Transcurrieron tres días desde la tarde del paseo y el encuentro de los dos hermanos con el Comendador mayor y su bella hija. Efectivamente lo era la joven Doña María, hija única de aquel gran señor, que tenía próximo parentesco con el Rey Don Fernando, y era hermano menor del poderoso Duque de Alba. Criada con gran recato en la casa de este último, y a la vista de la bondadosa duquesa, a cuyos cuidados había tenido Don Fernando de Toledo que confiar la infancia de su hija, por haber quedado viudo prematuramente; sólo hacia tres meses que, acabada de formar, y completada su distinguida educación, el Comendador había presentado en la corte aquel lozano botón de rosa, cuyo donaire y gentileza atrajeron inmediatamente la admiración y simpatía de la nueva reina, Doña Germana de Foix, y de la gente cortesana. Don Diego Colón no había tenido ocasión de verla: asistía diariamente, por mero deber, a la antecámara del Rey; pero consagrado en cuerpo y alma a sus reclamaciones, viendo tal vez con secreto disgusto el solio que había sido de su bienhechora, la grande Isabel, ocupado por otra princesa, al persuadirse de que nunca obtendría justicia, su mal humor y su despecho lo mantenían alejado de las recepciones solemnes de palacio, y de todo lo que tuviera aires de fiesta o diversión. El momento en que se ofreció a su vista la amable y hechicera criatura, era el más oportuno para que sus sentidos, predispuestos con el bienestar de una reacción repentina de su ánimo — hasta aquel día presa de la irritación y la impaciencia—, transmitieran a lo más intimo de su ser la plácida impresión que en un pecho juvenil y sensible no podía menos de causar tan soberana belleza. El corazón humano tiene horror al vacío, y mientras que el hielo de los años no llega a enfriar su ardor, necesita de objetivos que ejerciten su febril actividad: a una ilusión frustrada sigue una ilusión nueva; y un bien en perspectiva no tarda en compensar la pena del bien perdido, cuando la resignación se toma el trabajo de abrir la puerta a la esperanza. Subordinado a esta ley constante, Don Diego, el mismo día en que, exagerando las intenciones del Rey Fernando, tomaba su partido y decía adiós a sus brillantes destinos como heredero del gran Descubridor, daba entrada en su franco y generoso pecho a un sentimiento gratísimo, a un dulce cuanto vehemente afecto, que venia a ocupar el puesto a que su legítima ambición, defraudada por la injusticia de los hombres, acababa de renunciar con más desdén que pesadumbre. Necesitaba un cuidado que lo distrajera, preservando de los embates del desaliento su resignación desinteresada; y el amor, numen fecundo de todas las inspiraciones magnánimas, presentaba a sus ojos, en hora feliz, un objeto digno de su adoración, al que debía ofrecer como tributo la efusión entera de su alma, consagrándole todos los altos pensamientos, los sueños de oro y los castos deseos de su ardiente fantasía. Quedó, pues, Diego Colón deslumbrado por la hermosura y la gracia de Doña María de Toledo, y rendido al tiránico poderío del amor. Al tercer día de insomnio, de preocupación pertinaz y de indecisos antojos, el joven caballero, como quien al fin recoge las riendas a la vigorosa imaginación, entabló con su hermano Don Fernando el siguiente diálogo, a tiempo que les servían el desayuno. — ¿Sabes, Fernando, en lo que pienso? —Lo adivino —respondió Fernando con su sonrisa benévola y sutil. —No puedes adivinarlo —replicó Don Diego. —Me atrevo a afirmarlo —replicó Don Fernando. —Pues dilo desde luego, que probablemente vas a hacerme reír. —Piensas —dijo con lentitud y gravedad Don Fernando-, en casarte con Doña María de Toledo. El pobre Don Diego palideció, y con voz entrecortada repuso: —Hombre, no hay tal...; yo si...; pudiera ser...; no del todo. Vamos, Fernando, francamente: has adivinado mi pensamiento. —No era preciso ser hechicero para dar con el acertijo, Diego —dijo Don Fernando riéndose del aspecto sorprendido de su hermano-. Ese pensamiento te punza como una jaqueca desde la tarde del encuentro, y me persuadí de ello en el acto. —Bueno, ¿y qué dices de esto? ¿Apruebas mi elección? Porque te declaro, mi querido Fernando, que, o me caso con Doña María, o renuncio al mundo y me hago fraile. — ¿Quieres que te diga mi parecer, Diego? Vamos esta tarde a visitar al Comendador mayor de León, como es nuestro deber, y le pides la mano de su hija. Don Diego se quedó aturdido; le pareció exorbitante la frescura con que su hermano afrontaba el asunto, y le dijo: — ¿Estás loco, muchacho? ¿Cómo voy yo a salir así, hóspite insalutato, con esa pretensión al Comendador? —Mira, Diego; los matrimonios, o vienen de Dios, o vienen del diablo. Los de Dios se vienen por el camino real, y andan a la luz del día; los de Satanás buscan las veredas y escondrijos, y escogen tiempo y hora, como quien anda en acecho... No te encojas de hombros, ni te impacientes; óyeme: he reflexionado mucho en estos tres días sobre tu pasión por Doña María, y sus consecuencias probables. El recado del Rey, la visita del Comendador, el encuentro casual, todo me dice que es inspiración divina tu súbito amor; y que ni debes ocultarlo, ni temer repulsas, ni diferir tu enlace con la ilustre casa de Alba. Si en vez de irte en derechura a tu objeto, te pones a imitar a los enamorados de mala ley, y andas tanteando el terreno, y andas buscando circunloquios, ¡te pierdes, Diego, te pierdes! Es imposible que Doña María no tenga pretendientes a porrillo; y ¡ay de ti, site dejas tomar la delantera por otro que la merezca!
—Razón tienes, Fernando; esta tarde iremos a visitar al Comendador, pero tú serás quien abordes el asunto del pedimento; yo no me siento con el ánimo necesario. —Allá veremos, Diego; si tú mismo en el momento crítico no puedes valerte, no tengas cuidado; me sobra decisión para sacarte del empeño. Diego Colón abrazó a su hermano, y estuvo muy alegre el resto de la mañana. Enviaron un criado a anunciar su visita al Comendador para las tres de la tarde; y media hora después un lacayo de éste llegó a decirles que su señor los recibiría gustoso a la hora indicada. Discutieron los dos todavía largamente su plan de conducta; y tanto hizo el joven Fernando, tan buena maña se dio en sus elocuentes y sagaces inducciones, deducciones y conclusiones, que logró convencer al medroso Don Diego de que el padre de su adorada accedería de buen grado a la proposición matrimonial, como sumamente ventajosa para las dos casas. Llegó la hora de la visita, y por más que al ser introducidos los dos hermanos en el suntuoso salón de recibimiento del Comendador mayor, el enamorado mancebo estuviera todavía vacilando sobre cuáles fueran los términos más convenientes para formular su demanda, la acogida que les hizo el noble señor disipó inmediatamente sus temores. Al ver a sus huéspedes, Don Fernando de Toledo se adelantó, y extendiéndoles ambas manos, dijo: —Mucho me complace, ilustres caballeros, vuestra visita, y esta casa se honra con ella. —Gracias, señor Don Fernando —dijo Don Diego, mientras que su hermano se inclinaba cortésmente—. Vuestra amable bondad nos atrae, y nos da aliento para mirar a vuestra altura sin vértigo... —Tratadme con toda llaneza, amigos míos; —interrumpió el Comendador, temiendo sin duda que el discreteo, según la moda de aquel tiempo, remontara tan alto que se perdiera de vista. —Tal vez, señor —dijo entonces con su habitual sonrisa Fernando Colón—, llegue el caso de que os parezca demasiado familiar nuestra visita. — ¿Por qué? —repuso con naturalidad el Comendador. —Porque además de cumplir el grato deber de saludaros, el objeto de nuestra visita es tratar de un asunto de familia. —Nada puede serme más satisfactorio, amigos míos —volvió a decir el Comendador—, que vuestra confianza, y que lleguéis a persuadiros de que todo lo que pueda interesaros me interesa. Fernando Colón miró de un modo expresivo a su hermano, y éste tomó la palabra, exento ya de todo temor o aprensión. —Pues bien, señor Don Fernando; hablaré con la franqueza con que hablaría a mi padre; os someteré el proyecto que he formado: si no mereciere vuestra aprobación, me lo significaréis lisa y llanamente, sin necesidad de explanarme razón alguna. Aceptaré sumiso lo que decidiereis, dando por mi parte estimación, sobre todo, a vuestra benévola amistad. Este exordio modesto causó en el ánimo bondadoso de Don Fernando de Toledo una impresión altamente lisonjera, que acabó de predisponerle del todo en favor de Don Diego. —Hablad, hijo mío —respondió con acento blando y conmovido. —Aspiro a ese dulce nombre —prosiguió vivamente Don Diego—. Amo a vuestra hija, y deseo ingresar en vuestra ilustre casa. Esta aspiración podrá tacharse de desmedida; pero Cristóbal Colón me dio el ser, y si mis timbres son nuevos, los simboliza todo un mundo, nuevo también, descubierto por mi heroico progenitor. —Guárdeme el cielo, señor Almirante —dijo Don Fernando-, de descender los prominentes y extraordinarios méritos de vuestro padre, así como soy el primero en apreciar vuestras prendas personales. No hallo, pues, excesiva vuestra pretensión; ni será mi voluntad el obstáculo en que pueda estrellarse. Tengo, no obstante, que llenar otros deberes; que pesar otras consideraciones, y consultar otras voluntades, antes de daros una contestación definitiva. —Lo comprendo, señor; y estoy dispuesto a aguardar sin impaciencia todo el tiempo que creyereis necesario para vuestras deliberaciones: os debo ya gratitud, por haberos dignado considerar mi pretensión, en vez de rechazarla desde luego. —Dentro de tres días, Don Diego —concluyó el Comendador levantándose de su sitial—, os comunicaré mi decisión. Los Colones se despidieron, recibiendo nuevas demostraciones de cordial cortesía de parte de Don Fernando de Toledo. Ya en la calle, Don Diego dijo con aire compungido a su hermano: — ¡Desahuciado estoy, Fernando; no hay esperanza para mí! —Antes de tres días —contestó Don Fernando-, podrás llamar tuya a Doña María de Toledo. Diego Colón cerró los ojos con un estremecimiento nervioso, como enajenado a la sola idea de alcanzar tan codiciada ventura.