Los preparativos de la expedición de Ojeda y Nicuesa al continente no acababan nunca: vencida una dificultad, surgía otra, y después otra y cien más.
El Almirante Gobernador tenía amigos y aduladores que con sólo estar en cuenta del desagrado con que él miraba aquel menoscabo de sus prerrogativas, se afanaban en suscitar obstáculos sin cuento a los expedicionarios.
Diego de Nicuesa tenía muchos acreedores en la colonia, y todos a una, como trabilla de rabiosos canes, se echaron sobre él a promoverle demandas y pedir embargos. Ojeda, por su parte, no hallaba quien le prestara las sumas de dinero que necesitaba para completar su equipo, y pagar las primas de enganche de su gente. Bramaban de ira uno y otro contra Diego Colón, a quien atribuían, no muy ajenos de fundamento, el cúmulo de contrariedades y percances que los abrumaba. La cólera de ambos subió de punto cuando supieron que se hacían a la mar dos naves, con rumbo a Jamaica, para tomar posesión de aquella isla, y poblarla y gobernarla por cuenta y en nombre del Almirante.
El impetuoso Ojeda exhaló su rabia en terribles amenazas; y juró cortar la cabeza a Juan de Esquivel, que iba como teniente de Diego Colón a la empresa de Jamaica.
No habiendo aceptado el encargo Diego Velázquez, el Almirante se volvió naturalmente a Esquivel, que era quien seguía a aquél en consideración y prestigio, como pacificador de Higüey y de Icayagua, y como fundador de las villas de Salvaleón y de Santa Cruz del Seybo, que aún subsisten como importantes centros de población en las dos antedichas provincias, respectivamente.
Los historiadores de la conquista refieren cómo Ojeda, lejos de poder cumplir su imprudente juramento, llegó un día desvalido, rendido de trabajos y de miseria a Jamaica, donde Esquivel le dispensó la más generosa hospitalidad. Como es probable que no vuelva este episodio a figurar en nuestra narración, le damos cabida ahora, aunque no sea de este lugar.
Hicieron los adversarios del Almirante un supremo esfuerzo. Pasamonte facilitó fondos, y se logró arrollar los obstáculos que se oponían a la expedición de Ojeda y Nicuesa; pero cuando éste iba a embarcarse, hubo de pasar por una prueba más triste y humillante que todas las anteriores. Los alguaciles le prendieron al poner los pies en el bote, a causa de una deuda de quinientos ducados que no había satisfecho.
El infeliz, ya vencido por tantas contrariedades, miraba consternado a todas partes, cuando un escribano de la ciudad, cuyo nombre no registraron las crónicas, volvió caritativamente por el desesperado caballero, suscribiendo fianza para pagar por él. Nicuesa no podía creer en tan inesperado auxilio. Abrazó a su libertador, y lo tuvo por un ángel venido expresamente del cielo a salvarlo. Mil promesas lisonjeras hizo al buen escribano, de que le atestiguaría su gratitud con brillantes recompensas si su empresa obtenía buen éxito. Pero no la obtuvo, y después de infinitos trabajos, vejámenes y disgustos, el infeliz Nicuesa, obligado a regresar a la Española en un barco podrido, pereció en el mar con varios de sus compañeros, sin que más se volviera a saber de él. Lamentable, aunque justo fin, de una expedición emprendida bajo los desfavorables auspicios de la ingratitud y el más arbitrario atropello de parte del rey Fernando, contra los derechos patrimoniales de su fiel súbdito, el hijo del Gran Colón.
Vasco Núñez de Balboa, el mismo que más tarde supo inscribir su nombre en el libro de oro de la inmortalidad, salió en aquella ocasión de Santo Domingo, “oculto en una pipa”, y de este modo logró sustraerse a la persecución de sus muchos acreedores, y embarcarse en una de las naves de Nicuesa, permaneciendo en su escondite hasta que el barco estuvo en alta mar. Se presentó entonces al caudillo, y éste se enojó mucho; pero consintió en seguir viaje con aquel no previsto compañero, cuyo espíritu audaz y fecunda inventiva se acreditaban con el mismo rasgo de su fuga. Nadie, sin embargo, pudo adivinar en aquel aventurero, oscuro vecino de Salvatierra de la Sabana, al intrépido conquistador y colonizador del Darién, y al célebre descubridor del mar del Sur.
Sus brillantes hazañas, sus heroicos trabajos, como su trágico fin a manos del envidioso Pedrarias Dávila, han hecho de Vasco Núñez de Balboa, el tipo más acabado y simpático de aquellos hombres de voluntad férrea y corazón de diamante, que dieron a la conquista el carácter de una grandiosa epopeya. Lástima que otros conquistadores, si capaces de igual esfuerzo, desprovistos de su magnanimidad, deshonraron con crueldades sanguinarias las proezas que inmortalizaron sus nombres. Así Francisco Pizarro, futuro conquistador del Perú, que también salió entonces de Santo Domingo con Alonso de Ojeda, como soldado de fortuna, y que por aquellos días, limitando modestamente sus aspiraciones al cumplimiento de sus deberes subalternos, parecía ignorar su propio valor, y la indómita energía de su corazón. Así, Hernán Cortés, que más tarde conquistó gloriosamente a Méjico, y que muy a su pesar no emprendió viaje en la flota de Nicuesa por impedírselo a la sazón una incómoda dolencia que le tenía en cama.
Todo lo que, en resumen, da la medida del poder y de la previsión humana sin el auxilio de las circunstancias fortuitas; y enseña que la gloria y la alta fortuna de los varones más renombrados en la historia, han dependido casi siempre de sucesos insignificantes, y de los caprichos de la ciega casualidad.