Cuando el sol esparció su primera luz, el día siguiente al de los sucesos y la plática que acabamos de recapitular, ya el hidalgo Don Pedro de Mojica había concebido y redondeado un plan diabólico.
Cualquiera que fuese la explicación que Higuemota le diera de la aventura de la víspera, el rencoroso intendente estaba resuelto a no dejar pasar la ocasión de perder a la joven en el concepto del Gobernador, reivindicando al mismo tiempo la tutela de la niña Mencía, como su más próximo pariente, y entrando así más de lleno en la propiedad de los bienes que administraba; hasta que el diablo le proporcionara los medios de quitar también de su camino aquel débil obstáculo a su codicia; cuando no pudiera llegar a su objeto utilizando sagazmente la inocencia de aquella criatura, que ya creía sujeta a su poder discrecional, como la alondra en las garras del gavilán.
Se vistió apresuradamente, y fue a ver a Doña Ana. Ésta acostumbraba a dejar temprano el lecho, para sus penas angosto y duro, y salir a la pradera acompañada de una vieja india, a recoger la consoladora sonrisa del alba.
Recibió sin extrañeza a Mojica, que se le presentó al regresar ella de su paseo, y entró desde luego en materia, como quien tiene prisa en zanjar un asunto desagradable.
—Nunca os había visto temprano, señor primo: ¿venís a saber lo que pasó con Guarocuya?
—Según lo convenido, señora prima, espero que me lo contaréis todo.
—Es muy sencillo –repuso Higuemota–. Ayer tarde a la hora de paseo se me presentó mi primo Guaroa; me propuso llevarse a Guarocuya a la montaña, y no vi inconvenientes en ello. Esto es todo.
—Pero, señora –dijo con asombro Mojica–, ¿vuestro primo Guaroa no murió en la refriega de los caciques?
—Eso mismo pensaba yo –contestó Higuemota–, y me asusté mucho al verle; pero quedó vivo, y me dio mucha alegría verlo sano y salvo.
Y así prosiguió el diálogo; con fingida benevolencia por parte de Don Pedro; con sencillez y naturalidad por parte de Higuemota, que, como hemos dicho, no sabía mentir, y considerando ya en salvamento a Guaroa, no veía necesidad alguna de ocultar la verdad.
Cuando Mojica acabó de recoger los datos y las noticias que interesaban a su propósito, se despidió de Doña Ana con un frío saludo y se encaminó aceleradamente a la casa en que se aposentaba el Gobernador.