Pertenecía el Contador real Don Cristóbal de Cuéllar, por sus principios y sus ideas, al siglo en que había nacido; ese fecundo siglo decimoquinto, que cierra la tenebrosa Edad Media con la caída del Imperio de Oriente, la conquista de Granada y el descubrimiento del Nuevo Mundo. Mitad sombra y mitad luz, aquella centuria, al expirar preludiaba dignamente al gran siglo del Renacimiento de las letras y las artes, a que tanto contribuyó la emigración a Italia de los más ilustres sabios y literatos de la ya mahometana Constantinopla. Los últimos destellos del feudalismo, los postrimeros resplandores de una civilización grosera, que tenía por base el despotismo de los señores, y el envilecimiento de los vasallos aparecían más lívidos y siniestros al confundirse con los primeros albores de la Edad Moderna, cuando despertaba de su letargo secular el espíritu humano, y se acogía a la concentración del poder real como a un puerto de refugio contra la bestial opresión de los múltiples tiranos.
Imponíase a la conciencia de los pueblos la idea de la real potestad, como hoy se impone la idea democrática bajo la forma racional de la República, consecuencia del mayor adelanto de las ciencias morales y políticas. Y por un efecto natural del horror que inspiraban las reminiscencias del feudalismo, los entendimientos vulgares se inclinaban a convertir en culto apasionado y fanático el cumplimiento de los deberes de súbdito; extremo a que se ve llegar aun en nuestros días a muchos hombres de mérito, que creen encontrar en la exageración del principio de autoridad el precioso talismán que ha de preservar las sociedades modernas de la invasión de las ideas demagógicas; lo que no es sino un error funesto que tiende, aunque inútilmente, a hacer retroceder la historia, deteniendo el carro triunfal de la civilización y el derecho.
Inteligencia vulgar era la del señor de Cuellar, cuyo monarquismo idólatra iba hasta hacerle repetir con frecuencia que “por el servicio del Rey daría gustoso dos o tres tumbos en el infierno”. Hombre leal y honrado por lo demás, profesaba con entera buena fe sus principios y opiniones, llevándolos hasta las últimas consecuencias; y de aquí que sus ideas sobre la autoridad, y más que todo la autoridad paterna, lo condujeran, como era el común sentir en aquella época, hasta el punto de negar voluntad, y toda personalidad ante el supremo deber de la obediencia. Se concebirá pues, fácilmente, la conclusión que de semejantes premisas debía derivarse para la pobre corderilla que daba el tierno dictado de padre al señor de Cuéllar.
Una joven decente y bien educada, según el código social de aquel tiempo, nunca se casaba por su elección, sino por la voluntad de sus padres. En cuanto a la inclinación, las simpatías y las antipatías, eran asunto que nada tenían que ver con el matrimonio. No entraban en cuenta.
Pronto llegó el día en que, con la activa intervención de Mojica, Don Diego Velázquez obtuvo del Contador real la solemne promesa de que la joven María de Cuéllar seria su esposa.
La inocente criatura oyó con estupor la notificación del acuerdo paterno, que para ella equivalía a una sentencia de muerte.
— ¡Padre mío! —balbuceó apenas, y sus labios trémulos se negaron a dar paso a las palabras.
Viendo su palidez mortal, el temblor de todo su cuerpo, Don Cristóbal la contempló con asombro.
— ¿Qué te pasa, hija? —le preguntó con afectuoso interés—. ¿Estás enferma? ¿Quieres que llame a las criadas?
—No, padre mío —dijo María penosamente—. Quiero hablaros a solas... Esa noticia..., esa promesa de matrimonio que habéis hecho... No estaba yo preparada a eso... ¡Yo no quiero casarme! —añadió con vehemencia, y ya repuesta de su primera impresión-. No quiero dejar vuestro lado. ¡Ay! ¿por qué no está viva mi madre?
Y la pobre criatura prorrumpió en sollozos.
Su padre la miró conmovido; pero disimulando sus impulsos de sensibilidad, nubló el ceño y dijo con acento ligeramente irritado: — ¡Vamos, señorita! Se me figura que no estáis en vuestro juicio. ¿A qué viene ese lloriqueo? ¿Se trata de hacerte algún daño, o de unir tu suerte a la de un caballero joven, rico, de claro renombre y gran porvenir? Esa repugnancia por el matrimonio es un acto de rebelión de tu parte, y nada más. ¿Qué sabes tú lo que te está bien? Obedece a tu padre, como es tu obligación, y serás dichosa... Mi palabra está empeñada, y no hay más que decir.
—Pero... —repuso como concibiendo una idea súbita la atónita y azorada Maña—; ¿y la Virreina? ¿Y el Almirante? ¿Habéis consultado la voluntad de ellos?
—No tengo ese deber, niña —dijo secamente Don Cristóbal—. Me basta con hacerles saber lo acordado y resuelto cuando llegue el tiempo oportuno, y lo haré de un modo que los deje satisfechos.
Un rayo de esperanza templaba la consternación de la doncella, que apenas escuchaba ya a su padre. Los Virreyes la salvarían. Esto pensaba la infeliz; y se aferraba a su pensamiento como el náufrago al frágil leño en que confía llegar a la ribera deseada.
Estaba resuelta a confiar su secreto a la Virreina; a decírselo todo. Todo en este caso no era mucho, pues que se reducía a hacer la confesión franca de sentimientos que ya la Virreina había traslucido, haciéndolos objeto de uno que otro delicado y gracioso epigrama, contra cuyo alcance la doncella, ruborizada y confusa, protestaba siempre.
Esta vez, tan pronto como pudo ir, según su diaria costumbre, a la Fortaleza, y se vio a solas con la Virreina, se arrojó toda llorosa en sus brazos, y le manifestó en frases entrecortadas por la emoción el estado de angustia en que se hallaba su ánimo, con el anuncio que le había hecho su padre de haberla prometido en matrimonio a Velázquez.
—Vos sabéis, señora —añadió—, que yo no puedo consentir en ese enlace, cuya sola idea me horroriza, porque más fácil me seña morir, que borrar de mi pecho la imagen del que adoro...
— ¿Grijalva? —se apresuró a concluir la Virreina.
—Sí, señora —continuó la joven—; os lo negaba no sé por qué; os lo negaba con el extremo de los labios, aunque no me pesaba que estuvierais penetrada de la verdad. Mi fe en vos, en vuestra cariñosa amistad, me impulsaba a declararos todos mis sentimientos; pero me contenía no sé por qué importuna vergüenza de que ahora me arrepiento, pues quizás con más franqueza de mi parte, vos hubierais tenido medio de proteger mi inocente amor, haciéndolo autorizar por mi padre, y así se hubiera evitado este contratiempo.
Doña María de Toledo contempló con vivo interés a su amiga: amábala con fraternal ternura, y hubiera conquistado la felicidad de ella aun sacrificando una parte de la suya propia.
— ¿Pero vuestro padre os ha dicho, según lo que me habéis referido, que había hecho formal ofrecimiento de vuestra mano a Don Diego Velázquez? —preguntó a la doncella.
— ¡Oh! Si, señora, y eso es lo que me angustia. Conozco a mi padre, y sé que sólo un grande empeño de parte vuestra y del señor Almirante pudiera hacerle desligarse de su compromiso.
La Virreina movió la cabeza con aire de tristeza y desconfianza.
—No es ese el medio, querida mía —dijo-—. Mi esposo es demasiado fiel guardador de sus propios compromisos; muy esclavo de su palabra cuando la empeña, para poder esperar de él ningún paso en el sentido que vos indicáis. Además, él y yo no podríamos, sin faltar a todos los miramientos que nos impone nuestro rango, ofender a Don Diego Velázquez atravesando bruscamente nuestra influencia en el camino de sus aspiraciones; mucho menos cuando se trata de aspiraciones amorosas rectamente dirigidas.
María de Cuéllar sintió el frío de la muerte en el corazón al escuchar las juiciosas observaciones de la Virreina. Esta notó el efecto de sus palabras, y repuso con viveza:
—No quiere esto decir que todo esté perdido; no, mi querida María. Medios habrá para...
Estoy reflexionando... ¡Ea! —añadió después de una breve pausa—, creo hallar el camino.
Y con la decisión de quien está seguro de la lucidez de su idea, la noble señora agitó la campanilla de plata que descansaba sobre un velador de mármol negro, allí contiguo. A la vibración sonora y argentina acudió un escudero, y recibió esta orden de labios de la Virreina:
—Buscad en el acto a Enriquillo, y decidle que deseo hablarle.
El criado hizo una profunda reverencia, y salió presuroso de la estancia.