Rayaba el sol en el horizonte, llenando de vida y de luz los espacios al anunciar el nuevo día, cuando Las Casas, que había pasado una noche de insomnio, se dirigió con la vivacidad que le era característica a casa del teniente gobernador Diego Velázquez. La amistad de ambos se había hecho más estrecha desde que Velázquez, carácter débil y siempre fluctuando entre el bien y el mal, reconoció la superioridad moral de Las Casas, y escuchaba con verdadera deferencia y respeto los consejos que el buen Licenciado no le escaseaba.
En aquella mañana, Velázquez debía hacer la primera visita de ceremonia a María de Cuéllar, y ser autorizado por el Contador a considerarla y tratarla oficial y públicamente como su prometida novia.
Las Casas había sido invitado por Velázquez a honrarle con su compañía en aquel acto, y estaba dispuesto a prestar ese servicio al amigo; pero no era este el objeto que le conducía tan temprano a la presencia del afortunado pretendiente, sino el interés de poner en claro los puntos que le parecieron oscuros o embrollados en el relato que le había hecho Enriquillo al anochecer del día anterior. Era en su concepto muy grave lo que se refería a la intervención de la Virreina en los asuntos matrimoniales de su dama de honor; y entreviendo un misterio cuya naturaleza parecía sospechosa, el Licenciado, que era de suyo dado a la investigación de la verdad, quiso saber a fondo lo que significaba aquel papel escrito por la esposa del Almirante, y enviado a Velázquez en nombre de su prometida.
Velázquez lo recibió con la deferencia acostumbrada, y satisfizo a las francas preguntas de su amigo con sencillez y sinceridad; narrándole los sucesos de la noche anterior.
—Ese empeño del Almirante por recobrar el papel que contenía la cita –pensó Las Casas– me prueba más aún que fue escrito por la Virreina. Necesito ir a la Fortaleza, a ver si saco algo en limpio. Quiero ver si mi pobre Enrique tiene fundamento efectivo para mirar con repugnancia aquella mansión, y que se le den encargos propios de caracteres serviles. ¡Oh tempora! ¡oh mores! –añadió, siempre mentalmente, repitiendo el consabido desahogo ciceroniano.
Y se despidió de Velázquez ofreciéndole volver a hora de acompañarle a la mencionada visita.
Llegó a la presencia de Diego Colón en la Fortaleza, encontrándole de excelente humor. Sin rodeos de ninguna especie, después de los cumplimientos de uso, entró en materia el fogoso Licenciado, refiriendo la invitación pendiente para acompañar a Velázquez aquel día en la visita de presentación formal a su novia; pero añadió que deseaba saber si los incidentes del jardín en la pasada noche podrían afectar en algo la seriedad de aquel paso, para no exponer su propia dignidad a inmerecido sonrojo. Diego Colón le contestó haciéndole fiel relación de todo lo ocurrido, sin ocultarle lo del papel escrito por la Virreina y rescatado por él; aunque al mismo tiempo recomendó mucho a Las Casas que guardara reserva sobre este punto. Es de presumir que esta excesiva franqueza de Diego Colón fuera dictada por el recelo de que Enriquillo dijera toda la verdad al Licenciado, que era la persona a quien más afecto profesaba y en cuya inmediata protección vivía; y de hecho así había sucedido, obrando por lo mismo cuerdamente el Almirante al aclarar todo el enigma, en la parte que pudiera perjudicar al concepto de su joven esposa.
Oyó Las Casas todos esos pormenores con profunda atención, y prometió guardar el secreto que se imponía.
—Sin embargo –añadió–, me atreveré a decir a Vueseñoría que me exige en ello el mayor de los sacrificios; yo, que no tengo los altos respetos políticos de que vos no podéis prescindir, parece como que me hago cómplice voluntario de una gran crueldad, cual es sacrificar a la razón de Estado el sosiego y la dicha de dos jóvenes que parecen formados por el cielo para pertenecerse mutuamente.
—Ayudadme pues –contestó Diego Colón– a buscar el modo de estorbar ese enlace. En un año que tenemos por delante, ¿vos y yo seremos tan pobres de expedientes que no podamos realizar lo que mi compasiva María emprendió, la pobrecilla, con más fe que experiencia?
—¡Ah, señor! ¡No sabéis lo que me pedís! – contestó en tono de reconvención Las Casas–: lo que en vos se cohonesta al menos, ya que no se justifica, con las exigencias de la alta posición en que os halláis, en mí tendría toda la odiosa fealdad de la mentira y la pérfida; ni más ni menos. Yo, amigo de Velázquez y amigo de Grijalva, mal podría terciar en ese delicado asunto como no fuera para decir al primero toda la verdad, y hacerle desistir de su proyecto, devolviendo al desgraciado Grijalva el bien que se le quiere arrebatar.
—¡Guardaos bien de ello, Don Bartolomé! –dijo vivamente el Almirante–. Retiro mi invitación, y sólo os pido que me cumpláis vuestro ofrecimiento de no volver a hablar de este asunto con alma viviente.
—Os cumpliré, señor, a toda costa –respondió el Licenciado, despidiéndose del Almirante.
De regreso a su convento, el buen Las Casas hacía el resumen de sus impresiones de la mañana en el siguiente monólogo:
—Se me ha quitado un gran peso de encima con saber que la Virreina, ángel de bondad y de virtud, no ha obedecido a móviles ruines o indignos, y sí a los nobilísimos resortes de la compasión y la amistad. A esto lo califica el Almirante con el epíteto de abnegación indiscreta, que así se denomina por estos mundos todo arranque espontáneo y candoroso de cristiana caridad. Más, por fortuna, Diego Colón es digno hijo de su padre; posee un alma bellísima, y sabe que con indiscreciones como esa se aquilata el tesoro de los sentimientos humanos. ¡Así le rebosa hoy el contento de verse dueño de tal mujer… ! Y, sin embargo, ella y él; él más que ella; ella por ser su esposa, se ven constreñidos a mentir; a forjar intriguillas; a ahogar los movimientos compasivos de su corazón, por atemperarse a lo que llaman la voz de los deberes de Estado. ¡Vayan unos deberes… ! ¡Y cómo padecen la virtud y la verdad en los palacios de los poderosos! Pero ¿de eso me asombro? ¿No hacen gala los Soberanos del siglo de engañarse recíprocamente? Nuestro católico rey Don Fernando ¿no es el primero en este funesto arte? Así está Europa, ardiendo en guerras y en discordias: los que de allá vienen a conquistar y poblar estas Indias ¿qué otra cosa han de ser con esos altos ejemplos a la vista, sino lobos carniceros y rapaces? ¡Pobres indios! ¡Pobres indios… ! Mas, ya es tiempo de ver a Enriquillo.
Y el Licenciado hizo llamar a Enrique, encerrándose con él a solas en su aposento.