La sombría calma, el silencio absoluto en que permanecía Grijalva al retirarse del jardín de los Virreyes, en la noche funesta que había cerrado la era de sus días felices, desvaneciendo al frío soplo de una realidad, tan dura como inesperada, todo un mundo de doradas ilusiones y de ensueños deliciosos; esa aparente impasibilidad infundía en el buen Don García de Aguilar mayor inquietud y alarma respecto del estado en que suponía el ánimo de su amigo, que las que habría experimentado viéndolo entregarse a los extremos de desesperación y prorrumpir en las más destempladas imprecaciones. Hay algo de augusto y solemne en el mutismo de los grandes dolores, que conmueve hondamente; por lo mismo que, careciendo de manifestaciones ostensibles, la impenetrabilidad en que se ocultan ofrece a la imaginación de los demás la idea de su desmedida magnitud, como las tinieblas de un abismo hacen estremecer al que las mira, con el sensible horror de su profundidad.
Don García, buen amigo hasta la indiscreción, tomaba a empeño hacer hablar al desdichado amante, y lo abrumaba a fuerza de preguntas, observaciones y reflexiones que todas quedaban sin respuesta.
—“Debes olvidar a esa infiel, no merece tu amor, las más bellas damas de la colonia te miran extasiadas, y desearían ser tuyas. ¿No conoces más de una tan hermosa como esa ingrata? El mundo es tuyo, y puedes elegir a tu antojo”; y otras frases por el estilo.
Inútiles esfuerzos de elocuencia. Aquél en cuyo obsequio se hacían estaba como privado de inteligencia y de sentido. Caminaba, caminaba de un modo maquinal, y a grandes pasos. Una sola vez rompió el silencio, y fue ya en la puerta de su casa, al entrar, despidiéndose de su amigo.
—Adiós; tengo frío: ¡gracias!
Y su voz temblorosa y balbuciente comprobaba el glacial entorpecimiento de sus facultades físicas.
Aguilar se quedó solo en la calle, y a pesar suyo se retiró lleno de ansiedad; porque suponía todo lo peor: veía el alma de su amigo como una frágil barquilla destrozada por iracunda borrasca.
Al día siguiente fue muy temprano a requerir la compañía de Don Gonzalo de Guzmán, a quien refirió las peripecias de la noche anterior.
Don Gonzalo era hombre de juicio más sólido y maduro que Aguilar: reprendió a éste por su ligereza en juzgar mal de la joven dama de Doña María de Toledo, y le hizo observar que la intervención del Almirante en el asunto era muy significativa y daba margen a infinitas conjeturas, antes de concluir decisivamente contra una doncella de tan alto mérito como era María de Cuéllar.
Fueron juntos a visitar a Grijalva, y le hallaron presa de una violenta calentura. El desgraciado joven no tenía consigo sino un hermano, mayor que él, pero adusto y de corto entendimiento; y tres o cuatro indios de servicio. Don García se constituyó desde luego a cuidar de su asistencia, y Don Gonzalo salió inmediatamente, enviando poco después médico, criados inteligentes y todo lo necesario para el caso.
La fiebre calmó, sin embargo, antes de las veinticuatro horas, sin asumir carácter pernicioso. El médico declaró que sólo había una grande excitación de los nervios, y prescribió un régimen sencillo que dio prontos y excelentes resultados. El siguiente día, ya Grijalva, incorporado en su lecho, pálido y triste, pero libre de todo acceso febril, conversaba tranquilamente con los circunstantes, y expresaba su gratitud a Guzmán y Aguilar.
De estos dos nobles y generosos amigos, el primero, Don Gonzalo de Guzmán, era un hombre dotado de distinguidas prendas de inteligencia y de carácter. Su lenguaje, flexible, insinuante, rebosando de bondad e inspirado por un conocimiento profundo del corazón humano, tenía especial virtud para calmar las tempestades de alma. Habló de todo, menos de los amores de Grijalva; pasó en revista los principales personajes de la colonia; sus empresas, sus proyectos, sus probabilidades de buen o mal éxito; y desenvolvió ante los ojos del doliente mancebo, que parecía escucharle con gusto y atención, un extenso panorama de aventuras gloriosas. Grijalva se reanimó visiblemente y llegó a expresar su intención de embarcarse con Ojeda y Nicuesa, que, según se ha dicho, estaban a la sazón en Santo Domingo activando los últimos preparativos de su expedición al continente.
Don Gonzalo le objetó que tratándole el Almirante con la alta estimación que todos sabían, no sería justo corresponderle yéndose a compartir la fortuna de los que aparecían como émulos de sus intereses; y que mejor le estaría a Grijalva aguardar a que el mismo Almirante organizara alguna expedición por su propia cuenta; lo que no podría tardar mucho. Conformóse Grijalva con este parecer, y así quedó determinado en su propósito.