Mientras que Don Francisco de Valenzuela daba cuenta circunstanciada en la Fortaleza de la vida y hechos de Diego Velázquez y sus compañeros de viaje, éstos recibían en su alojamiento la visita de Don Bartolomé de Las Casas.
Apresurase Velázquez a recoger noticias sobre los cambios recientes ocurridos en el personal del gobierno de la colonia, y supo con satisfacción y regocijo que el nuevo Gobernador estaba muy altamente predispuesto en su favor. Decía Las Casas modestamente que el Almirante había salido de España animado de esas favorables disposiciones; pero el capitán se obstinó -en dar gracias al Licenciado con la más cordial efusión, atribuyendo a sus informes y a su influencia los buenos auspicios bajo los cuales iban a presentarse al nuevo árbitro de la fortuna y la riqueza en el mundo occidental.
Es indecible la emoción con que Enriquillo correspondió a su vez a las cariñosas frases que le dirigió Las Casas, al ser presentado a éste por Diego Velázquez. “Ved aquí vuestra obra y la mía,” había dicho éste a su antiguo consejero del Bahoruco; y fijando el Licenciado un momento su mirada de águila en las facciones del joven indio — ¡Enriquillo!—, exclamó—; ¡bendito sea Dios! ¡Cómo ha crecido este muchacho, y qué apostura y fortaleza está mostrando! Abrázame, hijo mío. ¿Eres feliz? ¿Estás contento?
—Mi padrino es muy bueno para mí, señor Licenciado —dijo Enriquillo-, y estoy contento porque os veo a vos, mi protector, y porque creo que vos me haréis ver muy pronto a la familia que aquí tengo...
—Ahora mismo, muchacho, si tu padrino lo permite. ¡De cuánto consuelo va a servir tu presencia a tu pobrecita tía! Mira, ella está enferma, muy delicada; pero no vayas a hacer pucheros y a amar-garle el gusto de verte.
—No temáis flaqueza de mi parte —repuso el joven con tono firme y severo-. Me habéis escrito más de una vez que yo debo ser 1 el apoyo de mi tía Higuemota y mi prima Mencía, y esa idea está clavada aquí, —concluyó, llevándose la mano al pecho.
Diego Velázquez prestó gustoso su venia a la excursión de Enriquillo con el Licenciado, y ambos se dirigieron con planta rápida a la morada de Higuemota.
Esta yacía reclinada en un ancho sitial de mullido asiento, y las sombras del sepulcro se dibujaban ya con lúgubre expresión en su semblante pálido y demacrado. Su hija, bella y luminosa como el alba de un día sereno, estaba a sus pies, en un escabel que daba a su estatura la medida necesaria para apoyar los codos blandamente en las rodillas de la enferma, reposando en ambas manecitas su rostro de querubín, con la vista fija en los lánguidos ojos de su madre.
Llegó Enrique, conducido por Las Casas, a tiempo de contemplar por breves instantes aquel cuadro de melancólica poesía; y luego adelantáronse ambos hasta la mitad del salón. Al percibirlos Doña Ana de Guevara hizo un movimiento, incorporándose lentamente.
— ¿Sois vos, mi buen señor Licenciado? —dijo con su voz siempre armoniosa, aunque velada por la debilidad de la tisis que la consumía—. Muy a tiempo venís, y me parece que hace un siglo desde vuestra última visita.
—Es, señora, que en cuanto de mi depende, me propongo hacerme acompañar, siempre que llego a veros, de algún lenitivo a vuestra tristeza. El otro día creí traeros un consuelo con la visita del señor Virrey y su buena esposa; hoy vengo con algo que creo ha de seros más grato.
Difícil es, señor Las Casas, que nada pueda complacerme más que aquella bondadosa visita de los señores Virreyes, de quienes tan -ardientes protestas de amistad y protección recibí para mí y para mí amada hija.
—Pues bien: aquí está una persona que va a proporcionaros muchos momentos parecidos; pues tiene para con vos grandes obligaciones, y hasta... bastante próximo parentesco.
A estas palabras, el Licenciado tomó del brazo a Enriquillo y lo presentó a Doña Ana. El joven dobló una rodilla y dijo con voz balbuciente:
—Mi buena tía Higuemota, dadme vuestra bendición.
-¡Guarocuya! —exclamó con trasporte súbito Doña Ana— ¡oh, Dios mío! Señor Las Casas, ¡cuánta gratitud debo a vuestros beneficios! Me parece que recobro mis fuerzas... Sobrino de mi corazón, acércate; deja que yo bese tu frente.
E inclinándose Enriquillo hacia su tía, recibió efectivamente un ósculo de aquellos labios incoloros y fríos, con el mismo recogimiento religioso que se apoderaba de su ser cuando solía recibir la comunión eucarística en el monasterio de Vera Paz.
—Mira, Guarocuya —prosiguió la enferma, en una especie de acceso febril—; besa a tu prima; a la que, si Dios oye mis ruegos, ha de ser tu esposa.
Y diciendo estas palabras, Doña Ana inclinó la cabeza en el respaldo del sillón, cerró los ojos y guardó silencio. Las Casas y Enrique creyeron por breve espacio que dormía: la niña removió dos o tres veces la diestra de su madre, llamándola a media voz, con este dulce dictado:
¡Madrecita mía! Inútilmente; prolongándose demasiado el silencio y el sueño, Las Casas se decidió a tomar el pulso a la enferma, y reconoció con espanto que aquel era el silencio de la muerte y el sueño del sepulcro. Doña Ana de Guevara, o sea Higuemota, había dejado de existir. Su corazón, desgarrado por todas las penas, connaturalizado con la adversidad, no pudo resistir la violencia de un arranque momentáneo y expansivo de alegría, una brusca sensación de júbilo; y su alma pura, acostumbrada a la aflicción y al abatimiento, sólo se reanimó un breve instante para volar a los cielos.