Al saber Juan de Grijalva que Esquivel pasaba a poblar a Jamaica por orden y cuenta del Almirante, volvió a consultar a sus amigos la conveniencia de partir en aquella expedición, que sobre ser la primera que se presentaba, era la única de las previstas en aquellos días, que ofrecía las condiciones requeridas en la opinión de Don Gonzalo de Guzmán. Este aprobó la resolución del mancebo, y el viaje quedó decidido.
Velázquez lo supo con júbilo extraordinario, y lo supo de boca de Las Casas, que compadeciendo vivamente al infeliz Grijalva había estado a visitarle en cuanto tuvo noticia de su enfermedad. La resolución de ausentarse Grijalva de Santo Domingo era para Velázquez la más segura prenda de la sinceridad con que el joven le había manifestado sus más recónditos sentimientos, en la memorable noche en que su amor había sufrido el rudo desengaño en el jardín de los Virreyes. Determinó, pues, obedeciendo al primer impulso de su reconocimiento, ir a estrechar la mano a su temible rival, que con inusitada generosidad le abandonaba el campo; pues no dejaba de preocupar a Velázquez el recelo de dejar cerca de su prometida, al ausentarse para cumplir en Occidente la comisión que le impusiera el Almirante, aquel bello e interesante joven, que por primera vez se ofreció a su mirada observadora como adorador no desdeñado de María de Cuéllar.
Las Casas alentó aquellas disposiciones amistosas de Velázquez, previendo que habían e ser muy provechosas a la carrera de Grijalva en el porvenir.
Este recibió sin extrañeza la visita del Capitán, pero al darle la mano dejó traslucir cierto embarazo y cortedad en su actitud, y en las palabras incoherentes con que correspondió al saludo expansivo y afectuoso de Don Diego, que le dirigió las siguientes frases:
—Me han dicho que vais a partir con Esquivel, y he venido a saber si es cierta esa noticia, Don Juan.
—Sí, capitán Velázquez –contestó lacónicamente Grijalva.
—No pretendo oponerme a vuestra voluntad –repuso Diego Velázquez–; pero sí me reservo la facultad de reclamaros el cumplimiento de la oferta que espontáneamente me hicisteis, de vuestro brazo y vuestra espada; ¿la recordáis?
—No acostumbro olvidar un empeño, y menos de la naturaleza del que vos referís –replicó Grijalva–; siempre que en cualquier trabajosa empresa que acometáis, os viniere bien emplear mi persona, ya os lo dije, Don Diego, podéis poner a prueba mi leal adhesión.
—Permitidme, Grijalva, expresaros mi admiración por vuestra manera de proceder conmigo –dijo Velázquez conmovido–. Me habéis dicho con franqueza que amabais a la que va a ser mi esposa; y lejos de mirarme con preocupación y enojo, hallo en vos para conmigo una buena voluntad y disposición favorable que igualarían a las de mis mejores amigos.
—¿Y por qué habría de ser de otro modo? –dijo sosegadamente Grijalva–. ¿Por qué améis a una persona… que yo… amaba? Pero eso no tiene nada de ofensivo para mí, Don Diego… Yo hallo muy natural que todos amen a un ser dotado de tantas perfecciones como Doña María de Cuéllar; y respeto la voluntad de ella cuando veo sin celos que os da una preferencia que yo no he tenido la dicha de merecer. Esto me convence, al contrario, de que en vos deben concurrir prendas superiores que os hacen acreedor a esa preferencia; y mi corazón, incapaz de mezquinos afectos, halla cierta complacencia en honrar, amar y venerar todo lo que una persona de tan alto mérito ama, venera y honra, al extremo de entregarle su fe y su mano de esposa.
—¡Cada vez os hallo más singular, Don Juan! –exclamó Velázquez, sin acertar a comprender aquella extraña manera de sentir y de pensar–. No obstante, veo claro que tenéis un alma noble y grande, y me obligo a corresponderos con la franca adhesión del verdadero amigo. Disponed de mí a vuestra guisa, Don Juan.
Y aquellos dos hombres que respectivamente uno de otro se hallaba en situación tan anómala, se estrecharon silenciosamente las diestras, y se separaron después, tratando de ocultar la emoción que los dominaba. Diego Velázquez se sentía enternecido y apesarado, como si algo semejante al remordimiento nublara su ánimo, al encontrarse frente a la resignada melancolía de su infortunado rival.
Dos días después, Grijalva, acompañado de sus numerosos amigos, se embarcaba en una de las naves de Esquivel.
En manos de García de Aguilar dejó recomendada la siguiente carta, dirigida a María de Cuéllar:
“María: mi desengaño me aleja de estas comarcas. Voy a buscar la muerte, que es lo único que puede ser grato a mi triste corazón, en medio de la pena inmensa que lo abruma. No me quejo, ni os acuso de nada; olvidadme, y sed feliz: es el deseo que llevaré al sepulcro, y he sentido la necesidad de decíroslo por última vez. –¡Adiós!”.
Aguilar tomó a empeño cumplir el encargo de su amigo, y consiguió que el billete de Grijalva fuera el mismo día a su destino, por ministerio de una anciana que servía en la casa de Cuéllar.