El espionaje de los indios no era un accidente anormal, que se efectuara por virtud de consignas especiales, y sujeto a plan u organización determinada. Era un hecho natural, instintivo, espontáneo, y no ha faltado quien suponga que estaba en la índole y el carácter de aquella raza. Pero esto no era sino una de tantas calumnias como se ha escrito y se escriben para cohonestar las injusticias; porque es muy antigua entre los tiranos la práctica de considerar los efectos de su iniquidad como razonables motivos para seguir ejerciéndola. El indio de Haití, confiado y sencillo al recibir la primera visita de los europeos, se hizo naturalmente arisco, receloso y disimulado en fuerza de la terrible opresión que pesaba sobre él; y esta opresión fue haciéndose cada día más feroz, a medida que los opresores iban observando los desórdenes morales que eran la necesaria consecuencia de sus procedimientos tiránicos.
El indio, a quien extenuaba el ímprobo trabajo de lavar oro en los ríos, guardaba cuidadosamente el secreto de los demás yacimientos auríferos que le eran conocidos, y aplicaba todo su ingenio a hacer que permanecieran ignorados de sus codiciosos verdugos: si tenía hambre, estaba obligado a refinar sus ardides para hurtar un bocado, a fin de que el látigo no desgarrara sus espaldas, en castigo de su atrevimiento y golosina; y así aquella raza infeliz, de cuyo excelente natural había escrito Colón que “no había gente mejor en el mundo”, degeneraba rápidamente, y se hacia en ella ley común la hipocresía, la mentira, el robo y la perfidia. Cuando los cuerpos se rendían a la fatiga y los malos tratamientos, ya las almas habían caído en la más repugnante abyección. Tanto puede la inexorable ferocidad de la codicia.
Los recientes sucesos de Jaragua, al refugiarse Guaroa en las montañas, habían aguzado, como era consiguiente, la predisposición recelosa de los indios. Ningún movimiento de los españoles, ninguna circunstancia, por leve e insignificante que fuera, pasaba inadvertida para su atenta y minuciosa observación. Desde las riberas del litoral marítimo donde tenían su asiento los establecimientos y nuevas poblaciones fundadas por los conquistadores, hasta el riñón más oculto de las montañas donde se albergaba el cacique fugitivo, ‘los avisos funcionaban sin interrupción, como las mallas de una densa red, partiendo del naboría que con aire estúpido barría la casa del jefe español, y corriendo de boca en boca por un cordón perfectamente continuado de escuchas y mensajeros; del aguador al leñador, del leñador al indio viejo y estropeado, que cultivaba al pie de la montaña un reducido conuco; y del indio viejo a todos los ámbitos del territorio.
Esto hacía que la faena impuesta por Ovando a Diego Velázquez ofreciera en realidad más dificultades de las que a primera vista podían esperarse. El capitán español llevaba por instrucciones capturar o matar a Guaroa a todo trance, debiendo recorrer las montañas con el ostensible propósito de reorganizar el servicio de los tributos, interrumpido y trastornado por la muerte trágica de los caciques. Mientras que la hueste española hacía el primer alto a la entrada de los desfiladeros de la Silla, la noticia de su expedición cundía con rapidez eléctrica por todas partes, y llegaba a los oídos del prudente y precavido Guaroa, en la mañana del día siguiente. El jefe indio, que había fijado su residencia en la ribera del lado más distante del camino real, se aprestó inmediatamente a recibir y aposentar los fugitivos que desde el mismo día, según las órdenes e instrucciones que de antemano había comunicado a su gente, no podían menos de comenzar a afluir en derredor suyo. Como se ve, el plan de campaña de los indios tenía por base principal la fuga; y no podía ser de otro modo, tratándose de una población inerme y aterrada por recientes ejemplares. Después de diez años de experiencia, los indios de La Española, a pesar de su ingénito valor, no podían proceder absolutamente como salvajes sin noción alguna suficiente para comparar sus débiles fuerzas con las de sus formidables enemigos. El período de combatir dando alaridos y ofreciéndose en muchedumbre compacta al hierro, al fuego de la arcabucería y a las cargas de caballería de los españoles, había pasado con los primeros años de la conquista, y su recuerdo luctuoso servía esta vez para hacer comprender a Guaroa que debía evitar en todo lo posible los encuentros, y fiar más bien su seguridad al paciente y penoso trabajo de huir con rapidez de un punto a otro, convirtiendo sus súbditos en tribu nómada y trashumante, y esperándolo todo del tiempo y del cansancio de sus perseguidores.
No quiere esto decir que estuviera enteramente excluido el combate de los planes de Guaroa; no. El estaba resuelto a combatir hasta el último aliento, y de su resolución participaban todos o los más de sus indios; pero solamente se debía llegar a las manos cuando no hubiera otro recurso; o cuando el descuido o la fatiga de los españoles ofreciera todas las ventajas apetecibles para las sorpresas y los asaltos. Fuera de estos casos, la estrategia india, como la de todos los grandes capitanes que han tenido que habérselas con fuerzas superiores, debía consistir en mantenerse fuera del alcance de los enemigos, mientras llegara el momento más favorable para medirse con ellos. Los extremos siempre se confunden, y la última palabra de la ciencia militar llegará a ser probablemente idéntica al impulso más rudimentario del instinto natural de la propia conservación.
Según lo había supuesto el caudillo indio, al caer la tarde del mismo día de la entrada de Velázquez en los desfiladeros comenzaron a llegar al Lago Dulce los principales moradores de las montañas, con sus deudos y amigos más aptos para las agitaciones y los azares de la vida errante que iban a emprender, y muchos de ellos acompañados de sus mujeres e hijos. Guaroa les dio albergue en un extenso guan*l, a corta distancia del lago, donde con poco trabajo quedaron improvisadas espaciosas y abrigadas viviendas, cubiertas de guano, cuyos troncos redondos y derechos tienen cierta semejanza con las esbeltas columnas de que tan feliz uso ha sabido hacer la arquitectura árabe. Allí pudo admirarse la previsión de que eligió aquel sitio como punto de reunión general. Los mantenimientos y variedad de víveres enriquecían toda la ribera del azulado y vistoso lago. Sus tranquilas aguas, si no eran las más puras y gustosas al paladar, ofrecían en cambio fácil y abundante pesca; mientras que contra las exigencias de la sed, multitud de fuentecillas y manantiales brindaban sus límpidas y refrigerantes corrientes, deslizándose por en medio de deliciosos vergeles naturales, en los que confundían y estrechaban sus caprichosos lazos, en agraciado consorcio, lozanas enredaderas silvestres cuya pomposa florescencia engalanaba los arbustos con variados y brillantes matices, y donde al pasar el aura apacible embalsamaba su aliento con los perfumes robados a las hierbas aromáticas.
Diego Velázquez penetró en la sierra, y pronto echó de ver la soledad y el abandono que reinaba a su rededor pocos indios, los más ancianos, los inválidos y algunas horribles mujeres eran los ejemplares que de la raza se ofrecían a su vista. No era la primera vez que él visitaba la montaña, adonde le habían conducido anteriormente comisiones importantes, como la de percibir los tributos, y persuadir a los indios a formar caseríos o poblados, renunciando a su vida aislada y huraña. En esta diligencia había obtenido lisonjeros resultados, que hacían honor a su talento y su destreza para tratar con aquellos indígenas. Tenía entre ellos algunos conocidos con quienes había ejercido actos de bondad, y que le demostraban siempre gratitud y cariño. Pero en vano buscó, indagó y preguntó por algunos de sus colombroños, que así solía llamar familiarmente a los que para significarle amor y adhesión tomaban su nombre; costumbre muy común entre aquellos naturales. Todos huían de su vista cuidadosamente; y es muy probable que mientras Velázquez abrumaba con preguntas inútiles al indio viejo que apáticamente fumaba su túbano sentado a la puerta del bohío, el individuo cuyo paradero investigaba con tanto ahínco el capitán español, estuviera mirándolo y oyéndolo desde su escondite en la vecina arboleda.
Esta exploración infructuosa duró un mes: los escasos habitantes con quienes tropezaba Velázquez parecía que se habían dado el santo y seña para responder de un modo invariable: todos hacían el papel de estúpidos; hablaban maquinalmente y con absoluta incoherencia, de lo que les era preguntado. Si alguna vez se conseguía por excepción topar con un ser medianamente razonable, sus respuestas producían mayor confusión: decía que la gente estaba en el trabajo; que la habían dejado atrás, muy lejos; que iba a venir, que la esperaran hasta la noche; y cuando ésta llegaba y la gente no, se mostraba el informante muy maravillado; se ofrecía a conducir los españoles al lugar del trabajo, y en la primera hondonada, o en la espesura que le parecía a propósito, se ocultaba y evadía como si fuera espíritu puro dejando a los españoles extraviados en la oscuridad, o entretenidos en coger maíz y raíces alimenticias que abundaban en los cultivos abandonados de toda aquella parte de la sierra.
Alguna vez tomaban la precaución de atar al guía, y amenazarle con palos o con la muerte si cometía algún engaño o trataba de escaparse; pero todo era inútil: llegaban después de mil fatigas a un lugar tan solitario como los demás, y allí se detenía el indio diciendo:
—Aquí los dejé, yo creía que aquí estaban—; o cosa parecida. No se podía obtener mayor luz, ni por buenas ni por malas; comenzaban a menudear los palos sobre el testarudo guía, sin conseguir arrancarle un suspiro; y algunos había tan constantes y sufridos, que morían a golpes y no volvían a proferir una sola palabra. El capitán se desesperaba con el escaso fruto que iba produciendo su expedición, y sólo una cosa veía en la sorprendente conducta de los montañeses: que la inspiraba el miedo, efecto de la ejecución de Jaragua. Era evidente que los indios huían y se ocultaban por terror, abandonando cuanto tenían y atentos a resguardar solamente las vidas.
Sea por piedad o por política, esta conclusión de Diego Velázquez le indujo a poner en práctica procedimientos más reflexivos y humanitarios. Trató indistintamente bien a todos los naturales que pudo haber a mano; los agasajó y procuró inspirarles confianza en medio de los españoles: si alguno se ofreció a servirle de guía lo dejó en absoluta libertad, dando orden de que le permitieran escapar sin perseguirle ni alborotarle, si tal era su voluntad. Por último, prodigaba sus amplias botas de vino andaluz, de que andaba bien provisto, dando a gustar el generoso licor a los pobres ancianos, que no tardaban en aficionársele de veras, merced a este mágico estimulante; y así, al cabo de una semana de estar practicando tan benévolo sistema, Velázquez forzaba en sus últimos atrincheramientos la estudiada reserva de sus cotidianos convidados.
Uno de aquellos montañeses —el que más idiota parecía al principio-, llegó un día a embriagarse con las repetidas libaciones, y dio rienda suelta a la entumecida lengua. Velázquez aprovechó diestramente el momento, y arrancó al avinado hablador cuantas noticias e indicaciones le hacían falta. Cuando el indio legó a rendirse al sueño báquico, ya el capitán español sabía el paradero de Guaroa y de su tribu. Inmediatamente dispuso la marcha para esa misma noche.
Al anochecer volvió el viejo en su acuerdo, recapacitó sobre su funesta indiscreción, y llamando sin demora a un muchacho hijo suyo, acostumbrado sin duda a tales comisiones, lo despachó por en medio de los bosques y al favor de las tinieblas, llevando a Guaroa el aviso de que los españoles iban a caer sobre él.
Fue forzoso abandonar apresuradamente las hospitalarias riveras del Lago Dulce, que por lo poco accidentada era de fácil acceso para los caballos, el elemento de guerra más temido por los indios. Una escarpada montaña, casi cortada perpendicularmente por la naturaleza, y cuya cima estaba siempre envuelta en un velo de nubes, fue el sitio escogido por Guaroa para mudar su campo. Esa fortaleza natural sólo tenía un descenso practicable, aunque sumamente disimulado por la maleza, del lado Sudoeste, y daba paso por un angosto y profundo barranco hasta el pie de otra montaña contigua, no menos fragosa y abrupta que la que podemos llamar segundo campamento de Guaroa.
Cuando Velázquez llegó a la orilla del Lago Dulce halló los vestigios de la reciente presencia de los indios, y no pudo menos que admirar la previsora inteligencia con que aquellos infelices habían elegido aquel pintoresco y ventajoso refugio. Hasta se arrepintió, por un buen movimiento involuntario de su alma, de haberles perturbado en su pacifico retiro. Como que por lo visto sólo se trataba de perseguir a pobres fugitivos ajenos a todo pensamiento de agresión, dormía en los españoles esa fiebre de exterminio que solía despertarse con trágico fracaso desde que recelaban cualquier intento sanguinario contra su existencia. Y por tanto, seguían la pista de los indios, estimulados más bien por el deber y por el amor propio, y dando rienda a su espíritu aventurero, y ganoso de derramar la sangre de los que casi era un sarcasmo llamar rebeldes.
Así, desde que llegaron al guan*l del Lago y se hallaron agradablemente instalados, Velázquez quiso descansar unos días en tan bellos sitios y se limitó a enviar diariamente pequeñas rondas de exploradores a las montañas vecinas.
La que ocupaba Guaroa con su gente sólo era adecuada para servir como reducto de guerra; pero a esta única ventaja se había limitado con aquella mole escarpada el favor de la Naturaleza. Los depósitos de agua potable en los canjilones de la granítica meseta eran reducidos y escasos. No había allí sembrados ni cultivos de ninguna especie, y en dos o tres días quedaron consumidos los víveres que se habían llevado del Lago, y las pocas frutas silvestres que se pudieron encontrar. Desde entonces el hambre comenzó a hacerse sentir entre los refugiados de la inhospitalaria montaña despacharon las mujeres y los niños (excepto Guarocuya) a sus respectivas casas, y fue preciso organizar cuadrillas de merodeado res que, buscando el rumbo opuesto a la zona que ocupaban los enemigos, fueron extendiendo gradualmente sus excursiones famélicas hasta los valles del río Pedernales, al Sur. Ignoraban que en embocadura de este río se hallaba apostado hacia poco tiempo, con el fin de vigilar y custodiar aquella costa, un destacamento español cuyos ociosos soldados también vivían del merodeo por los alrededores. Un día a tiempo que los exploradores de Guaroa, en número de ocho, despojaban un lozano maizal de sus rubias mazorcas, s vieron rodeados de repente por varios soldados españoles, los cuales lograron aprisionar a tres de los indios: los demás emprendieron la fuga para sus montañas, y los presos fueron conducidos a la presencia de un anciano capitán español que los trató benignamente, les inspiró confianza, e interrogándoles con destreza llegó a adquirir todos los datos necesarios para saber el paradero de Guaroa y el género de vida que llevaba con su gente. Al saber que los fugitivos eran en tan crecido número, el oficial español se alarmó vivamente, y presuroso acudió, con la mayor parte de sus soldados y conducidos por los indios prisioneros al través de los montes, a participar su descubrimiento a Diego Velázquez.
No tardó el jefe español en emprender operaciones activas para sojuzgar o destruir aquellos indios alzados. Su tropa, dividida en tres destacamentos, penetró por distintas partes .en la sierra, llevando por objeto la escarpada montaña que servía de sitio a Guaroa.
Pero la vigilancia de este caudillo proveyó a la defensa con una oportunidad y buen concierto admirables. No bien comenzaron a subir los soldados españoles por la áspera eminencia, cuando una lluvia de gruesas piedras derribó a varios de ellos sin vida; tres veces acometieron denodados, y otras tantas rodaron revueltos con enormes rocas por aquella empinada ladera.
Esta defensa se hacía en absoluto silencio por parte de los indios: su jefe así lo había ordenado; pero el aviso de que por otro lado de la montaña se presentaban nuevos enemigos puso la consternación en los ánimos, y prorrumpieron en lastimeras exclamaciones.
Solicito Guaroa acudió a todos; los exhortó a la esperanza; los tranquilizó, y les señaló el punto de retirada que su previsión había reservado para el trance final, y que los enemigos ignoraban. Esto devolvió el ánimo a sus hombres, que volvieron a la lucha a tiempo para rechazar el asalto simultáneo de los españoles, y lo consiguieron una vez más.
Las sombras de la noche vinieron a terminar aquella jornada, y a su favor los indios operaron su retirada por el barranco, internándose en las vecinas montañas. Al amanecer del día siguiente, Diego Velázquez ordenó nuevamente el asalto a las posiciones disputadas la víspera, y esta vez, sin más resistencia que la opuesta por los obstáculos naturales de la áspera subida, llegó a la cumbre de la montaña, quedándose estupefactos los agresores al encontrar su altiplanicie en la más completa soledad.