La noche precedente tuvo efecto la entrevista para que había sido llamado Velázquez por Diego Colón a la Fortaleza.
-Ya os dije que era vuestro amigo y que pronto os lo probaría -fueron las primeras palabras que empleó el Almirante por vía de exordio para entrar en materia-. Desde ahora quiero que vuestros intereses corran identificados con los míos. Ya sabéis que se me quiere despojar de mis derechos y prerrogativas como Almirante de estas Indias. Ojeda y Nicuesa, con el acreditado piloto Juan de la Cosa, están acabando de aprestarse para ir a conquistar y poblar en las partes más ricas e importantes de las tierras descubiertas por mi ilustre padre: él pasó sus grandes trabajos para que estos extraños los aprovecharan validos de la perdurable injusticia del Rey para con nuestra casa y del apoyo que les presta allá el malvado obispo Fonseca que tanto atormentó a mi padre y acá el intrigante tesorero Miguel de Pasamonte. Aun la isla de Jamaica me la quieren arrebatar, incluyéndola en el asiento con Ojeda o con Nicuesa; que este particular aun entre ellos está oscuro y dudoso, por lo que es ocasión de disputas y desafíos, que yo dejo correr como simple espectador, siendo como soy el legítimo dueño de la cosa disputada.
-Pero entre tanto el tiempo urge y me conviene aprovecharlo: con vos cuento para el efecto. Queréis ir a poblar la isla de Jamaica? Queréis mas bien anticiparos a los dos usurpadores y salir para el Darién con toda la gente y los recursos que aquí podamos allegar? Esto dificultaría mucho mas la expedición de aquellos, porque les quitaríamos la mayor parte de la gente que han traído enganchada desde España, sobre no permitirles enganchar ninguna aquí. Para consultaros sobre estos importantes puntos os he llamado-.
Velázquez no carecía de prudencia: comprendía en medio de las deslumbradoras proposiciones del joven Almirante, que se trataba de hacer frente a las resoluciones soberanas, de contrarrestarlas y contrariarlas, oponiéndoles los justos y legítimos derechos del hijo del Descubridor. No podía preverse hasta donde pudiera llevar a la una parte y a la otra su respectivo empeño en la lucha. Cedería la corona? Era dudoso y en ese caso, sería temeridad obstinarse en sustentar derechos que podían ser desvirtuados por cualquier acusación de rebeldía, cuyas consecuencias acaso se complicaran hasta producir un patíbulo. ¿Cedería Don Diego? Esto era lo más probable y entonces, solo se recogería por fruto de la porfiada empresa desengaños y tiempo perdido.
Estuvo, pues, Don Diego Velázquez casi a punto de decir que no rotundamente a lo que el Almirante le proponía, pero tampoco entraba en su conveniencia malquistarse con el primer personaje del Nuevo Mundo, que tan buenas pruebas de amistosa confianza le esta dando. En consecuencia, después de hacer rápidamente las apuntadas reflexiones, Velázquez pidió al Almirante tiempo para responderle, indicando el plazo de tres días. De este modo podría deliberar con sus amigos, principalmente con el Licenciado Las Casas, que era en quien tenía mas ciega fe, la resolución que le conviniera adoptar. Diego Colón le exigió que acortara el plazo en atención a la premura de las circunstancias y quedaron convenidos en que a la siguiente noche notificaría Velázquez la decisión que mejor le pareciera.
Muy de mañana, al día siguiente mandó aviso Velázquez a Las Casas de que necesitaba conferenciar con él y apenas tardó el Licenciado diez minutos en acudir al llamamiento.
El capitán le dio las gracias, complacido de ver tan buena voluntad en su amigo, pero éste con su habitual franqueza le dijo:
-Os equivocáis; yo iba a venir sin vuestra orden, por dos motivos: uno es para poner en claro lo ocurrido ayer con Enriquillo, que vi llegar medio muerto de pesadumbre y estoy temiendo si volverá a enfermar. El otro es la concertada visita al Almirante para pedirle que nombre otro en mi lugar, que tome residencia al administrador Mojica, sobre los bienes que fueron de Doña Ana de Guevara.
-Sois tenaz, Don Bartolomé: ¿qué os ha hecho ese pobre hombre?-
-Pobre hombre decís! Algún Día lo conoceréis. ¿Me acompañáis, o no, adonde el Almirante?-
-No puedo, por lo que os voy a decir contestó Velázquez.
refirió, punto por punto lo que había pasado entre él y el Almirante, en su última entrevista, agregando:
-Ya veis que sin llevarle la contestación definitiva, que ha de ser en la misma noche de hoy, no debo ir a la Fortaleza. Dadme vuestra opinión, Licenciado-.
Las Casas se puso a meditar en silencio y así pasaron algunos instantes.
Habéis obrado prudentemente dijo al cabo Las Casas, no precipitando vuestra determinación. El mero hecho de ir contra los mandatos de la Corona pudiera aparejaros grandes disgustos en vuestra carrera: seguramente habréis de tener conflictos ocasionados por la violencia de carácter de Alonso de Ojeda, si fuerais a contender con él en sus empresas; mientras que Diego de Nicuesa por su parte goza de gran crédito en la Corte. Por todos lados veo peligros para vos en ir al Darien o a Jamaica; y yo creo que prestaríamos mejor servicio al Almirante inclinándole a que dirija sus representaciones al Rey, en vez de irse por vías de hecho para volver por sus legítimos intereses, que en realidad lo son. De esto he tratado antes de ahora con Don Bartolomé Colón, que es del mismo parecer; pero el mando da de si el engreimiento y los buenos consejos son vago rumor para los oídos del poderoso. De aquí vienen luego las grandes caídas y los tardíos arrepentimientos.
Pero pensará el Almirante arguyó Velázquez que yo, por ser ya bastante rico en esta Isla, rehuyo el cuerpo a los trabajos y a los peligros; lo que me hará perder mucho en su concepto.
Seguramente respondió Las Casas; pero esa reflexión no debe deteneros para decir la verdad, cuando se os pone en el caso de resolver tan grave asunto.
Si de momento añadió el capitán se ofreciera otra empresa en qué ejercitar mi valor y mi adhesión al Almirante, sin ir contra la voluntad de Su Alteza...
—Voy a sugeriros un gran proyecto –contestó vivamente el Licenciado–; y acaso esté envuelto en él todo un porvenir de gloria y de fortuna. Proponed al Almirante que os encargue la conquista y la colonización de la isla Juana, la Cuba de los indios.
Como no ha sonado que sea rica en minas de oro, nadie la ha hecho hasta el día objeto de su codicia; y sin embargo, no sé qué presentimiento me dice que en riqueza, grandeza y bondad de la tierra no cede a ninguna otra comarca del mundo. Así conjeturaba el mismo Almirante viejo, que tenía grandes designios sobre esa isla. No ha entrado allí el hierro destructor de la conquista, y será una bendición de Dios para ella que vos, tan experimentado ya en el ejercicio de fundar poblaciones, y que no excluís de vuestro pecho la piedad para los pobres indios, seáis el que lleve allá el signo de la redención, y dejéis vuestra memoria perpetuada en los nombres de florecientes ciudades que habrían de surgir de la nada, merced a vuestro cuidado y vuestro esfuerzo.
-Ya tengo bastante fundaciones a qué atender, Licenciado -replicó Velázquez- y si mi nombre ha de pasar a la Azúa, Salvatierra de la Sábana, San Juan de la Maguana y Villanueva de Jáquimo, todas fundadas por mi y que serán mis títulos a la inmortalidad -agregó con burlona ironía Velázquez.
Mucho más tenéis que hacer en Cuba, capitán; creedme. Su proximidad a sotavento de esta isla Española y más todavía la vecindad de vuestros medios y recursos, en Yaguana y Bainoa, hacen mas fácil, menos costosa y de seguros resultados esta empresa.
-¿Me acompañaréis en ella, Licenciado? Con vos me atreveré a todo.
-Gracias capitán; iré gustoso a acompañaros, después que haya conseguido mi ordenación sacerdotal.
-No antes, y quizá mucho después habría yo de acometer la realización de ese gran proyecto; pues ya sabéis que, como vos, también tengo un sacramento en perspectiva -dijo Velázquez, aludiendo a su concertado matrimonio.
-Lo que mas importa es decidiros, capitán -insistió Las Casas-. Veamos ahora mismo al Almirante; declaradle vuestra determinación, y ya veréis como todo se endereza al mejor término. Urge antes que nada, que al escribir Don Diego al Rey le hable del proyecto como asunto ya convenido y resuelto; pues así quedará la empresa de Cuba, aunque se aplace un tanto, al abrigo de tanto codicioso aventurero y tanto pillastre como da guerra al hijo del gran Descubridor, por despojarlo de todo lo que ante Dios y los hombre le pertenece de pleno derecho. Asegurado vos en esta parte ya podréis acometer confiando la nueva conquista, cuyas dificultades y riesgos no han de ser superiores a vuestro valor y experiencia.
-¡No, pardiez! Licenciado. Ni un momento he temido los tales trabajos y peligros; antes bien, mi corazón, cansado de blanda ociosidad, suspira impaciente por verse en ellos: lo que me trae moroso es esa divina María de Cuellar, que aquí me tiene como encadenado y no quisiera salir de la isla sin que de hecho fuera mío tan imponderable tesoro.
-De esas cosas no entiendo, capitán: yo tampoco pienso salir, sino después de consagrado al Señor. Entonces, me tendréis a vuestra disposición... Y ahora, decidme, que ya es tiempo: por qué os enojasteis ayer con Enriquillo:
-A fe mía, Don Bartolomé -dijo Velázquez recapacitando-, que apenas lo recuerdo; mas si que me pasó al punto el haber sido con él demasiado severo y si ahora lo tuviera aquí presente, daría gustoso un abrazo a mi pobre ahijado.
-¿No recordáis el motivo? Pues voy a decíroslo -replicó Las Casas con amarga expresión-. Ese Mojica, deliberadamente, proporcionó el disgusto; ese Mojica ejerce una mala influencia a vuestro lado, abusa de vuestro carácter franco y sencillo; os induce a actos injustos, ajenos a vuestra noble y generosa índole...
-Tal vez tengáis razón, Licenciado dijo Velázquez, deseando ver terminado el sermón. Voy a desconfiar de él en adelante.
-¿Pediréis conmigo al Almirante añadió Las Casas, que se nombre un sustituto para residenciar las cuentas de ese pícaro...?
-Convenido. Licenciado -volvió a decir el voluble Velázquez, sometido ahora en cuerpo y alma a su ángel bueno, que era Las Casas.
-Y si estáis cansado de proteger a Enriquillo, no curéis más de él, que yo me basto para el efecto...
-¡Por Dios, Licenciado, no digáis tal cosa! ¿Qué se pensaría de mi? Ese cuidado no lo cedo a nadie.
-Así os quiero, capitán: Ahora os reconozco... Pues vamos compaginando las cosas. El sustituto mío no ha de ser un tunante a quien Mojica pueda comprar; ni un simple a quien pueda engañar. Ya he discurrido sobre este punto en mis adentros y hallo que el sujeto más adecuado a tal encargo es el íntegro y venerable Don Francisco de Valenzuela.
-Indudablemente -repuso Velázquez-; no es posible más digna y acertada elección.
-Pues bien -prosiguió Las Casas-, como que se trata del patrimonio de la niña Mencía de Guevara y esta criatura está destinada a ser la esposa de nuestro Enriquillo, parece lo más conveniente que propongamos al Almirante el nombramiento de Valenzuela; que éste conserve la administración de los bienes, lo que le es fácil por estar radicado cerca de San Juan de la Maguana, donde dicho Valenzuela tiene también sus vastas propiedades y que tome a su cargo a Enrique, para que desde ahora lo vaya instruyendo en el conocimiento de los deberes que le han de corresponder más tarde, como curador y administrador de los bienes de su esposa, cuando llegue a serlo Mencía...
-¡Admirable! Don Bartolomé -exclamó Velázquez-, proponed todo eso al Almirante y yo diré Amen a cuanto salga de vuestra sabia cabeza.