Tan pronto como las naves de Nicuesa y Ojeda, cuyos numerosos tripulantes agitaban los sombreros y atronaban los aires con alegres aclamaciones de despedida, hubieron traspuesto la barra que forma la embocadura del Ozama, y comenzaron a bogar a toda vela con rumbo al Sur, Diego Velázquez fue a recibir las últimas órdenes verbales del Almirante, y montando en seguida a caballo, se puso en marcha con buen séquito hacia los lugares que caían bajo su tenencia de gobierno. Comprendía ésta todo el vasto territorio demarcado entre Azua de Compostela en dirección al sur y al oeste, rodeando toda la costa, y dando la vuelta al norte de la isla hasta la desembocadura del río Yaque, cerca de Monte Cristo; y quedaban dentro de su dilatada jurisdicción la citada villa de Azua, Salvatierra de la Sabana, Villanueva de Jáquimo y San Juan de la Maguana, fundadas y pobladas por el mismo capitán Diego Velázquez; la villa de Yaguana, por otro nombre Santa María del Puerto, Lares de Guahava, Santa María de la Vera Paz, villas también fundadas por el comendador Ovando. Además, un sinnúmero de lugareños, aldeas y caseríos de castellanos y de indios; que de los primeros llegó a haber hasta catorce mil colonos en la Española, guarismo que mermó rápidamente cuando las riquezas de Méjico y el Perú atrajeron a los pobladores europeos, por enjambres, en pos de las huellas de Cortés y de Pizarro.
En el séquito del capitán Velázquez se fue también para su casa, con la hiel del despecho en el corazón, el malaventurado Mojica, que abandonaba la capital de la colonia muy a su pesar, pues se hallaba perfectamente en aquella atmósfera de chismes e intrigas, que fermentaban al calor de las discordias y los antagonismos de los dos bandos en que se dividían los principales colonos, unos por el Almirante y otros por Miguel de Pasamonte, cuyo oficio de tesorero Real le daba grande importancia. Mojica sentía vivamente alejarse de un teatro tan apropiado a sus aptitudes morales, decidido a afiliarse en el bando de Pasamonte, que el malo a lo malo tira; pero iba a la Maguana, a poner en orden los bienes de que era administrador, para poder dar cuenta cuando Don Francisco de Valenzuela, que aún quedaba por unos días más en la capital, fuera a tomárselas; diligencia necesaria de parte de todo el que administra sin orden la hacienda ajena.
Enriquillo vio partir a su patrono Diego Velázquez después de haber recibido sus demostraciones de cariño, sin dar señales de gran pesadumbre. Tal vez le quedaba algo del pasado sentimiento; quizá un secreto instinto le advertía que la protección de Velázquez tenía más de artificial y aparatosa que de verdaderamente caritativa. El joven no se detendría sin duda a hacer este análisis; pues al que recibe un beneficio sólo le compete agradecerlo, en tanto que no tienda a su humillación o envilecimiento, límite donde toda honrada gratitud debe detenerse altivamente, mas, lo cierto es que, cuando interrogaba su puro corazón, Enriquillo encontraba radicalísima diferencia entre el afecto tibio y casi forzado que le inspiraba Velázquez, y la espontánea, sincera y tierna adhesión que sentía hacia el desinteresado y generoso Las Casas.
Aprovechando la libertad que se le permitía en el convento, desde que el padre prior supo su próxima partida con el señor de Valenzuela, el joven cacique iba todos los días a la Fortaleza a ver a Mencía: acogido constantemente con cariñosa bondad por el Almirante y su esposa, pronto se borraron totalmente las primeras desagradables impresiones que los usos palaciegos causaron en su alma virgen y candorosa. Seguía al pie de la letra las prudentes advertencias de Las Casas, y comenzaba a aprender y practicar aquella antigua máxima filosófica, que aconsejando no admirarse de nada encierra toda la ciencia de la vida. Su natural ternura para Mencía se hizo más intensa; y estimulada por la expectativa de una separación inmediata, ocupó desde entonces el espíritu soñador de Enrique como un sentimiento vago y melancólico, preludio de una de esas pasiones contemplativas que se nutren de ilusiones, que ven algo del objeto amado lo mismo en el azul purísimo de los cielos, que en el blando susurro de las fuentes; y bastando a su delicada aspiración el inmenso campo de una idealidad inefable, apenas conciben, y casi desdeñan, el auxilio real de los sentidos en las manifestaciones activas o concretas del amor.
Llegó tras de pocos más el día en que Don Francisco de Valenzuela emprendió su viaje de regreso a la Maguana, de donde estaba ausente hacía unos cinco meses. Tomó consigo a Enrique, cuya despedida tanto de Mencía como de los Virreyes fue sentida y afectuosa, aunque templada con la esperanza de visitar de vez en cuando a Santo Domingo, según se lo prometiera su nuevo tutor el señor de Valenzuela; hizo de igual modo sus cumplidos, con faz enjuta y continente tranquilo, al prior y los frailes en el convento de San Francisco; pero al besar la mano a Las Casas y recibir de éste un cordial abrazo, ya las cosas no pasaron con tanta serenidad, y algunas lágrimas de pesar asomaron a los ojos del sensible joven: el mayor disgusto experimentó aún, cuando hubo de despedirse de su fiel Tamayo, que los benditos frailes quisieron conservar a todo trance en el convento, fundados en la peregrina razón de que les era muy útil. En vano reclamó Enrique, gruñó Tamayo, y tomó partido Las Casas contra la injusta pretensión de los santos religiosos. Estos, por de pronto, se salieron con la suya, y haciendo llevar el hato de Enriquillo por otro criado a la casa de Valenzuela, retuvieron en su poder al cacique, como llamaban a Tamayo por apodo familiar, porque pretendía ser de estirpe noble entre los indios; que la vanidad cabe en todos los estados y condiciones. Las Casas se indignó contra el egoísmo de aquellos piadosos varones, y con su genial impetuosidad les dijo que no obraban con caridad ni justicia. Ellos contestaron destempladamente que la caridad como la justicia debían comenzar por casa: el fogoso Licenciado les juró que no descansaría hasta quitarles el indio y restituirlo a la compañía de Enriquillo; y el venerable prior Fray Antonio de Espinal, volviendo entonces por el prestigio y las elásticas prerrogativas de su convento, se encaró de mala manera con su poco sufrido huésped, diciéndole, Allá lo veremos. Enrique se fue a reunir con Valenzuela, que ya lo aguardaba con el pie en el estribo, y se pusieron en marcha. Desde entonces se entibió la amistad del Licenciado con Fray Antonio y sus regulares, que en él tenían un precioso consultor de teología y sagradas letras: el mismo día se mudó a la casa de un deudo suyo, hombre muy de bien y de sólida virtud, llamado Pedro de Rentería, a quien acostumbraba Las Casas dar donosamente el nombre de Pedro el Bueno; así como no mentaba a Mojica en sus conversaciones familiares sino apellidándole Pedro el Malo.