No estaba el Gobernador Ovando en la capital de la colonia en aquellos días. Hallábase en Santiago, lugar muy ameno y salubre, a orillas del caudaloso río Yaque, cuya posición central le permitía atender a los negocios de todo el Cibao cómodamente; y vivía muy ajeno a la idea de ser relevado del gobierno de la Isla. En igual descuido yacían todos los empleados y demás colonos al extremo de que un sobrino del Gobernador, que éste había hecho alcaide de la fortaleza de Santo Domingo, llamado Diego López, faltando a sus deberes, se encontraba ausente de su puesto, y atendiendo a una granja o estancia que tenía, distante como dos leguas de la ciudad. Al divisarse la escuadra compuesta de tan crecido número de bajeles, se cubrió de curiosos toda la ribera del mar, y algunos botes provistos de bastimentos salieron a cual más lejos a hacer su tráfico según solían cada vez que se avistaban naves en el horizonte. A poco rato una de estas embarcaciones regresó a tierra después de haber vendido sus víveres a una fusta que se había adelantado a los otros buques de la escuadra; y entonces supieron los curiosos la noticia del arribo del nuevo Gobernador, la cual cundió por toda la ciudad con rapidez eléctrica. Los oficiales reales y el Ayuntamiento, aturdidos con tal novedad, se decoraron aceleradamente, corrieron a la marina, y embarcándose en una falúa de gala salieron a la rada a ofrecer sus respetos a los ilustres viajeros; pero por mucha diligencia que desplegaron, cuando los remeros se abrían por los pechos haciendo volar la embarcación oficial por fuera de la boca del puerto, ya la escuadra toda había echado anclas, y los barcos parecía que aguardaban con impaciencia, balanceados por las gruesas olas de la rada, el cumplimiento de las etiquetas de ordenanza. Los regidores y oficiales abordaron a la galera capitana; fueron recibidos con agrado por Don Diego Colón y su familia, y formularon su voto ferviente de que cuanto antes hicieran su desembarco los insignes huéspedes. Preguntó el Almirante por el Gobernador y el jefe de la fortaleza, y fue informado de su ausencia. Una hora después se dio la orden de levar anclas la nave capitana y las demás en que iban los equipajes mas preciosos: entraron con viento favorable en la ría, y se efectuó el desembarco en medio de un numeroso gentío, que al estruendo de los cañones de la escuadra haciendo las salvas de ordenanza, prorrumpió en vítores a los Colones con ese frenético entusiasmo a que tan fácilmente se entrega en todas partes, por motivos y razones más o menos fundadas, la ciega e impresionable multitud. Brindaron los regidores al Almirante y su familia con un alojamiento tan conveniente cuanto las circunstancias de la colonia y la ninguna preparación del momento podían permitir; pero Don Diego les contestó que agradecía su ofrecimiento, no aceptándolo por razones políticas; y después de haber estado en el templo principal dando gracias a Dios cristianamente por su feliz arribo, se dirigió a la fortaleza, de la cual tomó inmediata posesión sin ceremonias ni cumplimientos de ningún género. A esta sazón ya los correos devoraban la distancia en todas direcciones, llevando la noticia de tan gran novedad a todos los ámbitos de la isla. Ovando se puso en marcha para la capital sin demora, y su contrariedad y enojo fueron grandes cuando supo la falta en que había incurrido su sobrino, el alcaide de la fortaleza de Santo Domingo, no hallándose en su puesto al llegar el nuevo Gobernador. Tal fue al menos el desahogo que dio a su desabrimiento, cohonestándolo con el indicado motivo. El Almirante y su esposa le hicieron el más amable recibimiento; pero el irascible Gobernador insistía en deplorar con acritud la indisciplina de su joven pariente, y en su propósito de castigar el desorden de un modo ejemplar. Fue preciso que Don Diego interpusiera cortésmente su ruego en favor del delincuente, y Ovando había de deponer al fin el ceño, y encubrir del todo su mal humor, para entregarse en cuerpo y alma a los deberes de la etiqueta cortesana.
Inauguráronse, pues, grandes fiestas, convites, saraos, cabalgatas a los campos vecinos, y cuanto puede sugerir a los ingenios aduladores la riqueza desocupada. La colonia reunía todos los elementos de una pequeña corte, en la que resplandecían los más delicados refinamientos de la época. Los seis años de paz tiránica que Ovando llevaba en el gobierno habían elevado la isla Española al apogeo de su grandeza; los brazos de los indios, aplicados a las construcciones civiles bajo la dirección de entendidos arquitectos, habían convertido la humilde nereida del Ozama en una hermosa ciudad, provista de edificios elegantes y vistosos, con calles tiradas a cordel y casas particulares de aspecto imponente y gran suntuosidad interior; y el lujo se había desarrollado a tal extremo, que el adusto Rey Fernando, cuya mirada perspicaz todo lo veía en la vastísima extensión de los reinos y dominios sometidos a su cetro, hubo de dictar más de una vez pragmáticas severas, especialmente encaminadas a restringir la refinada ostentación a que estaban entregados los opulentos moradores de la isla Española. Los Virreyes por su parte, jóvenes, recién casados y ricos, habían hecho las más ostentosas prevenciones para instalarse con el decoro de su rango en la opulenta colonia. Las damas de su séquito, “aunque más ricas de bellezas que de bienes de fortuna”, según la expresión usual de los historiadores de aquel tiempo, se ataviaban con todo el esmero y bizarría que sus altas aspiraciones y los ilustres apellidos que llevaban exigían de ellas; y los caballeros lucían análogamente los más de ellos los ricos trajes que el año anterior se habían hecho en Italia, cuando regresaron a España acompañando al Gran Capitán Gonzalo de Córdoba, que se retiraba cubierto de gloria de su virreinato de Nápoles. Se explica, pues, que el tren y boato de las fiestas y ceremonias públicas en la capital de La Española, justificaran el dictado de pequeña corte, que, siguiendo a más de un escritor de fama, hemos dado a la magnífica instalación de los Virreyes en su gobierno. Ovando trató de poner pronto término a la mortificación que sin duda debía experimentar, participando de unos festejos que, sobre celebrar su propia caída, eclipsaban los mejores días de su finado poder en la colonia. Ya aceleraba sus preparativos de marcha, cuando un terrible huracán desató su furia sobre la isla, maltratando lastimosamente la lucida escuadra que había conducido a Diego Colón, y en que debía embarcarse el Comendador. La nave, capitana, que era muy hermosa, se fue a pique, cargada de provisiones y de otros efectos de valor, que aún no se habían desembarcado. Cuando al siguiente día salió el sol, sus rayos alumbraron un cuadro de sombría desolación, tanto en la costa como en el mar. Miserables despojos, fragmentos flotantes, árboles descuajados, casas de madera sin puertas ni techumbre, se ofrecían a la vista por todas partes. Afortunadamente, en la ciudad del Ozama era ya muy considerable el número de las casas y fábricas de cal y canto. Por fuerza hubo de demorarse la partida de Ovando, hasta rehabilitar los barcos que necesitaba para su regreso a España. Este retardo dio lugar a otra mortificación mayúscula para el orgulloso Comendador, cual fue presenciar las publicaciones y apertura del juicio de residencia a que debían someterse sus actos de gobierno y los de sus alcaldes mayores. Llamóse a son de trompa a los agraviados y quejosos, y en los lugares más públicos y concurridos se fijaron carteles o edictos declarando que se recibirían por espacio de treinta días las denuncias e inscripciones en demanda contra el que poco tiempo antes era omnipotente y gobernaba como señor absoluto las cosas de la colonia y del Nuevo Mundo; de donde conocían, según el historiador Herrera, que no es bueno ensoberbecerse en la prosperidad.