Seguido Guaroa de sus dos fieles compañeros, que alternativamente llevaban, ora de la mano, ora en brazos, al pequeño Guarocuya, según los accidentes del terreno, se internó desde el principio de su marcha en dirección a la empinada cordillera, por la parte donde más próximamente presentaba la sierra sus erguidas y onduladas vertientes. Caminaban aquellos indios en medio de las tinieblas y entre un intrincado laberinto de árboles, con la misma agilidad y desembarazo que si fueran por mitad de una llanura alumbrada por los rayos del sol. Silenciosos como sombras, quien así los hubiese visto alejarse del camino cautelosamente, no hubiera participado de los recelos que tuvo Higuemota de que pudieran haberles dado alcance los imaginarios jinetes que salieran en su persecución. Hacia las doce de la noche la luna vino en auxilio de aquella marcha furtiva; y el niño Guarocuya, cediendo al influjo del embalsamado ambiente de los bosques, se durmió en los robustos brazos de sus conductores. Estos redoblaban sus cuidados y paciente esmero, para no despertarlo. Así caminaron el resto de la noche, en dirección al Sudeste; y al despuntar la claridad del nuevo día llegaron a un caserío de indios, encerrado en un estrecho vallecito al pie de dos escarpados montes. Todas las chozas estaban aún cerradas, lo que podía atribuirse al sueño de sus moradores, atendido a que un resto de las sombras nocturnas, acosadas de las cumbres por la rosada aurora, parecía buscar refugio en aquella hondonada. Sin embargo, se vio que la gente estaba despierta y vigilante, saliendo en tropel de sus madrigueras tan pronto como Guaroa llevó la mano a los labios produciendo un chasquido desapacible y agudo. Su regreso era esperado por aquellos indios; él les refirió brevemente las peripecias de su excursión, y les mostró al niño Guarocuya, que había despertado al rumor que se suscitó en derredor de los recién llegados. Los indios manifestaron una extremada alegría a la vista del tierno infante, que todos a porfía querían tomar en sus brazos, tributándole salutaciones y homenajes afectuosos, como al heredero de su malogrado cacique y señor natural. Guaroa observaba estas demostraciones con visible satisfacción. Allí descansaron los viajeros toda la mañana, restaurando sus fuerzas con los abundantes aunque toscos alimentos de aquellos montañeses. Consistían éstos principalmente en el pan de yuca o casabe, maíz, batatas y otras raíces; bundá, plátanos, huevos de aves silvestres, que comían sin sal, crudos o cocidos indistintamente y carne de hutía. Después de dar algunas horas al sueño, Guaroa convocó a su presencia a los principales indios, que todos le reconocían por su jefe. Les dijo que la situación de los de su raza, desde el día de la sangre –que así llamaba a la jornada funesta de Jaragua–, había ido empeorando cada día más; que no había que esperar piedad de los extranjeros, ni alivio en su miserable condición; y que para salvarse de la muerte, o de la esclavitud que era aún peor, no había otro medio que ponerse fuera del alcance de los conquistadores, y defenderse con desesperación si llegaban a ser descubiertos o atacados. Les recomendó la obediencia, diciéndoles que él, Guaroa, los gobernaría mientras Guarocuya, su sobrino, llegara a la edad de hombre; pero que debían mientras tanto reverenciar a éste como a su único y verdadero cacique; y por conclusión, para reforzar con el ejemplo su discurso, hizo sentar al niño al pie de un gigantesco y corpudo roble; le puso en la cabeza su propio birrete, que a prevención había decorado con cinco o seis vistosas plumas de flamenco, y le besó respetuosamente ambos pies; ceremonia que todos los circunstantes repitieron uno a uno con la mayor gravedad y circunspección.
Terminada esta especie de investidura señorial, Guaroa acordó a sus amigos el plan de vida que debían observar los indios libres en lo sucesivo; y se ocupó con esmerada previsión de los mil y mil detalles a que era preciso atender para resguardarse de las irrupciones de los conquistadores. Todo un sistema de espionaje y vigilancia quedó perfectamente ordenado; de tal suerte, que era imposible que los españoles emprendieran una excursión en cualquier rumbo, sin que al momento se trasmitiera la noticia a las más recónditas guaridas de la sierra. Guaroa, hechos estos preparativos, indicó en sus instrucciones finales a los cabos de su confianza el Lago Dulce, al Nordeste de aquellas montañas, como punto de reunión general, en caso de que el enemigo invadiera la sierra; y determinó fijamente el lugar en que iba a residir con su sobrino, a la margen de dicho lago. En seguida emprendió su marcha, acompañado de un corto séquito de indios escogidos, que llevaban a Guarocuya cómodamente instalado en una rústica silla de manos, formada de recias varas y flexibles mimbres, y mullida con los fibrosos y rizados copos de la guajaca. El niño todo lo miraba y a todo se prestaba sin manifestar extrañeza. Tenía siete años, y a esta tierna edad ya entreveía y comenzaba a experimentar todo lo que hay de duro y terrible en las luchas de la existencia humana. Sin duda, ráf*gas de terror cruzarían su infantil ánimo, ya cuando viera la feroz soldadesca de Ovando dar muerte a los seres que rodeaban su cuna, incluso a su propio padre; ya más adelante, cuando el grito agudo del vigía indio, o el remoto ladrido de los perros de presa, alternando con los ecos del clarín de guerra, anunciaban la aproximación del peligro, y los improvisados guerreros se aprestaban a la defensa, o respondían con fúnebre clamor a la voz de alarma, creyendo llegada su última hora. ¡Qué tristes impresiones, las primeras que recibió aquel inocente en el albor de su vida! Profundamente grabadas quedaron en su alma benévola y generosa, templada tan temprano para la lucha y los grandes dolores, así como para el amor y todos los sentimientos elevados y puros.