A la una del día eran recibidos por Diego Colón en la Fortaleza el Licenciado las Casas y el capitán Velázquez: el Almirante se holgó mucho de que este último estuviera tan diligente en llevarle con un cuarto de día de adelanto la contestación que había quedado aplazada para aquella próxima noche. Todo pasó como la sabia cabeza de las Casas, según la expresión de su dócil compañero, lo había concebido; y aunque el Almirante mostró algún pesar de que Velázquez no se quisiera encargar de ninguna de las expediciones de inmediata ejecución con que le brindaba, acogió con entusiasmo el pensamiento de la colonización de Cuba; dispuesto a seguir desde aquel mismo día todas las indicaciones del entendido Licenciado, para mantenerse en la gracia del Rey Fernando, estableciendo el contrapeso de tan brillante proyecto en el ánimo real, que sin duda recibiría con desagrado los actos de jurisdicción personal que se proponía ejercer del modo más enérgico el heredero del gran Colón, frente a frente de las invasiones que sus derechos sufrían de parte del mismo rey y de su Consejo de Indias.
Sea porque efectivamente lo reclamara su interés político, o bien porque persevera el Almirante como estaba comprometido a hacerlo, en su propósito de alejar a Velázquez so pretexto de público servicio, lo cierto es que al mismo tiempo que abrazaba a éste en señal de estrecha alianza, y se entregaba de lleno a las más lisonjeras ilusiones respecto de la proyectada conquista de Cuba, Diego Colón declaraba que era de todo punto indispensable que el comandante Diego Velázquez, o sea el teniente Gobernador de Jaragua fuera a ocupar sin tardanza su puesto oficial; y la razón era que estando Nicuesa y Ojeda a punto de emprender su viaje a Costa Firme, y siendo este último tan atrevido, y conocedor práctico de las costas occidentales de la Española, era preciso evitar que fueran de recalada, al partir de Santo Domingo, a tomar en Jáquimo, Jaragua o cualquier otro lugar de la Tenencia, gente, bastimentos y otros recursos, que más adelante habrían de hacer falta para los proyectos propios del Almirante. Pareció bien a Casas y Velázquez el pensamiento de Diego Colón, tal vez por corresponder con alguna concesión a la deferencia con que había éste dado su pleno asentimiento a todas las indicaciones y proposiciones de los dos amigos. Quedó por consiguiente acordado que Velázquez haría los preparativos necesarios para marchar al Occidente, tan pronto como las naves de los expedicionarios zarparan del puerto de Santo Domingo.
Después se trató de la residencia de Mojica y de lo concerniente al señor Valenzuela y a Enriquillo. Es penoso haber de observar que los intereses de Mojica quedaron sacrificados despiadadamente, y abandonados por Velázquez con la mayor indiferencia, como si jamás hubiera salido de sus labios la solemne promesa de protegerlos. Pero, ¿quién se fía de palabras de enamorados y de políticos? Todo lo ofrecen cuando lo exije el interés del momento; tan pronto como éste pasa, el olvido lo sigue de cerca. Es regla general, lo que quiere decir que no deben faltar sus raras excepciones de hombres de bien, que repugnen las fullerías en todos los casos.
Saliendo de la Fortaleza, las Casas fue a enterar a Don Francisco de Valenzuela de la parte que le concernía en los acuerdos de la conferencia. Halló muy propicio al buen anciano respecto del pensamiento de encargarlo de la administración de los bienes de Mencía y de la dirección del joven Enriquillo. Valenzuela, como Las Casas y todos los hombres de principios íntegros que conocían al intrigante hidalgo y sus mañas, detestaba a éste de todo corazón.
Después de esta diligencia, el Licenciado se retiró a descansar a su alojamiento en San Francisco. Enriquillo salió a su encuentro según solía; pero estaba sumamente abatido y triste; las Casas le gritó con aire de alegría:
-¡Ea, muchacho: dame albricias! Tu padrino Velázquez te aprecia como siempre; está descontento de sí mismo por haberte reñido sin razón, y desea darte un abrazo.
Enrique, por toda contestación, movió la cabeza melancólicamente.
-Vamos a ver si esta otra noticia te causa mejor impresión-prosiguió las Casas-. Antes de un mes, te irás a vivir a San Juan de la Maguana con mi querido amigo Don Francisco de Valenzuela. Él cuidará de ti y te amará poco menos que como yo te amo. Correrás a caballo en libertad por aquellos valles; aprenderás a conocer y manejar todo lo que es de Mencía por herencia de su madre, y nadie te mandará a mentir, ni querrá obligarte a que toques instrumento alguno, cuando no te dé la gana.
Enrique dejó ver una sonrisa de satisfacción; luego miró enternecido a las Casas, y le besó las manos diciéndole:
-¡Cuánto os debo, señor y padre mío! Por nada de este mundo quisiera dejaros; y sin embargo, ¡me hace tanto daño vivir en esta ciudad...!
-Lo creo -contestó las Casas-. Pero es menester que hagas por cumplir de buen talante tus deberes con los señores Virreyes, con tu padrino, con todos, mientras estés por aquí. Irás a menudo a ver a Mencía; no le pongas a nadie mala cara; sé prudente y sufrido como te he recomendado.
Entretanto, Diego Velázquez, desnudándose el traje de gala que se había puesto para ir a la Fortaleza, decía a su ex-confidente Mojica, que lo escuchaba con avidez:
-No tenéis buena suerte, amigo Don Pedro: todos mis esfuerzos por manteneros en esa administración fueron inútiles, y el Almirante ha nombrado al señor de Valenzuela para que os releve y tome cuenta.
-¡Misericordia! -exclamó aturdido Mojica-. Soy hombre perdido! ¡En buenas manos he ido a caer! Otro las Casas, y tal vez con no tan buen corazón como éste, que al cabo es incapaz de hacer daño ni a una mosca. ¿Por qué iría yo a promover este asunto? ¡Salvadme, capitán Velázquez! ¡Mal haya el Almirante, y las Casas, y Valenzuela, y yo mismo, que me he fiado de quien pasaría de largo si me viese caer dentro de un pozo!
Y el atribulado Mojica se fue mesándose las pocas barbas que rastreaban por su sórdido semblante mientras que su falso protector contenía trabajosaménte la risa, ante aquella caricatura de la desesperación.