Retrocedamos ahora un tanto, y narremos las interesantes peripecias porque hubo de pasar el advenimiento del joven Almirante Don Diego Colón a los cargos de Virrey y gobernador de la Isla Española y de las otras tierras del Océano descubiertas hasta entonces en las Indias de Poniente; como al goce de las demás dignidades y prerrogativas legítimamente heredadas de su glorioso padre; a cuya posesión le habían suscitado innumerables obstáculos la ingratitud y la codicia, que tanto como la envidia y la calumnia se aposentan habitualmente, desde las más remotas edades, en los palacios de los poderosos.
Educado Don Diego en el de los Reyes Católicos, su carácter leal y sin doblez le había preservado de la corrupción ordinaria de las cortes: sus cualidades morales al par que su despejado talento y la distinción de toda su persona, dotada de singular gracia y apostura, hacían de él un cumplido caballero, digno por todos conceptos del grande apellido que llevaba y de sus altos destinos. Fue el suyo, sin embargo, como había sido el de su padre, luchar perpetuamente con la injusticia y la calumnia, herencia funesta que recogió como parte integrante de su vasto patrimonio.
Continuó el hijo las instancias y reclamaciones que dejó pendientes el ilustre Almirante al morir; y continuaron las dificultades y torpes evasivas que habían acibarado los últimos días de aquel grande hombre. Dos años, día por día, con incansable perseverancia estuvo el despojado heredero instando al Rey y al Consejo de Indias por la posesión de los bienes y títulos que le pertenecían; siempre infructuosamente.
La historia ha registrado una frase enérgica y feliz del joven reclamante a su soberano. Acababa éste de regresar de Nápoles en 1508, y Don Diego volvió a la carga con nuevo ardor, invocando la equidad del Monarca, a quien dijo “que no veía la razón de que Su Alteza le negara lo que era su derecho, cuando lo pedía como favor; ni de que dudara poner su confianza en la fidelidad de un hombre; que se había educado en la misma casa real”.
El Rey contestó que no era porque dudara de él que difería satisfacerle, sino por no abandonar tan grande cargo a la ventura, a sus hijos y sucesores; a lo que replicó Diego Colón oportunamente:
“No es justo, Señor, castigarme por los pecados de mis hijos, que están aún por nacer”.
El impasible Fernando persistió en su infundada negativa, y lo único a que accedió fue al permiso que el alentado mancebo le pidió para entablar pleito contra la Corona por ante el Consejo de Indias, que de este modo pronunciaría sobre la legitimidad de sus derechos. El astuto Monarca no podía desear medio más adecuado a sus deseos de demorar indefinidamente y echar por tierra las razonables pretensiones de Don Diego.
Entonces principió un largo e intrincado proceso, que costó a Don Diego Colón mucho dinero y no pocas pesadumbres. No hubo sutileza que no saliera a la luz, promovida por la malignidad y la envidia, o bien por el deseo servil de agradar al Soberano a expensas del atrevido súbdito. Se rechazaba la pretensión de Diego al titulo de Virrey, arguyendo que la concesión hecha por los Reyes al Almirante Don Cristóbal de ese titulo a perpetuidad, no podía continuar, por ser contraria a los intereses del Estado y a una ley de 1480 que prohibía la investidura hereditaria de ningún oficio que envolviera la administración de justicia. Más lejos aún fue el atrevimiento de los enemigos de Colón, quienes declararon que el Descubridor había perdido el virreinato como castigo de su mal proceder.
Diego Colón, a fuer de buen hijo, volvió resueltamente por el buen nombre de su padre: desmintió en términos categóricos la imputación depresiva a la memoria del Almirante, que se asignaba como causa a la pérdida de la dignidad de Virrey. Acusó de criminal la audacia del juez Bobadilla que le envió prisionero a España en 1500 con el inicuo proceso formado en La Española, cuyos cargos y procedimientos fueron expresamente reprobados por los Soberanos en 1502, en cartas que dirigieron al ilustre perseguido expresándole el sentimiento que su arresto les había causado, y prometiéndole cumplida satisfacción. No menos victoriosamente deshizo Don Diego la audaz alegación de que su padre no había sido el primer descubridor de tierra firme en las nuevas Indias; y las numerosas pruebas testimoniales que adujo para sostener la gloria de ese descubrimiento fueron de tanta fuerza y tan concluyentes que llevaron el convencimiento de la verdad a todos los ánimos. El Consejo Real de Indias, contra las protervas esperanzas del Rey Fernando, inspirándose en la dignidad e independencia que tanto enaltecieron en aquel siglo las instituciones españolas falló unánimemente en favor de los derechos reclamados por Don Diego, reintegrando en todo su puro brillo el mérito de Colón.
Sin embargo de este glorioso triunfo del derecho contra el poder estaba muy lejos de haber llegado al cabo de sus pruebas la energía y la paciencia del joven Almirante. Esperó todavía algún tiempo que el Monarca, sin más estimulo que el deseo de mostrarse respetuoso con la justicia, le daría posesión de sus títulos y prerrogativas; pero cuando después de muchos días, consumido en la impaciencia de si inútil esperar, habló por fin al Rey pidiendo el cumplimiento del fallo a su favor, oyó con penosa sorpresa nuevas excusas y pretextos fútiles, sobre su extremada mocedad, la importancia del cargo de Virrey, y la necesidad de meditar y estudiar el asunto; razones todas que hicieron convencer a Don Diego de que jamás obtendría de si soberano el goce real y efectivo de sus derechos hereditarios, por más incontrovertibles que fueran.