Don Pedro de Mojica fue puesto en libertad el mismo día; volvió a entrar aparentemente en la gracia del comendador, y recibió de éste el encargo, hecho con el dedo índice hacia arriba y el puño cerrado, de administrar con pureza los bienes de Doña Ana de Guevara. El solapado bribón se deshizo en protestas de fidelidad, y salió al trote como perro que logra escapar de la trampa donde su inadvertencia le hiciera caer. Reinaba cierta confusión en sus ideas, y su pensamiento andaba, con inútil afán, en pos de un raciocinio sosegado y lógico, sin lograr encontrarle; a la manera de un timonel que, perdida la brújula, no acierta a dirigir su rumbo en el seno de la tempestad, y pone la proa de su barco a todos los vientos. El estaba libre, es verdad; pero Doña Ana lo estaba también; él conservaba la intendencia de los bienes de su prima; pero ésta continuaba tan señora y respetada como antes, mientras que el terrible dilema del Gobernador ofrecía en último término una horca; para Doña Ana, si Don Pedro justificaba su acusación; para Don Pedro, si Doña Ana era inocente.
— ¿He triunfado? ¿He sucumbido? —se preguntaba ansiosamente el contrahecho hidalgo-.
¿Quedan las cosas como estaban antes? Pues ¿por qué me prendió el Gobernador? ¿Por qué me puso en libertad? ¿Por qué Doña Ana está tranquila? ¿Por qué sigo siendo su intendente? ¿Por qué...? ¡Qué diablos! Ya que ella no me pone mala cara, preguntémosle lo que ha pasado, y ella me dará la clave de este enigma.
Y diciendo y haciendo, Mojica, que en medio de su soliloquio había llegado jadeando a la presencia de Higuemota, y se había sentado maquinalmente mirándola de hito en hito, le dirigió en tono manso y melifluo esta pregunta:
— ¿Cómo os recibió el Gobernador, señora prima?
—Con la bondad de un padre —respondió sencillamente Higuemota.
— ¿Y qué le declarasteis?
—Todo.
—Y él, ¿qué dijo entonces?
—Nada.
Don Pedro se quedó estupefacto.
Sin duda Doña Ana había penetrado su perfidia, y se vengaba burlándose de él. Esto fue lo que ocurrió al hidalgo; pero se equivocaba: la joven, cándida y sencilla, creía que las preguntas de Mojica envolvían el recelo de que el Gobernador hubiera mostrado alguna severidad en la entrevista, y concretándose a este concepto, satisfacía a su entender la curiosidad de su oficioso pariente, a quien suponía enterado de la orden de viaje, porque ignoraba absolutamente el percance de su prisión y la subsiguiente reserva del Gobernador.
Estaba acostumbrada a la intervención activa de Don Pedro, y en este caso creía que el tenor de su conferencia con Ovando era el único incidente que había escapado a esa intervención.
La perplejidad del hidalgo subió, pues, de punto con este quid pro quo. No sabía qué pensar, y ya iba a retirarse en el colmo de la incertidumbre, cuando Higuemota, que también permanecía pensativa, volvió a mirarle, y le dijo:
—Supongo que nos acompañaréis a Santo Domingo.
— ¡A Santo Domingo! —exclamó con un sacudimiento de sorpresa Mojica.
—Pues ¿que no lo sabíais?
—No, señora; es decir... estaba en duda... Algo me dijeron de esto... —murmuraba casi entre dientes Mojica, temeroso de comprometerse más con el Gobernador, o de perder su autoridad en el concepto de Doña Ana si descubriera su ignorancia en la materia de que se trataba.
Reflexionó un momento, y cruzó por su frente un rayo de infernal alegría: ya veía claro. Su intriga no había sido estéril. Doña Ana iba a Santo Domingo en calidad de prisionera, sin sospecharlo, y él se quedaría al frente de sus bienes como tutor de Mencía; —esto no era dudoso.
—Si, señora —dijo esta vez con voz segura—: iréis a Santo Domingo; pero yo no puedo acompañaros, porque debo quedarme hecho cargo de vuestra hija...
— ¡De mi hija! ¿Qué decís? —interrumpió vivamente Doña Ana—; mi hija no se aparta de mí: va donde yo fuere, y yo no voy sin ella a ninguna parte.
Mojica no replicó; cualquier palabra suya podía ser indiscreta, y él se consideraba como un hombre de pie sobre un plano inclinado, terso y resbaladizo, cuyo extremo inferior terminara en el borde de un abismo.
Se despidió más tranquilo, y a poco rato fueron a buscarle de parte del Gobernador. Acudió al llamamiento, y Ovando le dijo en tono imperativo y áspero:
—Disponed todo lo necesario para que Doña Ana se embarque mañana en la noche.
— ¿Va en calidad de prisionera, señor?
— ¡Va libre! —le dijo el Gobernador con voz de trueno-: cuidad de que nada le falte a ella ni a su hija; que la acompañen los criados que ella escoja, sin limitarle el número; que se le trate con tanto respeto y tanta distinción, como si fuera una hija mía; ¿estáis?
Don Pedro bajó la cabeza, y se fue a cumplir las órdenes del Gobernador.
Entretanto, Diego Velázquez, al frente de su corta hueste, emprendía marcha aquella misma tarde, y pernoctando al pie de los ciclópeos estribos de la Silla, entraba al amanecer del día siguiente en los estrechos y abruptos desfiladeros de las montañas. Guaroa y sus indios iban a ser tratados como rebeldes, y reducidos por la fuerza al yugo de la civilización.