Decir que las bodas de Diego Colón y María de Toledo fueron celebradas con soberbia pompa; extendernos a reseñar minuciosamente los pormenores de este fausto acontecimiento, sería, lo uno exponernos a ser tachados de superfluidad; porque tratándose de personajes de tan elevada alcurnia, próximos parientes del Monarca el padre y el tío de la novia, no es necesario sino la asistencia del simple sentido común de nuestros lectores, para dar por supuesto que nada había de omitirse para revestir al suceso con todo el esplendor y lucimiento que la etiqueta española y el carácter ceremonioso de aquella época imponían a todos los interesados en el asunto; y lo otro, es decir, la narración de los incidentes de aquella fiesta, nos parece materia de muy pueril sustancia para distraer por más tiempo la atención de esos mismos lectores, a quienes, sobre el natural sentido común, creemos asistidos de algo más raro, que es el buen sentido; para distraer su atención, repetimos, de los hechos concretamente relacionados con los episodios más interesantes de esta verídica historia, que todavía está en el caso de consagrar algunas páginas más a aquellos prolegómenos, sin cuyo conocimiento sería muy difícil o imposible apreciar en su verdadero valor el carácter de los protagonistas y la índole moral de sus actos y su conducta. Abreviaremos, pues, cuanto sea posible, nuestra revista retrospectiva de los acontecimientos, para seguir narrando concisamente las peripecias que aún nos separan de la acción prominente y el asunto principal de este desaliñado libro.
Los veinte días que transcurrieron entre los esponsales o la promesa matrimonial y el acto solemne de pronunciarlos cónyuges el juramento de pertenecerse recíprocamente por toda la vida, no fue tiempo perdido para los intereses de la naciente casa de Colón. El duque de Alba, que gozaba de absoluta privanza con el Rey, no era hombre que hacía las cosas a medias; y corriendo por su cuenta la fortuna de su nuevo sobrino, los autos en favor de éste, acordados por el Supremo Consejo de las Indias —que hasta entonces habían permanecido sin cumplimiento, como letra muerta— recibieron la sanción del regio exequatur, o sea la real venia, como entonces se decía. El Rey Don Fernando solamente regateó el título de Virrey para Diego Colón; aunque, si bien se examina, lo que regateó su Alteza no fue el título, que al cabo se concedió pro forma o in nómine, frase que en el indigesto lenguaje de los letrados de aquel tiempo significaba lo mismo que mera decoración, o vano adorno; lo que el Rey no sólo regateó, sino que negó obstinadamente, fue la efectividad de las funciones de Virrey, que a pesar de su real firma y palabra empeñada con el gran Cristóbal Colón, encontraba siempre exorbitante para el legítimo heredero de sus bien y previamente definidos derechos como descubridor.
Don Fernando el Católico convenía de buen grado en que el Almirante Don Diego fuera el primer personaje del Nuevo Mundo; pero en punto a autoridad, el profundo político que había sabido fundar en España la preponderancia del poder real sobre las sediciosas pretensiones de los grandes, nunca podía desistir de amenguar las prerrogativas hereditarias del hijo de Colón. Una cosa había sido prometer, cuando el mundo cuya existencia afirmaba el oscuro navegante se conceptuaba generalmente como el sueño de una imaginación calenturienta; y otra cosa era cumplir, falseando los principios inflexibles de todo un sistema de gobierno, cuando ese mundo surgía con el esplendor de una realidad victoriosa, de las profundidades del Océano.
Por eso el Rey Fernando, al mismo tiempo que confería a Diego Colón la autoridad de Gobernador de la Isla Española y sus dependencias en reemplazo del Comendador Ovando contra cuyas crueldades surgían, al cabo de tanto tiempo, en un rincón de la real memoria las apremiantes recomendaciones que hiciera al morir Doña Isabel la Católica; procuraba restringir disimuladamente esa autoridad, y meditaba la creación de la Real Audiencia de Santo Domingo, que se llevó a efecto un año después; y por la misma causa los émulos de Diego Colón en su gobierno, hallaron en la Corte oídos complacientes para sus torpes calumnias, acogidas más de una vez por la injusta suspicacia del Monarca...; pero no anticipemos unos sucesos a otros; que acaso tendremos que mencionar esas miserables intrigas en el curso de nuestra narración.
Todo estaba previsto y arreglado para la partida al Nuevo Mundo del Almirante Don Diego y su bella consorte; desde el día siguiente de su enlace un brillante y escogido acompañamiento de damas y caballeros distinguidos por su noble estirpe, tanto de la corte de Castilla como de las primeras casas de Andalucía, quedó formado en la ciudad de Sevilla, donde pasaron algunos días los Virreyes, como se les denominaba por todos, dando la última mano a los preparativos de viaje. Los tíos del Almirante, Don Diego y Don Bartolomé, cuya experiencia consumada en los asuntos de gobierno de las Indias se consideraba indispensable para la inauguración del mando de su sobrino, habían asistido junto con él a las últimas audiencias del Monarca y recibido las reales instrucciones, por las que debían regular sus consejos y los actos del joven Gobernador.
En cuanto a Fernando Colón, sus gustos modestos y su afición a los estudios le traían remiso a la idea de atravesar otra vez el Atlántico, de que tan ingratos recuerdos conservaba, habiendo experimentado los grandes trabajos y peligros del cuarto y último viaje de su padre; pero el mismo Rey Fernando, que estimaba su carácter y sus distinguidos talentos de un modo extraordinario, le instó porque también acompañara a su hermano a La Española, y pidiera para silo que mejor estuviera a sus deseos. Nada quiso el desinteresado joven, y sólo se determinó a hacer el viaje cuando Diego Colón le manifestó que, “sin él, su dicha habría de ser incompleta, porque de ella habían sido artífices principales la perspicacia y vivaz inteligencia con que él había alentado sus pretensiones matrimoniales”.
Embarcárnosle todos estos ilustres personajes con su brillante y numeroso séquito, en el puerto de San Lúcar, donde los aguardaba una lucida escuadra de veintidós velas, el día 9 de junio de 1509, y después de mes y medio de próspera navegación, saludaron con indecible júbilo las verdes costas de la Isla Española, arribando a Santo Domingo al finalizar el mes de julio.