—¿Sabéis, Licenciado Las Casas, que tenéis hoy tétrico aspecto para acompañar a un novio? –así dijo Mojica a Las Casas con su voz bronca y chillona, al entrar en el salón del capitán Velázquez, de regreso de la visita de cumplido a la casa de Cuéllar.
—¿Y sabéis, hidalgo Mojica –respondió el Licenciado–, que vos tenéis hoy, como todos los días, cara de intrigante y de meteros en lo que no os importa?
—Pero convenid conmigo, Licenciado –repuso Mojica tratando de conservar su serenidad ante la ruda salida de su interlocutor–, convenid que veis con desagrado el enlace de nuestro amigo el capitán Velázquez con María de Cuéllar.
—Lo que veo con disgusto y repugnancia es a vos, hidalgo Mojica –volvió a decir Las Casas, cediendo a la invencible antipatía que le inspiraba aquel hombre–. Lo que no se explica es que un personaje de mérito como el señor Diego Velázquez admita en su intimidad a entes de vuestra especie, y se decore con tan siniestra compañía al ir a hacer visita a su novia.
—¡Paz, señores! –exclamó Velázquez sin poder contener la risa, ante el sesgo singular de aquel altercado, y ante la facha más singular aún de Mojica, aturdido al oírse tratar tan crudamente.
—A la verdad, señor –prosiguió Las Casas–, que si este hidalgo sigue pegado a vos como la sombra al cuerpo, no deberéis extrañar que yo me aleje de vuestro trato. ¿No veis que su intento es autorizarse con vuestra protección, para que el Almirante Gobernador no le obligue a dar cuenta de la administración, que tiene a su cargo, de los bienes pertenecientes a la huérfana de Guevara?
—Pronto he estado siempre a dar esa cuenta –dijo con descaro Mojica–, pero no a vos, que sólo tratáis de quitarme la administración para quedaros con ella, e inventaréis mil calumnias para lograr vuestro objeto.
—¡Habrá impudente! –exclamó Las Casas indignado–: me atribuís vuestros propios sentimientos; pero todos me conocen y os conocen. Lo que importa es que rindáis esas cuentas. Capitán Don Diego, lo habéis oído: el honrado hidalgo está pronto a rendir cuentas, como no sea a mí: mañana lo haremos saber al señor Almirante, para que me releve del encargo, y nombre a otra persona más adepta al administrador.
—Está bien, señores –dijo Velázquez– y dejemos ya de tratar ese desagradable asunto por ahora.
—Lo dicho –repuso Las Casas– y con vuestra licencia, me retiro a San Francisco.
—Id con Dios, Licenciado –dijo Velázquez.
No bien se hubo ausentado Las Casas, cuando Mojica se desató en una violenta diatriba contra él: era un insoportable soberbio –decía–, espíritu rebelde, altanero y dominante: afectaba austeridad de costumbres para encubrir sus faltas; era envidioso y vertía el descrédito contra todo el que parecía más favorecido de la fortuna, et coetera. En suma, el rencoroso hidalgo se desahogaba a su gusto atribuyendo sus propios vicios al noble, al puro, al generoso Las Casas, con la esperanza de hallar accesible la credulidad de Diego Velázquez para acabar con la buena opinión del Licenciado. Pero en esta parte las convicciones del Capitán eran inquebrantables: sabía por experiencia cuánta era la grandeza de alma de su consejero en la guerra del Bahoruco; sentía profunda veneración hacia aquel eminente carácter, cuyo contraste moral con el de Mojica –tipo de todos los tiempos– apreciaba con exactitud y justicia. Respondió, pues, cesando de reír y con acento imponente, al procaz difamador, estas palabras, que cayeron en su corazón a manera de plomo derretido.
—Por esta sola vez, Don Pedro, os tolero la broma; pero no volváis a usarla. El Licenciado tiene el genio un poco vivo; pero es el hombre más franco, más leal y más digno de respeto que ha venido de España a estas Indias.
Mojica bajó la cabeza, con el mismo aire con que agacha las orejas un perro, al recibir el puntapié de su amo. Guardó por un rato silencio, hasta que Velázquez volvió a mirarle con lástima, y le dijo:
—Mojica, os reitero mi promesa de procurar que no se os quite esa administración: haré cuanto de mí dependa; estad tranquilo.
—Hablemos ahora de otra cosa –prosiguió Velázquez–; ¿creéis que no nos queda por hoy más nada que hacer en el asunto de mi matrimonio?
—Creo que no –replicó Mojica–, lo esencial ya está hecho… Sin embargo, me ocurre que una serenata esta noche ante el balcón de vuestra prometida, sería cosa de lucimiento y gusto.
—Pues al avío, buen Mojica –dijo Don Diego–, disponed lo concerniente al efecto, y no reparéis en gastos.
—Nos vendría bien –repuso el maligno confidente, por cuyo cerebro acababa de cruzar una de sus diabólicas ideas–, nos vendría muy bien que Enriquillo me acompañara tocando la vihuela. Los dos sabemos concertar en ese instrumento de un modo que no hay zambra morisca que cause más placer.
—¡Pues vendrá Enriquillo, hombre de Dios! –dijo el impetuoso Velázquez. Y al punto mandó un servidor al convento a buscar a su ahijado.
En aquel mismo instante le entregaron una carta sellada con las armas del Almirante: la abrió y se la hizo leer por Mojica, para quien no tenía secretos desde que lo veía tan adicto a sus intereses.
La carta sólo contenía estas líneas:
—Amigo y señor Diego Velázquez, esta noche a las ocho os aguardaré en esta Fortaleza, para tratar asuntos de grande interés.
—Vuestro muy fiel amigo. El Almirante.
—Ya lo veis, Mojica –observó Velázquez–, no sé a qué hora saldré de la Fortaleza, y por tanto, esa serenata…
—A la hora que fuere, señor –contestó Mojica– todo estará dispuesto.
Momentos después llegó Enriquillo; besó respetuosamente la mano a su padrino, y saludó con franca sonrisa a Mojica. Este le dijo con el tono de voz más meloso que pudo lo que de él se quería, y que se trataba de complacer a su padrino y protector.
El asombro y la más viva pesambre se dibujaron en el rostro del joven –que respondió con entereza al que le hablaba:
—Que mi padrino me pida toda mi sangre; que me mande a arrojar en el mar de cabeza; que me exponga a cualquier peligro; todo lo haré gustoso, por su servicio, o por su simple deseo; pero ir a puntear una vihuela en medio de la calle; asistir a fiestas y músicas, cuando no hace dos meses que murió mi…
—Pues lo haréis, ¡voto a tal! –gritó con voz de trueno Velázquez–. ¡Con esas salimos ahora! Me he desvelado, me he esmerado en darte educación, en hacerte un muchacho de provecho, y la primera vez que te pido algo te resistes y te niegas a complacerme. ¿Qué otra ocasión podrías hallar para demostrarme afecto y gratitud? ¿De qué provecho me ha de servir mandar que te arrojes al mar como dices?
El joven quedó confundido y anonadado ante aquella inesperada explosión de la cólera de Velázquez. Mojica no podía ocultar su contento, al ver que le había salido tan bien su estratagema. De un solo golpe hacía perder a Enriquillo la protección y el cariño de Velázquez, y enfrentaba con éste al Licenciado, que no dejaría de salir a defender a su hijo adoptivo, como solía llamar al cacique.
—¡Haced bien –prosiguió Velázquez siempre irritado– para recoger ingratitudes… !
—¡Ah, señor, eso no! –exclamó Enrique, prorrumpiendo en sollozos.
—La ingratitud es el peor de los defectos –dijo sentenciosamente Mojica.
—Haré cuanto queráis, señor –pudo al fin responder el angustiado Enrique–; pero no me tengáis por ingrato.
—¡Quitad allá, mozuelo! –replicó Velázquez con impetuosa acritud–. No vuelvas a mi presencia: he perdido contigo tiempo, cuidado y dinero.
Estas palabras llegaron a Enrique a lo más vivo del alma. Se irguió con dignidad, miró serenamente a Velázquez, y dijo:
—Señor, procuraré satisfaceros algún día; mientras tanto, siempre seré vuestro, y disponed de mí como mejor os cuadre. Dicho esto hizo una profunda reverencia y salió del salón. Velázquez se quedó pensativo; su cólera se había disipado, y parecía pesaroso de haberse mostrado tan duro con su protegido. Mojica entre tanto repetía dos y tres veces con feroz insistencia:
—Criad cuervos, y sacaros han los ojos…
Hasta que el Capitán, incomodado al oírle el estribillo, le dijo agriamente:
—¡Ah!, dejadme en paz; que no estoy para refranes necios.
Mojica se fue al trote.