María de Cuéllar, tan pronto como se vio en su aposento, rodeada únicamente de sus criadas, dio libre salida al llanto que la ahogaba. Era su deseo volver a la Fortaleza, para enterar a la Virreina de que había seguido con dócil resignación la pauta que trazara el Almirante, con el inmediato fin de desvirtuar y enmendar el yerro de la víspera. Lo deseaba también, contando hallar consuelo en los brazos de aquella tierna amiga, y recoger de sus labios noticias sobre las ulteriores disposiciones de Diego Colón, cuyos recursos y poder exageraba en su exaltada fantasía, dando pábulo a la esperanza de que había de hallar medio seguro para librarla del aborrecido matrimonio a que se acababa de comprometer, y entregándose a una ciega confianza en los consejos de tan poderoso protector.
No tardó el Contador real en presentarse ante su hija, así que se vio libre de huéspedes. Había observado con viva inquietud la palidez, la preocupación y la tristeza de la joven en el acto de acceder al compromiso matrimonial. Estaba por otra parte satisfecho de la mansedumbre y docilidad de que María había dado tan espléndida muestra; pues no dejaba de aquejarle el grave cuidado de que la joven dejara entrever al pretendiente, en cualquier forma, la repugnancia que al mismo Cuéllar había manifestado respecto de ese enlace.
—¿Ha pasado tu indisposición, hija mía? –le preguntó con no fingida ternura.
—Sí, padre mío –respondió la esforzada niña–, estoy completamente repuesta.
—¡Pero tú has llorado, María! Vamos, eso me disgusta y me aflige. ¿No has visto qué apuesto y magnífico es el galán a que te he destinado?
—Me parece, padre mío –dijo la joven eludiendo el responder a la pregunta– que no haríamos mal en ir a la Fortaleza a dar cuenta a los señores Virreyes de este suceso…
—Esta vez sí, hija mía: ya he llenado las funciones de mi autoridad doméstica, como tu padre y principal gobernante y señor; llenemos ahora los deberes de respeto y deferencia hacia los potentados públicos; y, sobre todo, los que nos cumplen por la amistad que nos dispensan los señores Virreyes y por tu empleo al lado de la Virreina.
—Y antes ¿por qué no? –preguntó María.
—Porque nada estaba concluido, y no se sabía lo que pudiera suceder.
—¡Sabe Dios lo que sucederá! –dijo con acento profundamente melancólico la doncella.
Y el padre y la hija se encaminaron sin más demora hacia la Fortaleza.
Hecha por Don Cristóbal la notificación de los esponsales a los Virreyes, se manifestaron éstos sumamente complacidos, y felicitaron al viejo y a la doncella por el fausto suceso; “bien que –añadió galantemente Diego Colón– por mucho que valga el capitán Velázquez, que sin duda vale mucho, vuestra hija merecería por su belleza y sus altas prendas compartir el trono de un Emperador”.
La Virreina abrazó a su amiga, y le dijo al oído:
—Tengo que contarte algo bueno.
Estas palabras llevaron un rayo de alegría al abatido corazón de la doncella. Aquel algo bueno en los labios de María de Toledo no podía ser sino el ansiado expediente para desbaratar el odioso proyecto de boda. Las esperanzas que había concebido comenzaban a justificarse.
—Señor de Cuéllar, quedaos a comer con nosotros –dijo la Virreina.
—No me es posible, señora, y mucho me pesa –contestó Don Cristóbal– pero antes de una hora tengo que recibir al señor Ponce de León, que me está recomendado por el tesorero Pasamonte, y a quien he ofrecido empeñar mi crédito con el señor Almirante…
—¿Para qué fin? –interrumpió Don Diego, plegando un tanto el entrecejo.
Para llevar adelante la pretensión de ser investido con el gobierno de San Juan de Puerto Rico, que dice corresponderle por sus anteriores trabajos de exploración, y según las cláusulas de sus últimas capitulaciones con la Corona.
—No sé por qué insiste el capitán Ponce, valiéndose de intermediarios –repuso con enojo Diego Colón– en un empleo cuya inutilidad le consta, porque se lo he manifestado directamente y sin rodeos. Ese Pasamonte no cesa de suscitarme disgustos y dificultades: instrumento eficaz del maldito obispo de Fonseca, se desvive por todo lo que tienda a menoscabar mis prerrogativas, y a reducir la jurisdicción de mi almirantazgo a una vana sombra. No solamente se ha negado a ayudarme contra la expedición de Ojeda y Nicuesa, emprendida con violación escandalosa de todos mis derechos; sino que pretende convencerme, por una parte, de que debo ceder como un mandria la gobernación de Jamaica al dicho Ojeda; mientras que por otra parte sus intrigas han hecho que el Consejo Real, sorprendido o engañado, adjudique a Ponce de León la bella isla de San Juan… ¿A qué quedaría reducida mi autoridad, si yo consintiera en esos despojos? No; el Rey tendrá que hacerme justicia, reformando todas esas capitulaciones ilegales, que le han sido arrancadas engañosamente por el pérfido Fonseca. Y mientras tanto, Pasamonte no se burlará de mí: podéis decir a Juan Ponce que busque otros andadores y otro camino. En cuanto a Nicuesa y Ojeda, ya les daré en qué entender; y, si logran salir a su expedición, que se olviden que hay isla Española ni Almirante adonde volver los ojos en caso de apuro.
—Está bien, señor –replicó el Contador–, hallo muy puestas en razón vuestras quejas, y desahuciaré a Juan Ponce. Con vuestro permiso me retiro.
—Dejad con nosotros a mi querida María –dijo la Virreina al Contador–, ya que vos no podéis favorecernos con vuestra persona.
—Con mucho gusto, señora, y creed que me voy pesaroso por no poder participar de la honra con que Vueseñoría me brinda.
Y Don Cristóbal se retiró.
La Virreina y María, una vez retiradas a las habitaciones de la primera, entraron a hacerse sus confidencias recíprocas. La mayor pesadumbre de la doncella consistía en no haber podido explicar su situación excepcional a Grijalva, ni saber lo que éste pensaría de ella. La Virreina le encargó mucha prudencia en esta parte: la dura lección de la víspera la había hecho muy circunspecta, y hasta exageradamente tímida. —Si Juan de Grijalva es digno de ti –dijo a su amiga–, sus sentimientos no cambiarán porque toda correspondencia cese entre vosotros, mientras dure el compromiso establecido con Velázquez. Otra cosa no sería propia de tu decoro… Cuando consigamos romper ese compromiso, entonces será tiempo de que tu amante lo sepa todo, y reciba el galardón de su constancia. Y ese día llegará ciertamente, María.
—Ya mi esposo ha discurrido el medio más eficaz de preparar el advenimiento de tu dicha: Velázquez será encargado de una importantísima empresa, fuera de esta isla; y el tiempo y la ausencia proporcionarán sobradas coyunturas para lo demás; pues he oído decir siempre que el amor se ahoga fácilmente cuando hay mar por medio. Esto es lo que yo deseaba comunicarte.
María de Cuéllar se mostró satisfecha de las nuevas que le daba su amiga; pero su tristeza persistente, y los suspiros que involuntariamente se escapaban de su agitado seno, indicaban muy a las claras cuán costoso le era resignarse a los prudentes consejos de la Virreina en lo que a Grijalva concernía.