La pobre María estuvo a punto de perder la razón, cuando leyó la despedida de su amante.
No bien se repuso de la primera impresión, corrió a echarse a los pies de su padre, y le refirió toda la verdad, haciendo patentes las heridas de su corazón.
—Yo moriré, padre mío –dijo la desdichada joven al terminar su confesión–; moriré, y muy pronto, si me obligáis a dar la mano de esposa a otro que a Juan de Grijalva.
El viejo, abriendo un balcón que daba vista al lejano horizonte marítimo, contestó a su hija señalándole dos bajeles que a toda vela se alejaban en dirección al Sudoeste.
—Ya ¿qué remedio tiene? Ese barbilindo se fue…; ¡Dios le dé buen viaje! Procura olvidarlo, que es cuánto está bien a tu decoro, para no pensar sino en dejar bien puesto el honor de nuestra casa, y en cumplir el compromiso contraído solemnemente con el capitán Diego Velázquez.
La joven parecía no prestar atención al frío lenguaje de su padre. Inmóvil, con los ojos desmesuradamente abiertos, fija la mirada en las dos blancas velas que la distancia hacía aparecer como dos gaviotas surcando en rasante vuelo la superficie de las ondas, hubiera podido servir de modelo para una estatua de la ansiedad y el dolor. Por último, el llanto bañó sus pálidas mejillas, y sólo entonces comprendió el endurecido anciano el sufrimiento desgarrador que experimentaba la doncella. Trató de consolarla como lo entienden los seres de naturaleza ordinaria y vulgar; esto es, aumentando la aflicción del doliente que tiene la desgracia de escucharlos, con sus sandios discursos y exhortaciones indiscretas.
Tal vez por librarse del tormento de oír unas y otros, María se esforzó en dominar su angustia, logrando componer el semblante, y pidió a Don Cristóbal permiso para retirarse a su aposento, donde era su deseo permanecer absolutamente sola.
Después de algunas reflexiones del importuno viejo, que objetaba la conveniencia de distraerse con el paseo y la conversación para combatir la hipocondría, insistiendo la doncella, obtuvo al fin que su voluntad fuera respetada, y fue a encerrarse con su dolor donde nadie cohibiera sus naturales expansiones.
Púsose a borronear una carta a su amante, contestando a la que él le dejara escrita en son de despedida. En los dedos de la joven, la pluma volaba con febril agilidad, más rápida que cuando adherida al ala en que se formó, hendía los espacios etéreos. Deteníase a veces la gentil escribiente, no para meditar conceptos, sino para enjugar el llanto que nublaba su vista y humedecía el papel. Al cabo de algunos minutos, sin volver a leer los renglones que había trazado, dio varios dobleces al escrito, y cerrándolo cuidadosamente, selló su lema sirviéndose al efecto de la cincelada cifra de un precioso relicario de oro que pendía de su cuello. Abrió después el expresado relicario, y sacando de él un delgado rizo de cabellos negros como el ébano, llevólo a sus labios y lo besó apasionadamente.
—¡Es todo lo que me queda de su amor! –dijo con acento de indefinible tristeza, y luego añadió:
—¿A quién confiaré esta carta? No sé; pero estoy segura de que él la ha de leer algún día. Es cuanto deseo.