, de las intrigas de Miguel de Pasamonte, criatura del obispo Fonseca; ya le hemos visto contrariar cuanto pudo la expedición de Ojeda y Nicuesa, producto de la activa hostilidad de sus émulos, y mandar a Esquivel a Jamaica, al mismo tiempo que concertaba con Velázquez la conquista de Cuba. Pasamonte y su bando no desperdiciaban ningún recurso que pudiera minar el crédito del Almirante en la Corte. Primeramente sirvió de tema a sus denuncias la negativa de Diego Colón a entregar la Fortaleza al alcaide Francisco de Tapia, nombrado con título del Rey para ese cargo, y el cual había sido antes desconocido por Ovando y reducido arbitrariamente a prisión. Después hicieron mucho hincapié en la injusticia con que el Almirante Don Diego, prescindiendo de los señalados servicios de Juan Ponce de León, que había explorado con gran trabajo y habilidad suma la isla de San Juan de Puerto Rico, proveyó su gobernación en un caballero de Ecija, llamado Juan Cerón, en calidad de teniente del mismo Almirante, “mandando como Alguacil Mayor a Miguel Díaz, que había sido criado del adelantado Don Bartolomé Colón”.
El Rey dio nueva orden al Almirante para que entregara la Fortaleza a Tapia; pero Diego Colón, confiado en la cédula de sus instrucciones, en la cual había obtenido, como Ovando, autorización para usar la fórmula de acato y no cumplo, siempre que lo juzgara conveniente al buen orden de la colonia, hizo sus representaciones a la Corte, y persistió en negar a Tapia la posesión de su empleo.
Se puede suponer fácilmente el partido que sacarían los reaccionarios de este rasgo que ellos calificaban como desobediencia: escribieron nuevamente al obispo de Palencia y “llegó luego por los aires otra provisión, mandando al Almirante, so graves penas, que saliese luego de la Fortaleza y la entregase a Miguel de Pasamonte, para que la tuviese interinamente”.
Diego Colón, humillado en lo más vivo de su amor propio, herido en el prestigio de su autoridad, tuvo que obedecer, y se fue a hospedar con toda su familia a casa de Francisco de Garay, que fue deudo de su padre. E inmediatamente dio principio con febril eficacia a la construcción del majestuoso edificio de estilo gótico, que aún subsiste hoy, reflejando sus imponentes y pardas ruinas en las aguas del Ozama, y conocido con el clásico nombre de casa del Almirante.
Acusáronle también de que en el repartimiento de indios que hizo en virtud de soberana autorización, había despojado a muchos antiguos y buenos servidores del Rey, favoreciendo a sus familiares y allegados. Como que se trataba de los desdichados indios, este cargo fue acogido con más reserva y menos calor que los demás, y sólo surtió efecto cuatro años más tarde, no por cierto para rendir homenaje a los fueros de la humanidad y la justicia.
En lo que respecta a Ponce de León y al gobierno de Puerto Rico, donde éste había vuelto a residir con su mujer y servidumbre, la presencia de Ovando en la corte fue un poderoso auxiliar para el dicho Juan Ponce y los enemigos del Almirante. El Rey insistió resueltamente en quitar la gobernación a Juan Cerón, y la dio a Ponce, retirando toda cualidad a Diego Colón para intervenir en el asunto. Y aunque Su Alteza encargó mucho en sus sabias instrucciones al nuevo Gobernador, que se reconciliara y hubiera bien con el teniente del Almirante y el Alguacil Mayor, el engreído vasallo ¡cuán antigua es la costumbre! leyó la real instrucción al revés, y obedeciendo sólo a la voz de sus resentimientos “buscó achaques para prendera Juan Cerón y a Miguel Díaz, y los envió presos a Castilla, que fue una de las sofrenadas que se dieron al Almirante”.
La expedición de Juan de Esquivel fue muy mal vista del Rey, justificándose así la oportunidad y previsión del consejo que hizo a Velázquez declinar la elección para la empresa de Jamaica.
Otro tema con que movieron gran ruido los del partido del Rey, que así se denominaban hipócritamente los codiciosos secuaces de Pasamonte, fue la invención de que el Almirante pensaba alzarse con el mando de la isla emancipándola de toda dependencia de la corona de Castilla.
Apoyaban mucho su infame impostura en la construcción de la casa que Don Diego hacía edificar para su residencia, y cuya obra se les antojaba fortaleza inexpugnable. Escribieron sobre este asunto a España, y habiendo llegado por aquel tiempo a la isla Amador de Lares, caballero experimentado en la milicia y que había acompañado al Gran Capitán y al célebre ingeniero Pedro Navarro en la guerra de Italia, le comunicaron los enemigos del Almirante sus sospechas sobre dicha construcción, y le tomaron su parecer como facultativo. Amador de Lares era hombre de carácter leal y abierto: examinó la construcción y viendo las numerosas puertas y ventanas que, por requerirlo así el calor del clima, denotaban el uso pacífico a que se destinaba el edificio, no solamente se burló de la maliciosa sospecha, sino que afeó a los calumniadores su malignidad, y dio testimonio a Castilla en favor del Almirante. Sin embargo, la pérfida y artera hostilidad de Pasamonte y sus parciales crecía más y más, autorizándose con los actos más insignificantes de Diego Colón, que sentía llegar su exasperación al colmo, viéndose blanco de tantas asechanzas y continuas molestias, sin culpa alguna; como dice un historiador, “porque tenía condición noble y sin doblez”.
Prometíase mucho, no obstante, de sus deudos y amigos en Castilla, y especialmente de la inteligencia y actividad de su hermano Fernando Colón, quien, comprendiendo a primera vista desde su llegada a la Española, que la conspiración se comenzaba a fraguar contra ellos, pronosticó al Almirante la nube de contrariedades que le venía encima, y deliberó con él regresar cuanto antes a la metrópoli como Capitán general de la misma escuadra que los había conducido a la isla, y que de retorno llevaba también al Comendador de Lares, de quien estaban ciertos que reforzaría el bando enemigo en la Española con toda su influencia.
Desde entonces seguía Fernando Colón a la corte en sus continuas mutaciones de asiento, y tratado con favor y distinción por el ya anciano rey Fernando, consiguió más de una vez frustrar los siniestros propósitos de Fonseca y Lope de Conchillos; quienes validos del cansancio del Monarca, gobernaban las cosas de Indias con arreglo a sus torcidos intereses, como a las miras y malas pasiones de Pasamonte y demás antiguos y modernos enemigos de la casa de Colón.
Mas, por esto mismo, nada pudo impedir que, para dar un golpe decisivo a la autoridad del Almirante, determinaran al Rey a crear en la isla Española un alto Juzgado de Apelaciones, contra los actos del Gobernador y sus Alcaldes Mayores; que este fue el esbozo de la primera Audiencia Real del Nuevo Mundo; institución veneranda sin duda, pero que emanada de tan mezquinos orígenes, servida por jueces corrompidos, y que, antes de ser nombrados para sus cargos ya habían consentido en el compromiso de prevaricar, sirviendo las pasiones y los intereses de sus favorecedores contra los del bando del Almirante, daban harto motivo al justo resentimiento con que éste vio semejante barrera puesta en el camino de sus más legítimas aspiraciones.
Tantos y tan duros reveses acabaron por hacer a Don Diego más recatado y circunspecto en todos sus actos. Aunque sostenía tenazmente sus representaciones al Rey, y por medio de sus poderosas influencias en la corte, la totalidad de sus prerrogativas, no se atrevía ya a dar ningún paso de trascendencia sin gran cautela.
Estas adversas circunstancias favorecieron, por contraposición, sus miras de mantener a Diego Velázquez alejado de la capital de la colonia, en obsequio al reposo de ánimo, como a la quebrantada salud de María de Cuéllar; y en vano el Teniente Gobernador de las provincias del Oeste, impaciente como enamorado, insistió tres, cuatro y más veces porque el Almirante lo autorizara a regresar a Santo Domingo. Diego Colón le respondía invariablemente que su situación política personal era muy delicada, y exigía mucho tiento y formalidad en todo; que por lo mismo continuara Velázquez atendiendo al buen orden y gobierno de aquellas comarcas, mientras él, Diego Colón, trabajaba por conjurar aquella crisis, y recuperaba el mermado crédito, para poder entonces llevar a debida ejecución la empresa de Cuba. Así entretuvo a su teniente por largo tiempo, durante el cual ocurrieron otros sucesos de interés, que reclaman su lugar en estas páginas.