Un día —era en el verano de 1509—, la religiosa quietud del convento franciscano de Vera Paz fue interrumpida hacia las dos de la tarde por un estruendoso tropel de caballos, que se detuvo en el patio exterior del monasterio. Un momento después anunciaban al padre superior la visita del teniente gobernador Diego Velázquez, que en equipo de viaje iba a despedirse de los frailes, y a incorporar en su séquito a Enriquillo, como todos llamaban familiarmente al cacique del Bahoruco. Había recibido Velázquez aquel mismo día la noticia de la llegada a Santo Domingo del nuevo Gobernador, el Almirante Don Diego Colón que reemplazaba al Comendador Frey Nicolás de Ovando; y este cambio exigía imperiosamente la presencia del comandante español de Jaragua en la capital de la isla; tanto por el deber de ofrecer sus respetos al nuevo jefe de La Española, cuanto por la obligación de despedir a Ovando, que le había favorecido con su confianza; y por la conveniencia de definir personalmente con el gobernador Almirante su propia situación en lo sucesivo. Quería, por último, llevar a Enrique, no solamente por dar lucimiento a su comitiva con aquel simpático y distinguido mancebo indio; sino también por razones políticas que no carecían de fundamento. La administración de Ovando había sido despótica y cruel para con la población indígena, que decrecía rápidamente al peso de los malos tratamientos; y todos sabían en la isla cuál había sido la última voluntad de la Reina Doña Isabel sobre que se castigara al Comendador de Lares por sus actos sanguinarios, y las anhelosas recomendaciones de la ilustre moribunda al Rey su marido, a la princesa Doña Juana su hija, y al esposo de ésta, porque se enseñara religión y sanas costumbres a los indios, se les protegiera y educara solícitamente, y no se consintiera ni diese lugar a que los indios vecinos e moradores de las Indias e Tierra firme ganada e por ganar, reciban agravio alguno en sus personas e bienes. E más, mando que sean bien e justamente tratados; e si algún agravio han recibido, lo remedien e provean”. Los adversarios de Colón, los primitivos rebeldes de la colonia, apoyados y amparados por Ovando, formaban un partido privilegiado, que venia disfrutando desde hacia más de siete años todas las gracias y concesiones de la colonización, en detrimento de los que habían permanecido fieles a la autoridad del Almirante, y adictos a su persona en los días de su adversidad. La brutal explotación de los indios era el tema favorito de las quejas que estos partidarios de la justicia hacían llegar continuamente a la Corte, clamando contra la tiranía de sus afortunados antagonistas, y contra su propio disfavor. Su regocijo, pues, no tuvo limites al saber que un hijo del gran Colón llegaba a ejercer el primer mando del Nuevo Mundo, como Gobernador de La Española. Estas circunstancias despertaron en el ánimo de Velázquez el recelo de verse envuelto en las serias responsabilidades que era consiguiente pesaran sobre Ovando y sus tenientes al efectuarse el cambio del Gobernador. Mientras más tardío había sido el cumplimiento de las piadosas voluntades de la Reina Católica, más severo se dibujaba el aspecto de esa responsabilidad; porque, desde que los colonos se convencieron de que el frío egoísmo del Rey Don Fernando en nada pensaba menos que en desagraviar la memoria de su noble esposa, creyeron asegurada para siempre la impunidad de su infame tiranía contra la desamparada nación india, y extremaron su destructora opresión, por el afán de lucrarse más pronto, siguiendo el no olvidado consejo del impío Bobadilla. Al ver ahora llegar al hijo del Descubridor, cuyos generosos sentimientos guardaban perfecta armonía con los de la difunta reina, los malvados opresores tenían forzosamente que estar amedrentados; alzándose contra ellos para hacerles esperar el castigo de sus crímenes el grito aterrador de su propia conciencia. Natural era, por lo mismo, que todos los que en medio de aquel general olvido de los sentimientos humanos habían guardado algún respeto filantrópico y honesto, acudieran a proveerse de los testimonios que habían de acreditar su conducta a los ojos del nuevo Gobernador. Por eso Diego Velázquez llevaba a Santo Domingo en su compañía al joven cacique, para cuya orfandad había sido en efecto una providencia tutelar, y que debía servirle ahora como prueba elocuente de sus sentimientos humanitarios. Complaciese, pues, doblemente en las perfecciones que adornaban a su protegido, y una vez más experimentaba la profunda verdad del adagio vulgar que dice: hacer bien nunca se pierde.
Media hora más tarde los preparativos concernientes al viaje de Enrique estaban terminados, y éste, en traje de montar de aquel tiempo, se despedía de la comunidad entera en presencia de Diego Velázquez y los oficiales de su séquito. A todos los buenos religiosos iba el joven estrechando afectuosamente la mano. El prior y el padre Remigio bajaron hasta el portal acompañando a su pupilo, y por hacer honra al comandante Velázquez. Ambos abrazaron con efusión al conmovido mancebo, dándole el ósculo de paz y deseándole toda clase de prosperidad. Enrique correspondió con lágrimas de sincera gratitud a estas expresivas demostraciones de paternal cariño. En seguida montó en un brioso caballo andaluz que le aguardaba enjaezado vistosamente; su fiel Tamayo, conduciendo una muía que llevaba las maletas del joven, se reunió con los fámulos y equipajes de Diego Velázquez, y la abigarrada comitiva partió a buen paso por el camino de Santo Domingo. Un jinete de mala catadura se acercó a poco andar a Enriquillo, que continuaba triste y cabizbajo; y tocándole familiarmente en el hombro le dijo: —Anímate, mocoso, vas a ver a tu tía Higuemota. Enrique detuvo su caballo, y mirando con ceño al que así le apostrofaba, le respondió: —Como os vuelva a tentar el diablo, desfigurando el nombre de mi tía, señor Don Pedro, tened Cuenta con vuestra joroba, porque os la romperé a palos. Don Pedro de Mojica —que no era otro el bromista—, al oír esta amenaza, en vez de mostrarse ofendido, soltó una ruidosa carcajada: todos los circunstantes, incluso Velázquez, rompieron a reír de buena gana, y lo más extraño es que el mismo Enrique acabó por asociarse al humor de los demás, mirando sin enojo a Mojica. La razón de este cambio súbito en sus disposiciones iracundas es muy llana: además de que en su bondadosa índole los movimientos coléricos eran muy fugaces, lo que el hidalgo burlón le había dicho en sustancia era que iba a ver a su tía Higuemota; y si le había ofendido la forma irrespetuosa empleada para hacer llegar a su oído este grato recuerdo, no por eso dejaba de inundarle en júbilo inmenso el corazón. Por lo que respecta a Mojica, la expresa alusión hecha a una de sus más visibles imperfecciones físicas le había herido en lo más vivo de su amor propio, y desde entonces juró un odio eterno al joven indio; aunque disimulando sus sentimientos rencorosos cuanto lo exigían las circunstancias y su conveniencia personal, que era en todos los casos su principal cuidado y el punto concreto de su más esmerada solicitud. Por eso pudo ahogar en una carcajada hipócrita, si bien convulsiva e histérica, el grito de rabia que se escapó de su pecho al escuchar la injuriosa réplica que en un rapto de pasajera indignación le lanzó al rostro Enriquillo.