Después de almorzar juntos Las Casas y Enrique, el primero se vistió con algún esmero, y volvió a salir dirigiéndose a casa de Velázquez. Encontró a éste de gran gala, vistiendo su más rico traje hecho con arreglo a la airosa moda milanesa de aquel tiempo: le acompañaba su fiel confidente, el servil Mojica, reverso de la medalla con respecto a Velázquez en la parte física, como lo era respecto al Licenciado en la parte moral. Las Casas lo miró con disgusto, y lo saludó fríamente; emprendiendo los tres la marcha seguidos de dos escuderos.
Eran las doce del día, cuando las puertas de la casa de Don Cristóbal de Cuéllar se abrían de par en par dando entrada al arrogante Capitán y sus compañeros. Dos largas y nutridas filas de esclavos negros, naborías indias y criados europeos se extendían desde el vasto portal o zaguán de la casa hasta el pie de la escalera, todos limpia y decentemente vestidos, ostentando en la librea los colores de la casa del opulento Contador. El lujo de las habitaciones decoradas con muebles y paramentos de gran precio, como la numerosa servidumbre, daban elevada opinión de las riquezas del dueño, y así lo iba haciendo notar a Velázquez el codicioso Pedro de Mojica.
Recibió el Contador a sus huéspedes en el salón principal, de pie al lado de su bella hija, cuyo rostro cubierto de mortal palidez competía con la mate blancura de su vestido de encaje francés y rico terciopelo de Flandes. Acompañaban al señor de Cuéllar sus amigos Francisco de Garay, Alguacil Mayor de la Isla, y Rodrigo de Bastidas, vecino principal de Santo Domingo, respetable personaje; el mismo que años antes había hecho una feliz expedición a Castilla del Oro (Nueva Granada), y obtuvo bastante tiempo después el título de Adelantado por sus servicios a la Corona en aquella ocasión.
Velázquez, después de haber cumplido con todos los circunstantes los deberes de cortesía, formuló en un breve discurso su pretensión matrimonial, a la que el padre de María expresó acto continuo su asentimiento. Entonces Velázquez, apartándose en este solo punto de las minuciosas instrucciones que previamente le había inculcado el astuto Mojica, antes de dirigirse a la infeliz joven, que permanecía inmóvil, con la mirada fija en el suelo y sin dar la menor señal de haber comprendido la demanda de que era objeto, dijo el Contador Real:
—Si vos lo tuviereis a bien, señor, asignaremos a un año, a contar de hoy, el día en que se lleve a cabo el matrimonio.
María salió de su enajenación al oír estas palabras, que aguardaba con ansiedad; y clavó la mirada inquieta en el rostro de su padre, pendiente de su contestación.
Don Cristóbal vaciló: fue para él una verdadera sorpresa la indicación de un plazo tan largo, cuando Mojica le había hablado de la impaciencia de Velázquez por llegar a ser yerno suyo. Hizo, no obstante, un esfuerzo, aguijoneado por la dignidad personal y el decoro paterno, y contestó:
—Como gustéis, Capitán, nada urge…
Entonces Velázquez se volvió con exquisita urbanidad y risueño semblante a su prometida, diciéndole:
—Dignaos poner el colmo a mi dicha, señora, expresando vuestra plena y voluntaria conformidad con lo que acabo de pedir y obtener de vuestro padre.
—Os doy gracias, señor –contestó la joven, reanimada por lo que le parecía un principio de éxito en el plan de los Virreyes: –os doy gracias por lo que acabáis de solicitar.
—¿Os place el aplazamiento? –insistió Velázquez, con el evidente propósito de juzgar el vocablo.
—Me place, señor –respondió María, volviendo a fijar sus hermosos ojos en el pavimento.
—Tomo por testigos a todos los caballeros presentes, de que la señora María de Cuéllar, hija del señor Contador Real, me ha empeñado su fe y palabra, para ser mi esposa dentro de un año.
Con esta fórmula terminó Velázquez la parte ceremoniosa de las vistas, que así se llamaba antiguamente a esa especie de careo oficial de dos novios. María de Cuéllar pidió permiso para retirarse a su cámara, por sentirse indispuesta: recibió los homenajes que era de práctica tributar a las ricas hembras entre la gente de pro de aquellos tiempos, y se fue, más muerta que viva, a dejar correr sus comprimidas lágrimas. Velázquez y sus dos compañeros no tardaron en despedirse, y regresaron a casa del Capitán; Mojica locuaz y contento; el afortunado novio con aire triunfal, y el licenciado Las Casas cabizbajo y silencioso.